El dulce reato de la música. Alejandro Vera Aguilera
y Leonardo Waisman.
Agradezco a los archivos y bibliotecas que he visitado, tanto en Santiago de Chile (archivos conventuales de Agustinos, Franciscanos, Mercedarios y Clarisas de la Victoria; Archivo de la Catedral de Santiago; Archivo Histórico del Arzobispado de Santiago; Archivo Nacional de la Administración; Archivo Nacional Histórico; Biblioteca Nacional; y Sistema de Bibliotecas de la Pontificia Universidad Católica de Chile) como en el extranjero (Archivo Arzobispal de Lima; Archivo de la Catedral de Lima; Archivo General de Indias; Archivo General de la Nación del Perú; Archivo Histórico de Protocolos de Madrid; Archivo Municipal de Lima; y Biblioteca Nacional de España). Una lista exhaustiva de los directores y archiveros que han facilitado mi labor excedería el espacio disponible, pero no puedo dejar de mencionar a Guillermo Carrasco, Juan Centeno, Emma De Ramón, Laura Gutiérrez Arbulú, el padre Rigoberto Iturriaga (OFM), Arlette Libourel, Fernando López Sánchez, el padre Alfonso Morales Ramírez (OM, QEPD), Fernando O'Ryan (QEPD), Carmen Pizarro, Celia Soto Molina, Melecio Tineo y María Elena Troncoso.
Agradezco a Casa de las Américas de Cuba el haber distinguido con el Premio de Musicología 2018 la versión española de este libro y posibilitado su publicación, con una mención especial a María Elena Vinueza, su equipo y los miembros del jurado. Hago extensivo este agradecimiento a Ediciones UC, y en particular a Patricia Corona, por haber aceptado coeditar el libro junto a Casa de las Américas.
De un modo similar, agradezco a Oxford University Press, y especialmente a Alejandro Madrid y Suzanne Ryan, por haber confiado en este proyecto y haber hecho posible su publicación en inglés, en tan prestigiosa editorial.
Mi familia, en toda su extensión, ha sido fundamental en mi vida personal y trayectoria académica. Agradezco pues a mis padres, Pedro y Patricia (ils sont à l'origine, ils le seront toujours), y hermanos, Lorena, Olivier y Andrea.
A mis amados hijos mayores, Javier y Marcelita, por quererme, escuchar con paciencia mis divagaciones sobre la cultura colonial y aportar no pocas ideas de interés al respecto.
A su madre, Marcela, por haberme acompañado durante parte de las investigaciones que han dado origen a este libro.
A mi amada hija menor, Josefa, por estar aquí.
Y a su madre, Carola, con amor, por su compañía y el haberme dado otra perla que adorar en mi vida.
Finalmente, dedico este libro a Álvaro Torrente, por su amistad y por ser quien me formó en el campo de la musicología, sin lo cual ni este trabajo ni los demás hubiesen sido posibles.
CAPÍTULO 1. LA CATEDRAL DE SANTIAGO
Muchos de los conceptos que se usan en las investigaciones -y también en la vida cotidiana- pueden entenderse de un modo restringido o extendido. Así ocurre con el término «institución». Siguiendo a la RAE, puede definirse como una «Cosa establecida o fundada» o un «Organismo», y este último es un «Conjunto de oficinas, dependencias o empleos que forman un cuerpo o institución». En ambos casos se trata de una definición restringida. Una definición extendida implicaría incluir dentro del término el «Conjunto de leyes, usos y costumbres por los que se rige [...]», como también hace la RAE. Siguiendo la misma lógica, podríamos agregar, entre otros, a las personas que trabajan en su interior, sus vínculos con el contexto urbano -que por cierto incluye a otras instituciones- y la significación que tiene para los habitantes de la ciudad.
En el presente capítulo y los que siguen se entenderá el término de un modo extendido y se hará referencia, por tanto, a músicos, repertorios y prácticas que con frecuencia trascendían el espacio físico en el que se hallaba emplazado el organismo en cuestión. Sin duda, esto hace más justicia a instituciones como la catedral y los conventos, que interactuaban permanentemente entre ellos y con el resto de la ciudad.
Organización, estructura y financiamiento de la vida musical catedralicia
El siglo XVI
Aunque la existencia de una capilla musical compuesta por cantores e instrumentistas haya aparecido tradicionalmente como una condición sine qua non para que una catedral fuera considerada interesante para la musicología, su presencia parece haber sido excepcional en las catedrales americanas del período, especialmente durante sus primeras décadas de existencia. En el caso de Santiago, los datos encontrados indican que la catedral no contó con una capilla permanente hasta 1721, como se verá. Esto no quiere decir que antes no tuviera cantores o instrumentistas a su servicio, pero su presencia y sus vías de financiación fueron irregulares. Al mismo tiempo, parece ser que no existía aún una diferenciación entre el sochantre y el maestro de capilla, sino un solo sujeto que se ocupaba de la actividad musical en su conjunto.
Según su acta de erección, basada en la de Cuzco, la catedral de Santiago tenía solo dos puestos directamente vinculados con la música: el chantre, que debía enseñarla y dirigirla, y el organista, que debía tocar los días festivos y otros que dispusieran el obispo o el cabildo. Además, debía contar en teoría con seis eclesiásticos con «raciones enteras», que entre otras tareas debían cantar las pasiones, y seis con «medias raciones», a quienes correspondía cantar «las epístolas en el altar, y en el coro las profecías, lamentaciones y lecciones».1 Sin embargo, un documento de 1773 afirma que la «cortedad» de los diezmos había alcanzado solo para costear las cinco dignidades que integraban el cabildo y cuatro canónigos, pero ninguno de los doce racioneros y medios racioneros indicados en el acta de erección.2 Aunque estos recuentos a posteriori deban aceptarse con reserva, pues generalmente dan por hecho que la historia es un progreso continuo y que la situación inicial no puede haber sido mejor que la presente,3 algunos documentos que citaré más adelante confirman que no todos los cargos que preveía el acta de erección pudieron instituirse, hecho que probablemente dé cuenta de un desajuste entre el contexto para el que originalmente fue pensada (Cuzco) y una ciudad como Santiago, cuyos recursos eran más limitados.
De todos modos, las actas de erección del siglo xvi no tenían por objetivo la conformación de una capilla con vista a la interpretación de música polifónica; más bien buscaban asegurar que las celebraciones cantadas incluyeran el canto llano, para lo cual bastaba un personal como el indicado: el chantre, el organista y algunos clérigos cantores.
Pero, en la práctica, el puesto de chantre quedó reducido a una dignidad más entre las cinco que componían el cabildo: el tesorero era ascendido a maestrescuela; una vez que lo conseguía buscaba ascender a chantre; y más adelante a arcediano y deán; todo ello con independencia de sus conocimientos musicales. De esto se quejó el obispo fray Diego de Medellín en 1578, en un testimonio que ha sido citado por varios autores: «El chantre Fabián Ruiz de Aguilar, para cuyo efecto se precisa saber de canto para regir el coro, no sabe un solo punto de canto ni sé con qué conciencia fue admitido, ni él lleva la renta de ella. He puesto un sochantre a cuenta de su prebenda entretanto que se determinan algunos negocios que tiene feos y públicos».4
Esto que parecía tan reprobable a Medellín acabaría siendo la norma: como se verá, con posterioridad a Aguilar comenzó a destinarse sistemáticamente una porción de la renta del chantre al sueldo de un sochantre que se ocupaba de dirigir la música catedralicia. El problema de base parece haber sido la dificultad para encontrar clérigos con una buena formación musical. Siempre según Medellín, en 1580 la catedral contaba con siete prebendados, pero «Todos siete hoy no es uno. No saben ni aun un punto de canto, y aun el que sabe cantar no es grande eclesiástico ni sabe regir un coro [...]».5 Cinco años más tarde Medellín continuaba con sus quejas, aunque ahora matizadas por juicios positivos sobre algunos miembros del cabildo:
Las cualidades de estos seis prebendados son estas: el deán es muy idiota y de poco juicio; el arcediano no tiene tanto saber como su título significa, ni ha vivido tan limpiamente como lo requería su grado [tachado su grado] porque tiene hijos acá, y ha tenido tractos y contractos con scándalo del pueblo. El maestro scuela [sic] es hombre docto y diestro en judicatura, y muy virtuoso. El tesorero es hombre grave y comisario del Santo Oficio. Los dos canónigos son hombres llanos