Pego el grito en cualquier parte. Christian Spencer Espinosa

Pego el grito en cualquier parte - Christian Spencer Espinosa


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2011 me integré al grupo de cueca urbana Los Príncipes, con quienes grabé dos discos (Los Príncipes, 2012 y Los Príncipes, Volumen II 2018) y participé activamente en presentaciones musicales en diversos puntos de Santiago. Este grupo pertenece a la cuarta generación, cuya práctica musical está casi desconectada de los antiguos cultores que este libro estudia. La experiencia de tocar con este grupo como compositor, guitarrista y cantor, sin embargo, completó mi formación al enseñarme códigos y detalles de la vida dentro de la escena, aunque en la etapa posterior al Bicentenario. Además de permitirme forjar una férrea amistad con Los Príncipes, este período me ayudó a conocer los condicionantes económicos de la escena, los métodos de producción de los cuecazos y la necesidad de encontrar lugares para tocar, editar discos y difundir el trabajo de los conjuntos. De esta forma comencé a entender qué lugar ocupo como intérprete en la tradición y en qué medida pertenezco (o no) a ella, entendiendo mejor qué rasgos son “bien tradicionales” y cuáles no, qué importancia tienen los viejos y quiénes son los jóvenes que ejercen liderazgo entre los nuevos grupos. De modo sorprendente, mi última participación musical se produjo en el mismo lugar donde inicié mi trabajo de campo: la Sala de Conciertos de la Sociedad Chilena del Derecho de Autor (SCD), ubicada en el corazón del barrio Bellavista, en el centro de la capital.

      En todo este proceso personal y académico tres momentos son especialmente significativos para mí. El primero es mi observación no participante de una sesión de canto a la rueda del grupo Los Chinganeros, en noviembre de 2008 (en un ensayo para el disco Cuecas de barrios populares) y otro en mayo de 2009 (en una presentación en el bar Casacián). Ambos momentos se produjeron gracias a la generosidad de René “Torito” Alfaro, miembro del grupo en ese momento y actual cantor solista de la escena. Al escuchar esa sesión comprendo la solemnidad de este estilo, su carácter masculino, las leyes de su funcionamiento y el halo místico que posee el hecho de cantar a capella textos de la tradición. Entiendo entonces que el canto a la rueda es el elemento más importante de la cueca urbana y el eje central para comprender su pensamiento, su tradición y la lógica de funcionamiento de su performance. El mismo día que observo este ensayo, el 7 de mayo de 2009, dejé el siguiente apunte en mi cuaderno de campo, que transcribo sin modificaciones de ningún tipo:

      A capella realmente salen y se escuchan las voces como son, con su potencia. Al estar dentro del canto o la música se siente una fuerza telúrica, como de volcán, una energía gruesa y ancha que hace vibrar el aire, que emana sonidos como de lava ardiendo. Es el producto de la suma de las voces y sonidos que a uno le entran al cuerpo y esa cuestión se siente: los sonidos se meten en el organismo de uno. Es una inmensa sinergia que permite que al juntarse las voces resucite o aparezca un anillo de fuerza que une a los cantores. Pero no solo los une sino que también nos protege, nos abrasa y nos hace estar en un conglomerado que pareciera no poder disolverse sino hasta el final de la cueca. Cada una de estas partes se convierte en un bloque, en una muralla que avanza como cariñosa aplanadora. No tengo total inspiración ahora para describir esto pero es algo importante, estoy seguro. Tengo el recuerdo de esa energía potente, a ratos suprema, ritualesca. (Digamos las cosas como son: es increíble que yo haya vivido en esta misma ciudad más de 30 años y jamás me haya dado cuenta de la existencia de esto.)

      Un segundo momento importante, hacia 2008, es el rechazo que recibí de parte de algunos músicos de la escena que consideraban que no tenía los conocimientos para hablar de la tradición. Por el contrario, me decían, era solamente una persona pasajera interesada en el baile, como tantas otras. Esa experiencia, agria en un comienzo, me hizo entender que existen distintos perfiles de músico que se corresponden con distintos tipos de cueca urbana, y que algunos músicos se desenvuelven dentro de estos toda su vida. A partir de ese momento decidí distinguir entre perfiles performáticos de cueca, que llamo variantes.

      Finalmente, un tercer aspecto importante fue alcanzar a dominar el baile. Este grado de conocimiento coreográfico y la capacidad de improvisación me permitieron participar en cualquier sala de baile y espacio cuequero. Saber bailar implica muchas cosas en el mundo de la cueca, pero la más importante es la posibilidad de integrarse a las audiencias y construir redes sociales, llegando eventualmente a codearse con los músicos y, en varios casos, a convertirse en uno de ellos. Así, me di cuenta de que el observador que participa de la tradición lograr alcanzar un nivel de integración mucho mayor que el simple observador. Como dicen los músicos, una vez adentro de este mundo “no se sale más”. Esta integración ayuda a mantenerse informado, a tener confianza para cantar cuecas a viva voz, a tocar instrumentos mientras se escucha o se baila, a intercambiar discos, a tener contacto corporal con otros, a conocer a cultores, a establecer relaciones sociales o simplemente a opinar sobre el género en toda su dimensión. En pocas palabras, saber bailar genera recursos para el conocimiento de la tradición y para la vida cotidiana, ya sea dentro o fuera del escenario.

Ensayo del conjunto Los Príncipes.Mayo de 2012, Santiago.Imagen colección personal del autor.

      La presente investigación se enmarca entre los años 1990 y 2010, un período de intenso cambio en la sociedad chilena. Aunque en varias partes aludo al período que va desde 1930 a 1970 (capítulos 2, 4, 5 y 7), el estudio de esta época tiene por objeto explicar procesos ocurridos posteriormente, no centrar la discusión en el pasado. Las fechas de 1990 y 2010 corresponden a hitos fundamentales para el país y en particular para la sociedad santiaguina, que en esos años vive transformaciones que no había tenido en medio siglo.

      El año 1990 marca la llegada de la democracia, una nueva era social, política y cultural que cierra el fin de una dictadura de diecisiete años durante la cual la diversidad cultural fue intervenida y maniatada. Al instalarse el régimen militar, los lugares de baile y los horarios permitidos para la diversión pública fueron restringidos (por más de una década) y la institucionalidad cultural para el rescate, difusión y preservación de la música chilena fue cancelada en favor de una política cultural no consensuada. A partir de 1990 se flexibilizan los horarios de diversión, se crean estímulos a la creación (como el Fondo Nacional de las Artes, Fondart, creado en 1992), reaparecen o nacen algunos locales de baile, se desarrollan políticas de fomento de la mujer (ine y sernam 2004) y se implementan nuevas medidas de planificación urbana que reconfiguran socialmente el centro de la capital. Además, se crean centros culturales de gran dimensión (Mapocho, Balmaceda, Chimkowe) y nace la primera Comisión para la Cultura, encargada de proponer una institucionalidad cultural. Esto deriva en la creación de una nueva estructura cultural que rige a partir de 2004 (Garretón 2008) y que es el eje en torno al cual se desarrolla la cultura hoy. Es la época de la “democratización de la cultura”, cuyo rasgo principal es “eliminar los residuos más destacados de lo que fue la política cultural de la dictadura” y “responder a la naturaleza de un proceso de democratización política en el campo de la cultura” (Garretón 2008: 84).

      Desde el punto de vista político, historiadores, sociólogos y antropólogos coinciden en referirse al período 2000-2010 como una época de intenso cambio y profundo malestar social. Si bien los años noventa son un período de ajuste y nostalgia por el pasado, varios aspectos fundamentales de la dictadura se mantienen casi intactos, como la Constitución Política, el modelo económico de libre mercado, el sistema electoral, la centralización del país en la capital y la hegemonía de una elite económica por sobre la ciudadanía (Garretón 2012). Como expresa el sociólogo chileno Manuel Antonio Garretón en 2007, lo que ocurre es que

      estamos atados todavía a una cierta época, no hemos dado el salto que nos permita pensar en el país como un proyecto hacia el futuro que recoge la memoria del pasado. Estamos atados a las herencias y trampas del pasado, en lo que podríamos llamar la época postpinochetista (p. 208).

      En el campo de la música la época pospinochetista es una etapa de cambio. En este período aumenta el consumo cultural de la población (INE 2006, Cfr. Torche y Catalán 2005), la tenencia de objetos culturales —incluyendo instrumentos (CNCA 2007)—, se crea el Premio Altazor de las Artes Nacionales (2000), resurgen los actos culturales públicos masivos (que derivan en la instalación de “carnavales culturales” desde 2001) y aparecen


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