Sexualidad y muerte: Dos estigmas clínicos. Mónica Biaggio
p. 149.
19- Miller, J.-A., La angustia lacaniana, Paidós, Buenos Aires, 2007.
20- Miller, J.-A., El lenguaje, aparato del goce, Colección Diva, Buenos Aires, 2000.
21- Lacan, J., Seminario 27, “Disolución”, clase 6, inédito.
La negación: cómo decir lo imposible
En el día de hoy es imposible no hacer referencia a la catástrofe sufrida en La Plata donde, a diferencia de la inundación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el acontecimiento dramático –de la ciudad de La Plata– tuvo como distinción el haber sido un acontecimiento imprevisto. Si bien había sido anunciada la alerta meteorológica como otras veces, en esta oportunidad desembocó en semejante tragedia. La sorpresa, la mala sorpresa, a muchos no les permitió prevenir y salvar sus vidas.
Es así como podemos definir lo real. Un acontecimiento que marca un antes y un después en la vida de la gente. Igualmente, es válido aclarar que no todos los reales son iguales. Pero los reales que suceden a partir de una catástrofe son absolutamente imprevistos, sorpresivos.
Volviendo a las inundaciones, ninguna donación, ni préstamo ni resarcimiento económico puede volver el tiempo atrás y borrar las marcas que a nivel del psiquismo y del cuerpo dejaron.
La solidaridad, el hombro a hombro, la mano extendida ayuda a velar ese real y hacer que cicatricen esas heridas.
Veía por televisión a la gente barriendo el agua que les llegaba a las rodillas, como si fuera posible. Hay quienes frente a lo real quedan paralizados y otros en cambio, como este caso que les comento, hacen algo en un afán desesperado por remediar lo que ocurrió.
¿Cómo decir este real? No se puede. Porque nada de todo lo que puedan decir quienes vivieron esto puede dar cuenta de lo que efectivamente fue. Solo lo bordean.
No se puede decir lo real, porque tampoco se puede decir la castración. La castración a esta altura no es solo la falta imaginaria en el cuerpo. Hay la castración ligada a lo imposible, a lo real. A eso que cuando irrumpe, raja la malla simbólica, produce un corte en el tiempo. Cuando esto ocurre hay una suspensión del tiempo. Algo sucede que entramos en otra dimensión. Todo parece detenerse y vivimos ese hecho como suspendidos en el tiempo, entramos en otra dimensión. Esa dimensión donde las cosas de la vida, las más triviales, las más comunes se vuelven ajenas.
Esto real que irrumpe cada día más, puesto que el hombre se ha volcado a tratar de manipular la naturaleza, a lo real que habita en ella, y entonces tenemos como respuesta la irrupción con una furia inusitada de eso real que no se deja manipular ni domeñar.
Lo real irrumpe y cuando lo hace, al decir de Eric Laurent, se presenta viva “la angustia desolada de la Cosa”. (1) Esa angustia primera que advino cuando la madre se fue y nos dejó solos.
Por eso es necesario en esos momentos tener desde donde sostenernos. No se trata una vez más solo de la necesidad, sino que los actos de solidaridad, el compartir con amigos, con seres queridos están al servicio de producir amarres que nos permitan continuar con la vida.
Y retomar el hilo, volver a andar, lleva su tiempo.
Eso real que se presentó en el momento mismo de nacer.
Un nacimiento también es un real, porque no solo tiene la dimensión imaginaria y simbólica. Es un real que se viste con los festejos y a veces con las peleas familiares que suelen irrumpir cuando acontece: “Que vinieron muchos a vernos”, “No vino nadie y no nos ayudan”, “Que mi mamá”, “Que mis suegros”, etc., etc., etc. Pero lo cierto es que son argumentos que sirven para velar ese real de la carne. Porque un hijo es un cuerpo, una dimensión hecha carne investida, un grito, un llamado y luego una demanda. Su presencia, en el mejor de los casos, se siente. Cuando esto no ocurre estamos ante la psicosis.
En mis comienzos en el psicoanálisis, inicié mi práctica atendiendo psicosis. Trabajaba en una institución de pacientes autistas. Siempre recuerdo en particular a una paciente porque fue la primera que me derivaron para su atención. Ana –la llamare así– era nombrada por las autoridades de la institución, que no eran psicoanalistas, en diminutivo: “Anita”. Así la traía la madre, como “Anita”, vestida acorde a su nombre, con delantal a cuadritos tipo jardín de infantes y pañales. Pero “Anita” tenía 37 años.
Ella venía así, detenida en el tiempo por su madre, que la sentaba en su casa sobre una alfombra mientras ella hacia girar una y otra vez la taza que tenía en sus manos.
La tarea fue ardua: tratar de introducir algo de lo simbólico, producir en ese cuerpo un corte prefabricado para que pudiera dejar ir sus desechos. Perder los pañales, controlar esfínteres. Dejar esa tacita, y en su lugar poder tomar mate con su analista. Ida y vuelta, el mate iba y venía, como un Fort-Da, implementado con los juegos y maniobras de la analista. De alguna manera, ese Fort-Da era incrustado. Estos juegos de aparición y desaparición llevaron mucho tiempo.
Ana nunca había sido tratada en 37 años, no tenía nada de lenguaje. Utilizar una cuchara para comer o controlar esfínteres fue un trabajo muy difícil que se produjo cuando mínimamente pudo soportar, habilitar, permitir algo de separación entre la comida y su cuerpo. Entre sus desechos, esos restos, y su cuerpo.
La queja materna no se hizo esperar. Ana ya no era un mueble, un bodoque –como la denominaban– que la madre dejaba sobre la alfombrita con su taza girando sin cesar. Ana, que pudo venir con una vestimenta acorde a su edad, buscaba en su casa, por un lado y otro, la yerba para prepararse el mate. No se quedaba quieta, decía la madre a modo de lamento. Hubo que trabajar mucho con los padres para que pudieran alojar a su hija, que si bien nunca se iba a curar al menos mostraba signos más vitales. Aunque sin lenguaje de ningún tipo podía, entre otros signos, esbozar una sonrisa cuando se producía un encuentro.
Porque para que el lenguaje recorte el cuerpo, primitivamente es condición una pérdida. Ausencia del Otro primordial que la inscribe instaurando el deseo.
Debemos ser sostenidos por un Otro, ese el de los primeros cuidados, para advenir como parlêtre. Este Otro en un comienzo no es un cuerpo diferenciado, forma parte del propio cuerpo. La diferenciación se vislumbra cuando ese Otro no está, cuando falta a la cita, cuando con su ausencia produce un corte inaugurando el deseo en el cachorro humano. Va y viene como el carretel freudiano, Fort-Da, ese juego significante que llama la ausencia en la presencia y la presencia en la ausencia. Nunca será un problema que ese Otro se ausente sino todo lo contrario, nos dice Lacan respecto de Juanito: “Lo que teme no es tanto que lo separen de ella -la madre- sino que se lo lleven con ella Dios sabe dónde”. (2)
Esa ausencia, eso que falta, se inscribe en el aparato psíquico, pero bajo la forma de la negación. El deseo tiene en ella la consistencia de una falta. Dice Miller en Sutilezas analíticas: “…el deseo implica una negatividad esencial, a diferencia del goce, justamente, que es una positividad. No implica negatividad, sino solamente lo que marca la expresión plus de gozar: un plus”. (3)
El goce marca lo afirmativo, dado que la pulsión siempre se satisface, aun en la renuncia.
Así dice Freud, en su trabajo sobre “La negación” del año 1925: “Un contenido de representación o de pensamiento reprimido puede irrumpir a la conciencia a condición de que se deje negar”. (4)
La negación, nos sigue diciendo, es un modo de tomar conocimiento de lo reprimido. Pero aquello reprimido míticamente es lo que paradójicamente fue afirmado.
La bejahung, o afirmación primordial, intenta afirmar lo que no hay. Se trata de un juicio y al decir de Freud: “La función del juicio tiene, en lo esencial, dos decisiones que adoptar. Debe