Más patatas y menos prozac. Kathleen DesMaisons

Más patatas y menos prozac - Kathleen DesMaisons


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a ponerte manos a la obra. A veces comes de forma compulsiva. Has subido de peso. Parece que no tienes autodisciplina. A menudo te sientes deprimido y abrumado.

      Es posible que hayas consultado con tu médico o que hayas buscado consejo de tu sacerdote o pastor, o de un psicoterapeuta. Probablemente te hayan recetado Prozac o algún otro antidepresivo. Tal vez las cosas mejoraron un poco durante un tiempo. Pero algo sigue yendo mal. Tu vida aún no es como quieres que sea y parece que no puedes encontrar una respuesta efectiva.

      Si esta descripción se ajusta a tu caso, quizá seas sensible al azúcar. Es posible que tu organismo responda a los azúcares y ciertos carbohidratos (como el pan, las galletas, los cereales y la pasta) de manera diferente a como lo hace el organismo de otras personas. Esta diferencia, de tipo bioquímico, puede tener un gran efecto en tu estado de ánimo y tu comportamiento. La forma en que te sientes está fisiológicamente relacionada con lo que comes... y cuándo lo comes.

      Conozcamos la historia de Emily:

      Tenía sobrepeso, estaba deprimida y me sentía exhausta todo el tiempo. Tenía mucho que agradecer en mi vida, pero algo iba mal. ¿Por qué no me sentía mejor conmigo misma? ¿Por qué no podía vencer en mi batalla contra esos nueve kilos de más? ¿Por qué no tenía energía para hacer más en la vida? Estaba muy desanimada.

      Bebía varias tazas de café al día, tomaba ositos de gominola como tentempié y comía alimentos saludables como pasta, verduras y frutas. Evitaba las grasas y los postres ricos en calorías. A veces picaba durante todo el día; en otras ocasiones, me saltaba comidas y comía una sola vez al día. Aunque había probado muchas dietas, siempre recuperaba el peso perdido. Empezaba un programa de ejercicio, lo mantenía durante unas semanas, y finalmente dejaba la dieta y también el ejercicio. Aún tenía sobrepeso, y odiaba que esto fuera así. Me sentía una fracasada en esta área de mi vida y me avergonzaba por ello.

      A menudo no podía dormir y me invadían sensaciones de ansiedad. A veces mi corazón comenzaba a latir aceleradamente sin ningún motivo. Tenía estallidos de llanto o ira repentinos. Probé con ir a terapia, pensando que todo lo que ocurría era que yo «no estaba bien». Pero no fue suficiente.

      Entonces fui a mi médica y le conté mi larga lista de problemas. Pareció preocupada y encargó una serie de exámenes. Yo también estaba preocupada. Tal vez se me había adelantado la menopausia; incluso temía que pudiese tener un tumor cerebral. Una semana después me llamó. «Tengo buenas y malas noticias –me dijo–. La buena noticia es que no estás entrando en la menopausia y que tampoco tienes un tumor cerebral. La mala noticia es que no sé lo que está pasando. Los resultados de las pruebas de laboratorio y del examen físico son normales».

      Frustrada y deprimida, Emily entró en mi consulta privada, en la que atendía casos de adicciones alimentarias. Me dijo que era una exalcohólica que hacía nueve años que no bebía y que había oído que yo usaba la nutrición para ayudar a las personas que tenían síntomas como los suyos. Tras escuchar su historia y hacerle algunas preguntas sobre sus antecedentes y sus hábitos alimentarios, supe cuál era el problema. Era el mismo que había detectado una y otra vez en mujeres y hombres que entraban por la puerta buscando ayuda para combatir la ingesta compulsiva, el alcoholismo, la drogadicción o el mismo conjunto extraño de síntomas que tenía Emily, síntomas que no habían respondido a otros tratamientos.

      Emily no padecía depresión clínica ni estaba sufriendo los efectos de una mala infancia. No tenía una voluntad débil ni era perezosa. Era sensible al azúcar. Había heredado un tipo de química corporal que hacía que fuese más vulnerable que sus amigos a las alteraciones del estado de ánimo de los alimentos dulces y los productos elaborados con harina refinada. Estaba atrapada en un círculo vicioso de altibajos emocionales controlados por sus niveles de azúcar en sangre y su química cerebral. El cuerpo de Emily respondía al azúcar como si fuera una droga.

      La sensibilidad al azúcar te convierte en el doctor Jekyll y el señor Hyde. Es como si dos personas diferentes estuviesen viviendo en el mismo cuerpo. De un momento a otro, la aguda sensibilidad y la apertura del individuo se convierten en mal humor e irritabilidad. La confianza y la creatividad se esfuman y son reemplazadas por la baja autoestima y la desesperanza. La visión en cuanto al futuro se disipa en la frustración derivada de no ser capaz de seguir adelante.

      Este pimpón emocional permanece inexplicable si no se entiende la sensibilidad al azúcar. Al igual que Emily, millones de personas que han heredado un cuerpo sensible al azúcar están atrapadas en el dolor de no entender un problema que controla sus vidas. Quienes son sensibles al azúcar parecen saber instintivamente que algo está mal, pero desconocen qué puede ser.

      ¿Te sientes así? En este caso, tu intuición puede ser acertada. Si eres sensible al azúcar, no eres inherentemente alguien carente de voluntad o autodisciplina. Tu comportamiento refleja una química corporal desequilibrada que has tratado de corregir inconscientemente «automedicándote» con azúcares y carbohidratos simples.

      Tu sensibilidad al azúcar es un problema que has heredado. No lo creaste tú. No es culpa tuya. Además, es un problema que se puede resolver. Tengo una respuesta que llevas mucho tiempo buscando. La solución a la sensibilidad al azúcar tiene mucho sentido. Cuando vayas comprendiendo cómo funcionan tus niveles de azúcar en sangre y las sustancias químicas de tu cerebro y cómo interactúan, comenzarás a apreciar el poder de tu propio cuerpo. En lugar de que tu química corporal lleve la voz cantante, empezarás a decidir tu propia vida. Encontrarás una explicación directa al comportamiento con el que has tenido problemas durante tanto tiempo y hallarás una solución basada en darle a tu cuerpo los tipos de alimentos que necesita para mantener tus emociones en equilibrio y tener una buena vida.

      Este libro cuenta la historia de la sensibilidad al azúcar y cómo encontrar el brillo derivado de tener la bioquímica corporal equilibrada y al propio servicio.

      La historia de la sensibilidad al azúcar proviene de mi propia historia personal y de mi trabajo con miles de pacientes en tratamiento por sus adicciones. Después de una larga carrera en el ámbito de la salud pública, creé un centro de tratamiento de las adicciones en 1988. Quería hacer algo que tuviese repercusión en la vida de la gente. La tasa de recuperación típica del alcoholismo era, y sigue siendo, muy baja. Quienes seguían un tratamiento recaían, una, otra y otra vez. Aunque los expertos en adicciones habían probado muchas alternativas, el panorama seguía siendo bastante sombrío. Una tasa de éxito del 25 % se consideraba buena. Pero no estaba dispuesta a aceptar la idea de que no podría ayudar a tres de cada cuatro personas que acudieran a mi clínica. Sabía que tenía que haber una mejor manera, y me propuse encontrarla.

      Mi determinación de superar las probabilidades tenía su origen en mi historia personal. Cuando tenía dieciséis años, mi padre murió de alcoholismo a los cincuenta y uno. Era un hombre brillante y sensible que no supo abandonar la bebida. Dicen que le encantaba irse de juerga cuando era joven; cuando llegó a la mediana edad, se bebía una botella de vodka de 750 ml todos los días.

      Mi padre estuvo sin beber durante un año, el de mi undécimo cumpleaños. Era militar de carrera en la Fuerza Aérea estadounidense y sus superiores habían amenazado con inhabilitarlo si no dejaba de beber. Siguió un programa de desintoxicación y rehabilitación por primera vez. De hecho, fue la única vez que siguió uno. Recuerdo bien ese año. Estando sobrio mi padre, la vida era mucho mejor para todos nosotros. Todo lo que había soñado en secreto estaba sucediendo, y finalmente vivíamos como una familia normal.

      Un año después, a pesar de estar sobrio, lo dieron de baja de la Fuerza Aérea por alcoholismo. Las evaluaciones laborales anteriores lo habían perseguido y la Fuerza Aérea no reconoció su compromiso con la sobriedad, o tal vez no le dio crédito. Al perder su trabajo, la cuerda de salvamento de mi padre fue cortada. Su sobriedad y la nueva estabilidad de nuestra familia degeneraron rápidamente. Cinco años después estaba muerto.

      Me llevó veinticinco


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