Estudios sobre cine. Belén Ciancio
en el encadenamiento de las posturas y la instalación de una cultura de las actitudes catatónicas, histéricas o asilares, lo cual podría considerarse como una nueva histerización y una dimensión biopolítica del cine. Aunque Deleuze no lo mencione, la relación entre histeria, cine y artes visuales no comienza con la nouvelle vague. Estaría en la hipótesis de la invención del dispositivo visual en el hospital de la Salpêtrière. No solo con Jean-Martin Charcot, que utilizaba en sus sesiones dispositivos como la linterna mágica (también instrumento de evangelización y producción de género, como podría verse a partir de su llegada a América), sino, además, con la escultura, el grabado y, sobre todo, la fotografía que obligaba a posar e inmovilizar el cuerpo, como ha mostrado Didi-Huberman (2007), aunque sin relacionar expresamente este dispositivo con la construcción del género.
En esta parte de sus estudios, cuando mencionaba una pos nouvelle vague, Deleuze se refería a Chantal Akerman, Agnès Varda y Michèle Rosier, señalando un “gesto femenino”, con el que los cuerpos mostrarían actitudes como signos de estados propios, mientras que los hombres darían testimonio de la sociedad, del entorno, de la parte que les toca “del pedazo de historia que arrastran consigo”. Así, pretendiendo diferenciarse del feminismo militante, Deleuze (1987: 260) consideraba que los estados de cuerpos femeninos muestran una cadena no cerrada: “descendiendo de la madre o remontándose hasta la madre, sirve de revelador a los hombres que no hacen más que contarse”. Al mismo tiempo que el cuerpo de la mujer conquistaría un extraño nomadismo, como el de la literatura de Virginia Woolf, que le hace atravesar edades, situaciones, lugares y que captaría la historia de los hombres y la crisis del mundo, innovando en el cine de los cuerpos: “como si las mujeres tuvieran que alcanzar la fuente de sus propias actitudes y la temporalidad que les corresponde como gestus individual o común” (Deleuze, 1987: 261). El gestus femenino no se nombra “devenir mujer” (concepto pos Mayo del 68, largamente debatido en el feminismo, que no tiene el mismo sentido que en De Beauvoir), este concepto no está especialmente presente en los estudios sobre cine. Comienza a aparecer, en tanto devenir, cuando Deleuze se refiere al cine menor, pero siguiendo ahora a otro escritor (Wolf y Brecht aparecen en el “gestus femenino”), es decir, a Kafka, también a Paul Klee, en su imagen del “pueblo que falta”. El capítulo no se escribe, entonces, en términos específicamente cinematográficos, sino desde un retorno a la “imposibilidad” de escribir, al nombrar la situación en la que se encontraba el cine tercermundista, ante un público “cebado” por series televisivas, o como cine de minorías en un callejón sin salida kafkiano como Pierre Perrault, es decir, ante la “imposibilidad de no «escribir», imposibilidad de escribir en la lengua dominante, imposibilidad de escribir de otra manera” (Deleuze, 1987: 288). Lo menor, así como el “devenir mujer”, tendría que ver no solo con imágenes, sino con escrituras.
En esos mismos años de fines del siglo pasado, también se publicaba la primera parte de Maus (Art Spigelman, 1986), que inspiró el concepto de posmemoria según Marianne Hirsch. Es también cuando comienza a jerarquizarse y universalizarse el modelo del Holocausto. Por otro lado, Donna Haraway (1991) empezaba a formular el concepto de cyborg y Teresa de Lauretis (1996) retomaba el trabajo de la crítica feminista hacia el cine narrativo y al género como concepto médico-psiquiátrico, incluyendo, como Deleuze, los debates semióticos y semiológicos de Christian Metz y Pier Paolo Pasolini. Pero, yendo más allá, De Lauretis, desde una escritura construída con conceptos de la narrativa cinematográfica como el “fuera de plano” y a través de Foucault y Althusser, introducía el concepto de “tecnologías del género”, que luego irá reescribiendo en la noción de “sujetos excéntricos”. En ese momento se resignificaba la crítica feminista de cine con Laura Mulvey, quien, ya en 1975, lo había definido como aparato en el que los códigos cinemáticos crean una mirada, un mundo y un objeto y producen una ilusión cortada a la medida del deseo (masculino). Se proponía, así, la destrucción del placer narrativo y visual, como el principal objetivo de un “cine de mujeres”. Para De Lauretis (1992), en otro de sus artículos más citados, “Repensando el cine de mujeres. Teoría estética y teoría feminista” (1985), la cuestión sería: ¿qué marcas formales, estilísticas o temáticas apuntan a una presencia femenina detrás de cámara?, pregunta que no podía ser respondida con una generalización o universalización. Así, en un cine como el de Akerman, no habría solo un gestus femenino, sino dos lógicas diferentes: la del personaje y la de la cámara y el director (generalmente, “un punto de vista masculino”). El cine tenía que ver, entonces, no solo con mujeres o con “la mujer”, sino, como tecnología social y política, con la construcción del género: no habría un gestus femenino per se (antes de cualquier representación o performatividad, para Butler), sino en construcción entre el personaje, la cámara/director y el espectador. Esta representación o construcción no se produciría en un momento histórico específico, ni solo a través de los aparatos ideológicos del Estado, sino también a través de prácticas que lo resisten, como el feminismo.
En cuanto a la lectura de Deleuze, De Lauretis seguía el primer análisis que Rosi Braidotti propuso acerca de las formas que la femineidad asume en el trabajo del primero (también en Foucault, Lyotard, Derrida) y lo que consideraba el rechazo de estos filósofos a identificar la femineidad con las “mujeres reales”. Desplazando, así, no solo la ideología, sino también lo que consideraba realidad e historicidad del género en un sujeto difuso, descentrado o deconstruido. Estos filósofos apelaban a “la mujer” y nombraban “devenir mujer” el proceso de un desplazamiento que niega la diferencia sexual y el género en las “mujeres reales”. Negando esta historia de opresión y resistencia política y la contribución epistemológica del feminismo, en la redefinición de la subjetividad y la sociabilidad, habrían visto en la mujer el repositorio privilegiado del “futuro de la humanidad”, lo que supone el viejo hábito mental de pensar lo masculino como sinónimo de universal (y de identidad) y de traducir a las mujeres como metáfora. Para De Lauretis (1996), el género, como la sexualidad, no eran propiedad de los cuerpos o algo originalmente existente en los humanos, sino el juego de efectos producidos en cuerpos, comportamientos y relaciones sociales, en cuanto imaginarias e ideológicas, en sentido althusseriano. Dicho con otros conceptos, más allá de Althusser, como el despliegue de lo que Foucault llamó en Historia de la sexualidad (donde comenzó a utilizar el concepto de biopolítica), “una tecnología política compleja”, aunque no usara el término “género” y estuviera centrado, en este contexto, en el discurso y otras prácticas y no específicamente en dispositivos visuales, como la fotografía, que intervendrían en la “invención de la histeria”. Invención altamente performativa (luego cinematográfica) y, aunque este argumento del género como “juego de efectos”, paradójicamente, hace difícil pensar en una “mujer real”, anterior a este, incluso cuando el concepto de género, como el de trauma, supone un nivel no representable. Algunos años después de postular la crítica que retoma De Lauretis, Braidotti, sin embargo, afirmó que Deleuze es un gran aporte al feminismo, no tanto por lo que significaba el “devenir mujer” en tanto escritura, sino porque desesencializa el cuerpo, la sexualidad y las identidades. El cuerpo deleuziano, diría Braidotti (2000: 159), es en última instancia una memoria corporizada, diferenciada de lo que entendía como discurso posmoderno sobre el cuerpo y la negación de este último de la materialidad. Así, Deleuze (y su lectura del bergsonismo) producía un neomaterialismo, mezcla de vitalismo bio y geopolítico y lo que Braidotti llamaría “imaginario tecno-teratológico”, en el que intervienen ciencia (tecnociencia y sus consecuencias), ciencia ficción, ciberpunk, arte, cine, literatura. En este contexto, y como crítica al sujeto humanista moderno (aunque Braidotti es también crítica de la posmodernidad), la figura del monstruo es poshumana y se refiere a sujetos para quienes la cultura y las teorías sociales contemporáneas no tienen esquemas adecuados de representación. Aunque podría decirse que esta inadecuación, si alguna es posible, a esquemas modernos (estéticos, éticos y otros, teniendo en cuenta que Butler o Foucault han sido más importantes en los estudios de género, trans y en activismos intersexuales que Braidotti) estaría presente no solo en lo que Braidotti consideraba la cultura contemporánea (y en teratologías basadas en consecuencias de la ciencia moderna, como las explosiones atómicas). La monstruosidad inadecuada tiene también una larga historia para quienes no fueron “humanos” desde el comienzo de