El dulce reato de la música. Alejandro Vera Aguilera

El dulce reato de la música - Alejandro Vera Aguilera


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y se hallaba determinada por una práctica de larga data; además debía sacarse del residuo, no de la cuarta parte perteneciente al cabildo como Ulibarri pretendía. En su apoyo presentaron cuentas de 1612, 1615 y 1617. En la primera, el sacristán figura con cuarenta pesos de oro anuales y el organista con veinte, la mitad de lo que recibía dos años antes. Este descenso podría atribuirse al bajo monto del diezmo en 1612 (apenas 4 800 pesos de oro), pero en la cuenta de 1615 los sueldos se mantienen, pese a que el diezmo fue considerablemente mayor (10 212 pesos de oro). Más incomprensible aún resulta que el organista figure en la cuenta de 1617 con solo dieciséis pesos de oro, pese a que el diezmo fue similar al de 1615. Ignoro la razón para esta nueva reducción de su salario, pero podría relacionarse con la tendencia de los miembros del cabildo a rasguñar cada peso que podían del residuo, en detrimento de los funcionarios cuyo sueldo se sacaba de allí.

      Otro detalle es que solo en la cuenta de 1612 figura el puesto de sochantre, no así en las de 1615 y 1617. Pero la explicación para ello es simple: en la primera no figura ningún chantre entre los prebendados, mientras que en las otras dos sí aparece; de manera que, cuando la chantría no estaba ocupada por sujeto alguno, se extraía un monto del residuo para pagar a un sochantre; de lo contrario, dicho monto se sacaba del sueldo del chantre, como ocurría hacia 1578 con Fabián Ruiz de Aguilar, lo que explica que no figure en el residuo.

      Pero el pleito era un poco más complejo, por cuanto Ulibarri y sus compañeros basaban sus reclamos en el acta de erección de La Imperial, que, según ellos, era la que debía regir para la catedral de Santiago, mientras que el cabildo argumentaba que el acta válida era la de Cuzco, «por ser la primera que se guardó». El 15 de diciembre de 1615 el obispo Juan Pérez de Espinoza falló a favor de los demandantes, quienes, con este aval, pensaron en llevar el caso al arzobispado de Lima. Pero al año siguiente cambiaron su estrategia y escribieron al rey solicitando que el proceso pasase a manos de la Real Audiencia, por cuanto una cédula anterior establecía que las disputas entre el obispo y el cabildo debían ser resueltas por dicho organismo. La Real Audiencia tomó entonces la causa y, después de muchas escrituras y contestaciones, sentenció en enero de 1617 que el acta válida era la del Cuzco. Al parecer, Ulibarri no recibió bien la sentencia e inició una huelga, ya que el 2 de mayo del mismo año el arcediano informaba a la Real Audiencia que «Ulibarri, se ha escusado de repicar las campanas, encender las velas del altar, llevar la cruz en las procesiones y hacer las demás cosas tocantes a su oficio, so color de que en la dicha partición no se le señalaron cuarenta pesos de oro que supone debérsele, no debiéndosele más que la otava parte de las primicias, como se contiene en la dicha erección [...]».

      Pero Ulibarri no quedó conforme y reclamó que, según el acta del Cuzco, correspondía al sacristán no solo la octava parte de las «primicias» (otro impuesto a la Iglesia), sino también la octava parte del residuo.43 Así continuaron los alegatos, sin que el pleito parezca haberse resuelto del todo, al menos por el contenido del expediente.

      ¿Qué puede concluirse de todo ello? Primero, que en torno a 1600 los músicos «de planta» de la catedral se limitaban al sochantre y el organista. Segundo, que esto se debía en gran parte a que las rentas decimales eran reducidas, lo que impedía instituir los racioneros y medios racioneros que estaban previstos en el acta de erección. Tercero, que las presiones del cabildo para evitar que el residuo se destinara a financiar nuevos puestos, a fin de que el saldo se distribuyera entre sus miembros, parece haber constituido un obstáculo importante para el desarrollo musical de la institución. Cuarto que, no obstante aquello, el número de músicos debió verse incrementado por la vía del pluriempleo (clérigos que eran a la vez cantores) o mediante la incorporación de indígenas residentes en Santiago o las parroquias vecinas (como parece haber ocurrido en la época de Gabriel de Villagra). Y quinto que, dada la existencia de estas vías complementarias, se debería ser cauto al estimar el contingente musical catedralicio únicamente en base a cuentas como las citadas: por ejemplo, el hecho de que no figure ningún sochantre en las de 1615 y 1617 no significa que no lo hubiese, como ya he explicado.

      No he encontrado más datos significativos hasta 1634, año en que el obispo Francisco de Salcedo fundó una capellanía cuyo objetivo era, en parte, robustecer la vida musical catedralicia. Por su interés, transcribo in extenso algunos pasajes:

      Primeramente nombrando como nombramos por dote de la dicha capellanía y mandas las casas que tenemos edificadas y catorce tiendas en el solar que hubimos y compramos de la fábrica de esta Santa Iglesia junto a ella, como parecerá de los tratados, venta y pregones y demás diligencias judiciales que para hacer la dicha venta se hicieron, las ocho tiendas con su vivienda y las seis sin ellas, las cuales dichas casas y tiendas se arrienden, y su procedido mandamos se distribuya en la forma siguiente:

      Que se den al maestro de capilla que es o fuere de esta Santa Iglesia cuatrocientos pesos de a ocho reales en cada un año con cargo de que el susodicho haya de tener y tenga obligación de oficiar las misas cantadas44 que en esta capellanía y en otra que imponemos en la capilla de San Antonio de esta Santa Iglesia; y que enseñe a los muchachos desde su principio y dé lición de canto a todos los cantores, y a los que el prelado le pareciere tenga el dicho maestro de capilla en su casa y poder, para que enseñados con continuación sepan cantar con destreza canto llano y de órgano, porque tenemos por esperiencia que los indios naturales se mueven mucho a devoción oyendo música, por cuanto en su natural con músicas y cantos celebran sus fiestas, y les causará más devoción la de la Iglesia por ser concertada y por ministros dedicados para aquel ministerio, de buena vida y ejemplo.

      Y que los tales que de continuo hubiere de tener enseñado el dicho maestro de capilla si les pareciere al prelado y cabildo sea de los que sustenta el Colegio Seminario y otros que el maestro de capilla eligiere.45

      Junto a ello, Salcedo dejó cien pesos «que se le paga de censo a la fábrica» de la catedral y otros cuatrocientos pesos para que los prebendados celebraran todos los jueves una misa cantada al Santísimo Sacramento, dándose ocho patacones a cada uno de los que asistiesen con sobrepellices, «a las cuales dichas misas ha de asistir el maestro de capilla con la música y cantarla con toda solemnidad, según el deán y cabildo le ordenare, con un responso al cabo por nuestra intención y bienhechores y ánimas del purgatorio, sin que por ello lleve más que los dichos cuatrocientos pesos que le señalamos».

      Si las casas y tiendas señaladas rentaban menos de novecientos pesos, se sacarían los cien pesos para la fábrica de la catedral y lo restante se repartiría en partes iguales entre el maestro de capilla y los prebendados, quienes no estarían obligados a «cantar más misas de lo que montare la cantidad de pesos que recibieren a razón de ocho patacones de limosnas cada misa» (subrayado original).46

      La «otra» capellanía que el obispo menciona implicaba celebrar siete misas rezadas en el altar de San Antonio de Padua durante las fiestas de dicho santo, la Anunciación, la Asunción, la «conmemoración de los difuntos», San Andrés Apóstol, Nuestra Señora de la O y el Ángel de la Guarda. En todas ellas debía participar «el maestro de capilla de esta Santa Iglesia Catedral, sin que por ello lleve más salario del que le señalamos en casas principales, que hemos hecho junto a la Santa Iglesia de esta ciudad».47

      Las capellanías de Salcedo son de interés en varios sentidos. Primero, vemos reiterado el tópico sobre la inclinación de los indígenas hacia la música, tan frecuente en las crónicas misionales, aunque como siempre quede la duda sobre cuánto de esta afirmación se debía al deseo de justificar las labores doctrinales,48 cuando no a la proyección de los propios gustos de quienes escribían. Segundo, la posibilidad de que los cantores en formación proviniesen del seminario confirma la importancia de esta institución como principal proveedora de músicos para las catedrales americanas.49 Tercero, la idea de una música «concertada» demuestra que el obispo estaba pensando en una capilla musical en el sentido tradicional. Así lo confirma, igualmente, la posibilidad de que el maestro de capilla tuviese niños a su cargo para formarlos desde pequeños, práctica que era usual en las capillas catedralicias más importantes.

      Algo que el documento no dice, empero, es que antes de asumir como obispo de Santiago Salcedo había trabajado durante once años en la catedral de La Plata, donde llegó a ser deán.50


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