1968: Historia de un acontecimiento. Álvaro Acevedo
son actividades separadas entre sí, y, por lo tanto, en su labor no tienen por qué ocuparse de asuntos políticos. El intelectual y el político representan desde esta mirada instituciones importantes, pero diferenciadas dentro de la sociedad. En cuanto al segundo grupo, la relación cultura-política tampoco es igualitaria: en ella la cultura está por encima de la política, pero no para separarse de esta, sino para reflexionarla teóricamente. Desde esta relación, el intelectual ocupa la labor de educador en la sociedad y funge como sujeto que la reflexiona, pero que no gobierna.
El tercer grupo, el del intelectual revolucionario, se ejemplifica en la definición de Antonio Gramsci, caracterizado por asumir en su labor cultural una posición abiertamente política, en la que ser político es ser intelectual y viceversa. Por último, está el intelectual filósofo militante, que define su función como política, pero no desde los escenarios tradicionales de poder, sino como crítico de estos. Es una postura que nace desde las bases sociales, y en la cual cultura es un elemento que compacta los distintos sectores de la sociedad para generar una revisión de sí misma. Gracias a las reflexiones de Bobbio, el concepto de intelectual se hace más amplio y universal, alejado de los esquemas eurocentristas y metahistóricos.
En una dirección similar, el historiador Gilberto Loaiza Cano entiende al intelectual como aquel personaje que “produce, distribuye y consume símbolos, valores e ideas, por eso su obvio papel protagónico en el campo de la cultura”47. Estudiosos de la condición histórica de los intelectuales para el caso colombiano, como Loaiza Cano y Miguel Ángel Urrego, proponen cómo entre las décadas de los sesenta y ochenta del siglo XX el país es testigo de un nuevo tipo de intelectual, que ellos denominan como contestatario o comprometido. Aunque ambos autores establecen una periodización diferente del tipo de intelectual predominante en la historia del país, conciben la década del sesenta como una etapa de ruptura y compromiso con la revolución por parte de los intelectuales.
En un ambiente caldeado por el triunfo de la Revolución cubana y con la expectativa por el descubrimiento y creación de un camino más expedito al socialismo, las universidades colombianas y el mundo de la izquierda política sirven de marco para el surgimiento del intelectual comprometido. Aunque se reclame portador del pensamiento crítico, este modelo de intelectual sintetiza dogmas políticos y morales con altas dosis de vulgata marxista, condición básica para acceder al mundo del activismo político. La mezcla de razón y fe, adobada en un lenguaje acartonado y victimista, hace del intelectual comprometido con la izquierda un tipo especial: además de su destino en la insurgencia funge la mayoría de veces como un reproductor del dogma ideológico, más que como creador de nuevas y profundas interpretaciones del acontecer nacional48.
Con una posición, tal vez, menos taxativa, Miguel Ángel Urrego propone que solo para la década del sesenta se habla de un campo intelectual propiamente dicho en el país, pues los intelectuales de estos años propician una ruptura con el mundo político tradicional alineándose al espectro de la izquierda política. Para hablar del intelectual “contra el Estado”, Urrego señala cómo entre los sesenta y ochenta se dan procesos estructurales de cambio que permiten la emergencia de un campo cultural autónomo. Variables como la urbanización, el aumento de la matrícula universitaria, en especial en las ciencias humanas a las que acceden importantes sectores de las clases medias, entre otras, contribuyen a la configuración de un tipo de intelectual utopista y comprometido con el cambio social.
Sin embargo, el autor acota que la organización del “movimiento popular” de fines de los sesenta y principios de los setenta es el escenario propicio para que el intelectual comprometido despliegue no solo su potencial activista, sino su discurso y lógica particular con que interpreta la realidad nacional e internacional. La izquierda nacional, afincada en las universidades, motiva la ruptura con la mentalidad tradicional y conservadora que predomina en el país hasta mediados de siglo, en especial a través de la publicación de periódicos y revistas que sirven como medios de difusión de sus concepciones políticas y culturales. El conflicto estudiantil de 1971 es un momento cumbre en la ruptura e izquierdización de los intelectuales, además de la búsqueda de un nuevo orden simbólico, en el que la cultura es consustancial a la política. Esta resignificación modifica las valoraciones de los lugares de producción simbólica desde una perspectiva de la participación política en oposición a la idea de cultura de poder y de élite.
Desde hace unas décadas la relación entre cultura de élite y cultura popular se viene revaluando como dos campos separados y ensimismados. Precisamente, Michel Vovelle propone que la noción de intermediario cultural puede ser de utilidad para pensar los flujos entre las culturas de élite y de pueblo. En alguna medida, el estudiante universitario de los años sesenta y setenta puede ser entendido como un intermediario de este tipo, pues su pertenencia a los sectores medios le permite acceder en la universidad a temas, autores y saberes considerados otrora como de élite. Asimismo, la formulación de un proyecto alternativo de ámbito político que busca el compromiso con los “condenados de la tierra”, como los llama Fanon, lo aproxima a los sectores populares49.
El intelectual contraestatal de estos años se caracteriza por una progresiva inclinación a la izquierda, tendencia que se ve reflejada en el alinderamiento con alguna de las naciones que encarnan al socialismo. La asunción de un compromiso pleno con el pueblo y con la causa política genera la creación de una moral revolucionaria que se despliega hasta la vida privada. A la condición de ‘intelectual orgánico’ de la utopía política se le suma la gran variedad ideológica y estética que este personaje tiene a disposición y que contribuye a modelar. Los movimientos culturales de aquel entonces conducen a la automarginación de gran parte de los intelectuales del Estado, pues cualquier ingreso a la burocracia se considera como una concesión política al enemigo. Miguel Ángel Urrego llama la atención sobre el impacto cultural que tiene el conflicto estudiantil de 1971, específicamente en el debate al que se ve abocada la sociedad colombiana en temas como la laicización, el papel de la educación, el compromiso de los intelectuales y las funciones del Estado en la cultura. Estos debates alteran los mecanismos de consagración establecidos para los intelectuales y provocan una eclosión de publicaciones para difundir una nueva cultura50.
La violencia política y el conflicto como telón de fondo
Sin incurrir en el fatalismo de ciertas tendencias analíticas que atribuyen a la nación colombiana una forma de ser “naturalmente violenta”, es necesario reconocer que el periodo de estudio se inscribe en un marco de aguda conflictividad en diferentes frentes. Luego de los sucesos de 1948 y del periodo denominado La Violencia, el país presencia la emergencia de diferentes grupos de autodefensa campesina que devienen en guerrillas de izquierda. Hay que sumar a este panorama el importante papel desempeñado por el movimiento campesino, liderado por la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos [Anuc], en la toma de tierras que se incrementa en los cuatros primeros años de la década del setenta. En este contexto se despliega el acontecimiento del 68 en el país, a tal punto que episodios de violencia urbana son protagonizados por los estudiantes universitarios, quienes en múltiples ocasiones se enfrentan con la fuerza pública en los diferentes campus del país. Este tipo de acciones suponen una serie de enfrentamientos tácitos y explícitos que precisan explicar el papel del conflicto y la violencia en la sociedad.
De acuerdo con Julio Aróstegui, la violencia se refiere a “toda resolución, o intento de resolución, por medios no consensuados de una situación de conflicto entre partes enfrentadas, lo que comporta una acción de imposición, que puede efectuarse, o no, con presencia manifiesta de fuerza física”51. Con base en esta definición funcional y muy general, se entiende que la violencia presupone la imposición coercitiva de una de las partes que se halla en conflicto, lo que no significa que el uso de la fuerza corresponda necesariamente a la fuerza física. La violencia física o no física puede tener igual señalamiento, intensidad e impacto en una sociedad. Teniendo en cuenta este giro analítico, hay que recordar cómo Cristina Rojas analiza los regímenes de representación y de violencia simbólica construidos en el siglo XIX en Colombia a través de la literatura y otras representaciones impresas52.
Aunque nombrar la palabra violencia casi de inmediato remite al conflicto, esta relación no es recíproca; es opcional que los conflictos contemplen el ejercicio de la violencia