2020 (antes y después). Eduardo Cavieres Figueroa

2020 (antes y después) - Eduardo Cavieres Figueroa


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igualmente de una Edad Media real. Revueltas, imaginación, proyecciones sociales hacia un mundo siempre pensado y deseado, que igualmente se puede convertir en realidad. Una utopía posible. ¿Solo utopía? Se trata del complemento de la literatura medieval más socorrida y exitosa. A ella se refiere Ana Rodríguez, investigadora en el Instituto de Historia del CSIC español. Los informes escritos por funcionarios medievales explican los entresijos del funcionamiento oficial, las jerarquías entre altos mandos y la lucha por recursos y privilegios. Sería difícil no atribuirle una cierta credibilidad, pero, a vuelta de página el mismo funcionario se arranca a contar con todo detalle una historia de vampiros, de aparecidos o de ambas cosas. ¿Se ha entrado al terreno de la literatura? ¿Se trata de pura ficción? Sin embargo, nos dice Rodríguez, multitud de escritos medievales, muchos de ellos fuentes cruciales para los medievalistas, se movieron libremente y sin aparente contradicción entre ambos mundos. Agrega:

      El valor histórico de los textos medievales, con su hibridación y sus múltiples lecturas, fue una cuestión destacada en los debates que, desde la lingüística posestructuralista, plantearon en las décadas finales del siglo pasado que el objetivismo era una ilusión; la apariencia de realidad, una construcción del discurso; la restitución del pasado a través de los textos, una quimera, y, en definitiva, que la historia era inevitablemente una forma de literatura. En un intenso y agrio debate como fue éste, con graves acusaciones morales entre defensores y detractores, la naturaleza opaca de los textos medievales proporcionaba un ejemplo inmejorable. Sus peculiares rasgos —ya saben, el informe del funcionario con las historias de vampiros— fueron munición para argumentar que la narrativa no es inocente y no es posible un acceso directo a los hechos del pasado. Así y todo, es la fuerza del relato en la representación del pasado, al margen de clasificaciones y géneros, lo que nos hace la lectura de los escritos medievales al tiempo difícil y apasionante, otorgando un atractivo especial al repositorio de estereotipos y representaciones que han llegado a nuestros días: el del buen caballero, el gobernante malvado, el clérigo rácano y lujurioso, el campesino hereje y tantos otros. Y magos, bosques y encantamientos9.

      Entre lo real y lo ideal, así también se desarrollan las actitudes, más sociales que individuales, ante la muerte. La magnífica obra de Le Roy Ladurie sobre Montaillou, llega solo hasta el año 1324, veinte y cuatro años antes de la Peste Negra de 1348. El mismo Le Roy se pregunta si es que esta oleada de pestes, producidas a partir de 1348, habría inducido a una toma de conciencia rústica sobre la muerte a propósito de las angustias del contagio. No hay respuesta, pero sí afirmaciones como que la clasificación de las enfermedades era de una indigencia notable o que la sintomatología dominaba sobre la etiología. Lo que contaba para esos individuos no era la enfermedad (un epifenómeno) sino la muerte: “la muerte monda, desprovista de frases, que cae como una cuchilla, sin anunciarse, o al menos sin que nuestros testigos nos informen de sus anuncios. Mata al joven o al adulto en pleno vigor, que habrán de hacer su hatillo sin tiempo de llegar a viejos”10. Existían estructuras sociales frente a la muerte, mucho menos desarrolladas de lo que serán en el siglo XVIII, y entre ellas se distinguía el buen morir. Los campesinos de Montaillou, nos dice Le Roi Ladurie, «saben prepararse para la muerte próxima con pleno conocimiento de causa, a condición de que la enfermedad les deje un mínimo de conciencia», y concluye, señalando:

      Preocupación cultural y colectiva, por tanto, pero también, en última instancia, preocupación cristiana, católica incluso en el sentido tradicional del término. Y ello, a pesar de la diferencia final de las opciones. Desde luego, nuestros campesinos no son hugonotes que dialogan solo con Dios; necesitan un mediador para ganar el cielo. Mediador-cura para aquellos que permanecen en la ortodoxia católica. Mediador-hombre bueno para aquellos que, como Na Roqua y los montalioneses, ya no tienen confianza en los rectores o en los Hermanos menores, a quienes consideran definitivamente corrompidos. Entre Dios y su criatura debe interponerse, por tanto, una tercera persona. Sacerdote para unos. Perfecto para otros. A ser posible, uno muere rodeado por las personas de la domus y de la parentela; pero se muere, primero y ante todo, acompañado por un intercesor que se ha escogido (según el credo de los lugares y de los momentos), herético u ortodoxo: hombre- bueno o sacerdote, porque el ideal sigue siendo no morir solo, y salvarse11.

      Posiblemente, el azote de la peste negra de 1348, que seguramente alcanzó a muchos de estos hombres, mujeres y niños caracterizados por Le Roi Ladurie, debe haber provocado angustias y miedos impactantes, pero que no cambiaron, en definitiva, estas actitudes y estructuras sociales ante la muerte. No, al menos, durante los próximos siglos y la entrada a la modernidad12.

      II. Podríamos avanzar refiriéndonos a cómo se fueron prolongando estas situaciones sociales a partir de los siglos XIV y XV a través de referencias a algunos de los más destacados pensadores que se encuentran en los umbrales de las puertas que cerraban (artificiosamente) la Edad Media y permitían, al mismo tiempo, entrar a la modernidad; es decir, desde la sociedad al Estado moderno. Por cierto, no hay cronología posible al respecto. ¿Cómo podría definirse la Magna Carta de las Libertades del 15 de junio de 1215? El poder del Rey fue limitado y sujeto a los derechos y protección del pueblo, el acceso a la justicia y la capacidad de fijar impuestos solo por el Parlamento. Principio elemental: nadie está sobre la ley, ni aún el Rey.

      Nuestro análisis ha seguido los caminos propios de la sociedad como conjunto, pero visualizada a través del pueblo, de los pobres, los campesinos, los trabajadores. Si la mantención de las ideas vinculantes al mundo clásico e incluso anterior se canaliza a través de clérigos e intelectuales, la materialización de ellas y especialmente respecto a las igualdades, se hace fuerte en todo tipo de movimientos populares. La Magna Carta de 1215 no es para ellos, pero los imaginarios no solo no desaparecen, sino se expanden.

      Podemos ubicarnos en la Inglaterra del siglo XVII. Anteriormente, nos hemos referido a ella al situar el tiempo de Hobbes. La “revolución gloriosa” fue la culminación de un proceso anterior que determinó, en definitiva, el nuevo consenso social mediante el cual el pueblo cedió, parte de sus derechos y sueños respecto al futuro, a la nueva relación entre parlamento-monarquía. En términos concretos, más que orígenes del Estado moderno, observamos que se trata de la puesta en marcha del mismo, proceso que se complementará, desde otras perspectivas, con la Revolución francesa y las transformaciones políticas del siglo XIX. El período anterior a 1688, más específicamente el tiempo de la dirigencia de Oliver Cromwell, fue el momento en que en términos muy claros parte de los ideales milenaristas volvieron a estar presentes aun cuando fuese más por temores que por convicciones.

      Sobre Oliver Cromwell y su gobierno mucho se ha escrito. Opto más bien por una síntesis de un largo y comprensible escrito destinado a un público amplio, conocido, al menos en su primera de cuatro partes a través de las páginas de El País de Madrid13. Oliver Cromwell, pariente lejano de Thomas Cromwell, hacia los 30 años, fue elegido para ocupar un asiento en el Parlamento. Permaneció poco más de un año, como representante de una clientela influyente. Los tiempos lo llevaron a una reconversión religiosa tornándose un defensor puritano en una de las versiones más radicales. Se identificó con grupos «independientes» o «inconformistas», que defendían una Reforma protestante y que la Iglesia de Inglaterra abandonase todos los residuos del catolicismo. Se convirtió en un personaje apreciado en los influyentes círculos puritanos y en noviembre de 1640, le ofrecieron la posibilidad de volver al Parlamento, convocado nuevamente tras una década.

      Por otra parte, Carlos I había ascendido al poder en 1625, y tras años de conflictos con el parlamento, el 4 de enero de 1642 irrumpió en este para disolverlo. Los parlamentarios se negaron a someterse. En paralelo había estallado la guerra en Irlanda y seguía la insurrección escocesa: el Norte de Inglaterra quedó en manos de la monarquía y el Sur en las del Parlamento. Se trata de la primera guerra civil. Desde el parlamento, Cromwell, sin experiencia militar, inició una ascendente carrera que, sumando victorias y ascensos, le permitieron organizar, en 1645, el llamado New Model Army. Los puritanos ganaron presencia, especialmente en los mandos con contacto directo con las tropas. La victoria parlamentaria fue rápida. Carlos I se rindió en 1646. No había intención de destronarlo y se pedía que accediese a renunciar a parte de su poder. Dentro del ejército existían grupos extremistas de toda condición, algunos minoritarios, pero cercanos a posturas republicanas que podrían ser definidas como antecedentes del


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