Pego el grito en cualquier parte. Christian Spencer Espinosa
de los personajes que estructuran y pueblan su narración (Clifford en Rice 1994: 9-19).
Las experiencias que configuran mi “verdad etnográfica” son el resultado de más de siete años de trabajo académico en la ciudad en que nací y me eduqué, Santiago de Chile. Hacer una etnografía en este lugar ha sido un proceso extraordinario y complejo que ha significado una vivencia dual de la cueca: por un lado, una actividad académica constantemente guiada por la búsqueda de explicaciones y, por otro, una rutina del diario vivir, usando la expresión de Ferrándiz (2011), donde tocar, cantar y bailar se fue volviendo lentamente parte de lo ordinario y no de lo extraordinario de mi vida. A pesar de su dificultad, esta dualidad me permitió desarrollar un producto intelectual y al mismo tiempo insertarme en una cultura conocida que no había sido observada antes con una mirada etnográfica (Ferrándiz 2011: 10, 13; Myers 1992b; Spradley 1979: 21).
Mi historia personal con la cueca es similar a la de muchos amantes del género. La conocí en la etapa escolar primaria o básica (6 a 14 años), cuando fui obligado a bailarla para las clases de Educación Física de 1984, mientras cursaba mi educación secundaria en el Liceo B-42 “Mercedes Marín del Solar”, ubicado en la comuna de Providencia. Dado que la cueca había sido oficializada como baile nacional en 1979, su aprendizaje era parte del contenido obligatorio de preparación física, así que aprendí sus pasos básicos y me vi obligado a escuchar su canon folclórico. Sin embargo, luego me mantuve alejado de ella por considerarla difícil y costosa de implementar por sus trajes típicos. En ese momento, a mis once años, no entendía que esa música estaba relacionada con el nacionalismo y la dictadura de Pinochet, que ni mis familiares ni yo compartíamos, pero sí pensaba lo que todos mis amigos: que era mecánica y solo servía para entrenar el cuerpo de modo folclórico.
Veinte años después, en 2004, me llegó el rumor de que algunos jóvenes se juntaban a bailar cueca en locales del centro de la ciudad. Bailaban sin trajes folclóricos típicos y con instrumentos en mano. Cualquiera puede tocar y bailar, sin importar la ausencia de escenario, me dijeron. Partí entonces a ese lugar en enero de 2005 y me encontré con la sorpresa de que, en efecto, la gente cantaba y bailaba con guitarras y teclados sin ánimo escénico, de modo espontáneo. El conductor de esa reunión era Hernán “Nano” Núñez, uno de los cultores más importantes del siglo xx, que se paseaba por los pasillos de madera de una casona vieja convertida en restaurante. Ese mismo día comencé a bailar la cueca urbana y a interesarme en el lugar donde se produce el baile, un sitio que con el tiempo se convirtió en el espacio más conocido de cueca urbana en Santiago: El Huaso Enrique, ubicado en la calle Maipú 462, en pleno centro de la capital.
En 2005 inicié mi Doctorado en Musicología en la Universidad Complutense de Madrid, España, con la idea principal de realizar un trabajo sobre la cueca en la etapa nacionalista (1910-1940). Sin embargo, en el camino fui descubriendo nuevas fuentes que me hicieron notar que la discusión sobre la cueca se remonta más atrás, hacia la década de 1830. Se despertó entonces mi curiosidad histórica y me convencí de convertir la cueca en mi tema de investigación, pero separándola en dos etapas: siglo xix y siglo xx. Entre 2006 y 2007 escribí mi Diploma de Estudios Avanzados (DEA) sobre la zamacueca como representación de lo nacional durante el siglo romántico, y luego publiqué algunos artículos relacionados (Spencer, 2007, 2008, 2009a, 2009b y 2010). Al año siguiente entregué mi proyecto de tesis para comenzar a trabajar sobre la cueca urbana de la segunda mitad del siglo xx.
Una vez que inicié el proceso formal de mi tesis doctoral (2008) me fui dando cuenta de que el trabajo de campo y su escritura eran una experiencia de transformación personal. Aunque uno de los objetivos de mi tesis era comprender el concepto de tradición entre 1990 y 2010, me fui interesando cada vez más en conocer cómo viven las audiencias la experiencia de bailar y cantar cueca. Mi impresión inicial fue que había un modo de bailar y cantar que representaba una nueva cultura festiva y corporal liderada por una generación de jóvenes que tiene otra actitud frente a la música local. No son nacionalistas, pero respetan y utilizan el concepto de “patria”; rechazan al huaso por ser un arquetipo hegemónico, pero lo reemplazan por el roto; y poseen un compromiso tan profundo con la cultura popular que están dispuestos a llevar la misma vida que llevaron los viejos cultores con tal de sentirla en primera persona. Son los nuevos cuequeros de la Región Metropolitana y el puerto.
Mientras conocía a los protagonistas de la escena fui descubriendo que la transformación que ellos viven era la misma que estaba teniendo yo. Ese acto de autoconciencia fue tal vez uno de los momentos más importantes de mi experiencia como etnomusicólogo porque con él se derribó la barrera que separaba mi “objeto” de estudio de mi “yo” investigador. Cuando me di cuenta decidí llevar la vida que llevan los músicos (y sus audiencias), frecuentar los lugares que ellos frecuentan, escuchar la música que ellos escuchan y bailar y tocar siempre que se me presente la posibilidad. En definitiva, tomé participación activa en la tradición que estaba estudiando y la convertí en algo propio. Mi interés entonces ya no tenía que ver con los músicos de la escena, sino con mi propia fascinación por la práctica musical. De esta forma pasaron las semanas y los meses y así, en el largo proceso de conocer la cueca desde la gente, comprendí que el foco de mi trabajo no era el texto de la cueca —como hice con el siglo xix—, sino el significado de las experiencias vividas por los músicos en su proceso de adaptación y transformación de la tradición. Me di cuenta entonces de que las historias personales y académicas se funden y confunden como si fueran las sombras que unen el pasado y el presente —como recordaba Cooley— y comencé a hacerme preguntas que con el paso del tiempo se convirtieron en la guía de mi trabajo: ¿cómo entienden los músicos la tradición? ¿En qué se parece la idea de tradición de los jóvenes a la de los viejos? ¿En qué momento nace el deseo de recuperarla? ¿Qué relación hay entre la tradición y los cambios políticos y sociales del país? ¿Por qué los músicos se sienten protagonistas de un cambio de paradigma cultural? ¿Qué cambio es ese y en qué medida puedo aportar a él? ¿Cómo puedo convertirme yo en músico de cueca? ¿Cuál repertorio es tradicional y cuál no? ¿Debo escribir un texto para mí, para los músicos que conozco o para una universidad? ¿Qué van a pensar los músicos si escribo para instituciones y no para personas? Con estas preguntas en mente y luego de tres períodos de campo en Santiago, concluí que la cueca es un universo de sentidos que está unido a una práctica social que comporta elementos musicales, poéticos y bailables que son aprehensibles solo desde dentro.
En la primera etapa de mi investigación me concentré en bailar en prácticamente todos los sitios de cueca de Santiago y Valparaíso (2008-2009). Esa época está marcada por una estricta observación no participante (histórica), que se fue transformando gradualmente en observación participante (etnográfica). Recorría diariamente los espacios de baile de la ciudad y llevaba la vida y los horarios (nocturnos) de los músicos de cueca y sus audiencias. Entonces desarrollé la costumbre de caminar por el centro histórico de Santiago, práctica que reconfiguró totalmente mi visión de la ciudad como espacio aburrido, monótono y gris donde “no pasa nada”, para convertirla en una visión de la urbe como motor cultural, pleno de vida, y diversidad étnica y cultural. Convirtiendo la cueca en mi vida descubrí la ciudad en la que yo mismo había vivido más de treinta años.
La segunda etapa de mi trabajo de campo transcurrió ensayando textos y tratando de componer mis propias cuecas, sin conseguirlo del todo (2009-2010). Comencé a interpretar y cantar la cueca urbana de acuerdo con lo que había observado y, llevado por esa inquietud, entre 2009 y 2010 formé en Madrid un dúo cuequero con Andrés Pinto, músico chileno formado en la Universidad de Chile que hizo un posgrado en la misma ciudad y que llevaba algunos años cantando cueca. Con él canté y toqué tres veces a la semana durante casi un año en el bar chileno El Regreso del Winnipeg, teniendo como público regular a unas diez o quince personas de distintas nacionalidades. Esta experiencia me permite comprender técnicamente lo que significa cantar y —sobre todo— la importancia de avivar o animar a la gente. Una vez de vuelta en Chile, en 2011, repito esta experiencia durante algunos meses en el bar restaurante El Rincón de los Canallas con Gonzalo Contreras, ingeniero en sonido y músico coquimbano radicado en Santiago. Esta segunda experiencia me permitió aproximarme a la función que la cueca cumple en espacios urbanos dominados por la música en vivo, pero gestionados por sus propios dueños. Además, me mantuvo dentro