Más patatas y menos prozac. Kathleen DesMaisons

Más patatas y menos prozac - Kathleen DesMaisons


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Y mil dietas fallidas me habían convencido de que era un ser miserable que no podía hacerlo bien. Pero como tenía éxito en el exterior, escondía mis sentimientos de desesperación y dedicaba incluso más horas al trabajo.

      Sin embargo, mientras trabajaba con nuestros pacientes, comencé a sentirme sutilmente atraída por la recuperación a otro nivel. No advertía que todas mis células estaban predispuestas al alcoholismo, pero que al estar ausente el alcohol, el -ismo se manifestaba de otras maneras. En aquel entonces no le había dado un nombre a mi historia todavía, pero comencé a ver que tendría que vivir los principios que estaba enseñando. No quería limitarme a enseñar a los demás a recuperarse; también quería recuperarme yo.

      Esto significaba que tenía que afrontar mi pasado. Comencé a aprender lo que significaba ser la hija de un alcohólico, lo que significaba ser codependiente y cómo el hecho de interpretar el papel de heroína –asumir la responsabilidad de las necesidades de los demás en lugar de las propias– había moldeado mi desarrollo profesional. También me di cuenta de que el hecho de no beber no había sanado las cuestiones más profundas. Que hubiese acabado estando al cargo de un centro de tratamiento del alcoholismo no había sido accidental. Por la gracia de algo mucho más grande que yo, seguí con el proceso, trabajando en mí misma mientras trabajaba con los hombres y las mujeres que venían a la clínica. Y ello dio forma a mi propio proceso de desarrollo.

      Los doce pasos que se originaron en Alcohólicos Anónimos ponían énfasis en la rendición a un «poder superior». La idea de rendirme a un poder superior no funcionó en mi caso, pero rendirme a algo «más profundo» sí. Entregué mi vida a ese algo más profundo y pedí ayuda a partir de mi propia comprensión de lo divino.

      Un día, de una forma que me pareció casual en ese momento, oí de boca de una amiga que había estado siguiendo un plan alimentario que le había ido muy bien. Lo probé. Empecé a perder peso, lo cual me sorprendió y me gustó. Pero aún más sorprendente fue lo que sucedió con mis antojos, mi estado de ánimo y mi comportamiento. Dejé de ansiar el dulce. Mis altibajos emocionales cesaron. Ya no me sentía confundida o espesa en ciertos momentos del día. Pasé a ser capaz de pensar con claridad. Lograba acabar lo que empezaba. Me ponía metas y avanzaba hacia ellas sin luchar constantemente por mantenerme enfocada.

      Como había hecho tanto trabajo interior, sabía que los cambios que estaba experimentando no eran psicológicos. Eran fisiológicos. No había recuperado el control sin más. Había sucedido algo en mi cerebro y en el resto de mi cuerpo, y sentí como si hubiese encontrado la conexión perdida que había estado buscando. Había cambiado mi forma de alimentarme –ingería más proteínas y menos azúcares y almidones (de hecho, tomaba más alimentos que antes) y comía a intervalos regulares– y la consecuencia fue que experimenté un gran cambio en mi bienestar físico y emocional. Comencé a preguntarme si, siendo hija de un alcohólico, había heredado la química corporal de un alcohólico. Quizá los alcohólicos y los adictos al azúcar como yo eran hipersensibles al azúcar. Quizá mi cuerpo ansiaba fisiológicamente el azúcar de la misma manera que el cuerpo de mi padre había ansiado fisiológicamente el alcohol. En caso de ser así, razoné, ¿no sería esto también aplicable a mis pacientes alcohólicos y adictos?

      Me dirigí a ellos. Al preguntarles a esos hombres y esas mujeres qué tipo de alimentos comían, sus respuestas no me sorprendieron. Los hábitos alimentarios de mis pacientes se parecían mucho a mis patrones alimentarios anteriores. ¡No es extraño que sintiera un vínculo tan grande con ellos! Casi ninguno desayunaba; pocos tomaban comidas regulares; la mayoría ingerían un porcentaje muy alto de pan blanco, pasta y cereales, y todos comían una gran cantidad de dulces. Cada vez que hablaba con pacientes que no habían podido mantenerse sobrios, descubría que estaban comiendo principalmente alimentos dulces.

      Casi de inmediato, incorporé la conciencia nutricional como uno de los pasos hacia la recuperación en mi clínica. Elaboré un plan alimentario para las personas sensibles al azúcar, basado en proteínas, carbohidratos complejos (como el trigo integral, las patatas con piel y el arroz integral), frutas y verduras. Dicho plan alimentario era simple, fácil y asequible. Y continuamos con las otras partes del tratamiento, que incluían el trabajo de los doce pasos, el asesoramiento y la educación. Estaba segura de que el plan alimentario funcionaría. También incorporé un componente educativo, dirigido a sanar los comportamientos adictivos de mis pacientes.

      Les informaba de que el plan de alimentación no era una dieta, sino una forma de comer de por vida. Les explicaba mi teoría sobre la sensibilidad al azúcar y cómo dicha sensibilidad podría estar predisponiéndolos al alcoholismo. Cuando les decía que comer azúcar podía ser que estuviese boicoteando su recuperación de la adicción al hacer que ansiaran el alcohol, prestaban atención. Después probaban el plan alimentario, y obtenían resultados notables.

      Al cambiar su forma de alimentarse, la vida de los pacientes empezó a mejorar en varios aspectos. En comparación con otros que habíamos atendido en la clínica, superaban los síntomas de la abstinencia con mayor rapidez y les causaban menos molestias. Su estado de ánimo se apaciguó. Sus antojos disminuyeron. Su energía aumentó. Estaban más entusiasmados y comprometidos que nunca con su recuperación. Personas que nunca habían sido capaces de alcanzar la sobriedad comenzaron a lograr este objetivo y se mantuvieron sobrias.

      Después de utilizar el plan de alimentación con varios cientos de alcohólicos y drogadictos, hombres y mujeres por igual, descubrí que estábamos consiguiendo un éxito inusual. Nuestros registros me indicaban que era hora de explicar científicamente los cambios que estaba obteniendo con mi plan alimentario. Decidí dejar el trabajo y vender la casa para comenzar a trabajar en mi doctorado.

      Mi investigación para el doctorado me llevó a consultar revistas profesionales y libros de texto académicos sobre nutrición, endocrinología, psicofarmacología y psiquiatría, y también sobre las adicciones. Aprendí sobre el amplio abanico de efectos del azúcar en sangre y el potente impacto emocional de ciertas sustancias ­químicas cerebrales, que pueden desequilibrarse a causa del consumo excesivo de azúcar.

      Una de estas sustancias químicas del cerebro, la serotonina, estaba adquiriendo cierta popularidad gracias a la aparición del Prozac, un antidepresivo que aumenta los niveles de serotonina y brinda sentimientos de optimismo, creatividad y tranquilidad. Para mi sorpresa, la otra sustancia química cerebral sobre la que me estaba informando, la betaendorfina, era tan crucial para el bienestar emocional como la serotonina, pero nadie hablaba de ella fuera de los círculos científicos. Mis lecturas me mostraron que la betaendorfina tiene un impacto directo en la autoestima, la tolerancia al dolor (incluido el dolor emocional), la sensación de conexión con los demás y la capacidad de asumir la responsabilidad personal de actuar. Más adelante te lo contaré todo sobre esta sustancia química cerebral tan increíble. Antes quiero relatarte el final de mi historia.

      Mientras trabajaba en el doctorado, descubrí que todos los hechos bioquímicos que estaba aprendiendo coincidían con los resultados que había visto en mi centro de tratamiento, y que ello permitía narrar una historia bien escrita y convincente. Mi investigación confirmó mis sospechas y el nombre que le había dado a la historia de lo que vi: algunas personas eran realmente sensibles al azúcar, y la sensibilidad al azúcar tenía una base científica rigurosa. Me sorprendió que nadie se lo estuviera contando a la gente.

      Para mi tesis doctoral, realicé un estudio con el fin de medir el efecto de mi plan alimentario con los participantes más difíciles que pude encontrar: los conductores ebrios reincidentes. Se trataba de personas, en su mayoría hombres de mediana edad, que no habían podido mantenerse sobrios a pesar de las grandes sanciones judiciales que se les habían impuesto y de la formación y el asesoramiento intensivos que habían recibido. Todos ellos habían pasado por un programa completo de cuarenta horas destinado a individuos que habían delinquido por primera vez, habían pagado miles de dólares en multas y honorarios, y ahora se les había quitado


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