La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3. Arturo Martínez Nateras

La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3 - Arturo Martínez Nateras


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archivos visuales y sonoros, de enorme riqueza, están secuestrados por la dificultad de la consulta. A partir de la década de los sesenta, sobre todo, los antropólogos mexicanos participaron de manera beligerante en las discusiones teóricas de la época sobre etnias, naciones y los derechos que les correspondían. Además, por haber vivido cerca de las comunidades, estudiado las culturas, compartido sus carencias y haberse comprometido con ellas, tuvieron una conciencia crítica que, aunada a las luchas indígenas, logró imponer políticas públicas de avanzada, sobre todo en el campo de la educación.

      Esa izquierda etnofílica y poco ortodoxa de los años setenta es una rama, a contrapelo, de las izquierdas postsesenteras que trabajaban en la consolidación de sus partidos, o el proselitismo entre obreros —clase elegida por excelencia—, y hasta con campesinos. Los líderes de izquierda discrepaban de la militancia etnológica: los indígenas no eran clase, la consideración racial era un retroceso a tiempos anteriores a la Independencia, lo indígena nunca fue considerado categoría política. Las reivindicaciones de las autonomías o las “nacionalidades”, creían firmemente, llevaban a la balcanización y dispersión de la lucha revolucionaria, argumentos que esgrimieron décadas más tarde, cuando se negaron a avalar los Acuerdos de San Andrés.

      Como resultado del acceso masivo de los indígenas al sistema educativo nacional —de tan repetida, sufrida y recriminada memoria—, una generación de indígenas alfabetizados, hablantes de mal español, padeció discriminación y terminó incorporándose a la pobreza mestiza general, pero dejó de enseñarle lenguas a sus hijos, creyendo que ésta era la causa de los males padecidos. Sin embargo, una élite traspasó las fronteras de la marginación y brindó un atisbo mínimo, pero esencial, sobre la riqueza y opciones de la diferencia, dentro y fuera de sus comunidades o pueblos.

      A finales de los setenta y en la década de los ochenta se puso en marcha un ambicioso proyecto: la creación de un programa de educación indígena. Una nueva conciencia recorría el mundo: luchas de liberación y surgimiento de nuevas naciones, pronunciamientos internacionales por los derechos civiles de indios y de otras minorías, las declaraciones de Barbados. Experiencias previas en los Centros Coordinadores del ini, un amplio y ambicioso programa de formación de lingüistas y promotores nativos iniciado en Pátzcuaro y continuado por el ciesas, y un equipo encomiable de investigadores iniciaron el primer programa nacional para la educación en lengua materna y castellano, y la producción de materiales educativos y publicaciones: cartillas, guías, libros de lectura. La educación indígena era una necesidad apremiante, surgida tanto de las necesidades indígenas como de las discusiones académicas.

      Los indígenas, la mayoría de las veces, se negaban a la enseñanza en lengua indígena: si por fin iban a tener escuelas, era para compartir un universo nombrado en otra lengua, para que pudieran ser incluidos en él, no para perpetuar su extrañamiento y alejamiento del botín. También los indios prósperos avalaban esa postura y los escasos maestros, promotores de programas educativos previos, así como los profesionistas que apoyaron el proyecto —la Asociación Nacional de Profesionales Indígenas Bilingües, A.C., anpibac— eran mucho más cautos que la antropología y pedagogía de avanzada, y a la cabeza de instituciones claves estaban Guillermo Bonfil y sus aliados.

      La Dirección General de Educación Indígena —con diferentes apellidos: bilingüe, bicultural, intercultural— comparte, desde el principio, los vicios y virtudes magisteriales, a los cuales añade los males indígenas; carencia de profesores y de materiales; multiplicidad de variantes dialectales, real o exacerbada; presupuestos pobres y siempre escatimados; entornos de pobreza y marginación. Jamás se consideró que, además de indispensable, iba a ser tan costoso y tan complejo educar en tantas lenguas.

      La educación indígena prosperó y la razón engendró monstruos: del magisterio provienen intelectuales, dirigentes y voceros de las comunidades, comandantes del ezln; también caciques oportunistas, burócratas nativos, líderes corruptos que explotan su capacidad de mediación con las instituciones. Si el Estado apoyó las iniciativas vanguardistas porque pretendía cooptar y controlar a los pueblos, el tiempo y las movilizaciones han demostrado que nunca se cumplió tal cometido sino parcialmente. Tras múltiples transformaciones y peripecias vemos, en general, incongruencia entre planes de trabajo y resultados: los maestros indígenas deben tender puentes casi imposibles entre los programas educativos y la realidad inmediata. Se termina por enseñar contenidos ajenos en la propia lengua; no hay materiales pedagógicos suficientes, textos ni programas paralelos de apoyo. Las propuestas alternativas existentes, secundadas por los participantes indígenas —el bachillerato mixe o la Escuela Normal Bilingüe y Multicultural de Tlacochahuaya, entre muchos ejemplos más— son descalificadas por las reformas actuales.

      La educación indígena fue heredera del México profundo, y ha vivido codo a codo con Culturas Populares, los internados y albergues indígenas, nuevas propuestas académicas y militantes: el zapatismo ha sido su acicate en los últimos años, pues 1994 es un parteaguas en la historia del país y de todos los indígenas.

      La izquierda dura a su vez temía la dispersión, la racialización, la segregación en la lucha. Los indios eran inexistentes como clase, incapaces de hacer revoluciones: cuando mucho serían rebeldes. Bajo la dirección o vanguardia adecuados, podían y debían incorporarse, por supuesto, a la lucha general por una sociedad diferente. El triunfo del Partido Comunista en Alcozauca o de la cocei en Juchitán fueron excepciones incómodas, pero nunca se reivindicaron como luchas étnicas. Tales etiquetas vinieron posteriormente, del ámbito académico que se solidarizó con esos movimientos sin explicarlos a cabalidad: consideraban Alcozauca como una secuela de la lucha magisterial y a los juchitecos una derivación de la lucha electoral municipal, y el hecho de que los militantes hablaran otra lengua era parte del encanto. Años más tarde, explicaban el levantamiento zapatista a través de la traducción hecha, para ámbitos urbanos, por el entonces Subcomandante Marcos y su novedoso discurso —fue la garantía de que había forasteros a cargo, dentro de tal selva inescrutable de indianidad; aún ahora son incapaces de hablar del zapatismo sin mencionar al Sub. La izquierda se solidarizó y rompió más tarde con ellos. El ezln nunca pactó con la izquierda electorera ni con el gobierno, pero la Sexta Declaración de la Selva Lacandona volvió a viejos programas mesoseculares de izquierda ortodoxa: había llegado el tiempo de concertar alianzas con la clase obrera y otras luchas revolucionarias, descalificando cualquier otra opción: “Quien no está conmigo, es mi enemigo”.

      La definición, reglamentación y nominación de los indígenas desde el otro polo ha sido una constante histórica: desde Colón hasta el rechazo de los Acuerdos de San Andrés. Siempre se les ha considerado en bloque: idénticos, inmóviles, tradicionales, aislados, reacios al cambio; se les debe acercar a la verdad, la conciencia de clase, la modernidad, la ciencia, la alfabetización, la solidaridad, la conmiseración y demás dogmas de fe que les permitirán su tránsito a la ciudadanía global y la economía de mercado.

      Mientras tanto, todos los que trabajaron con el Estado —el trabajo independiente con indígenas es casi imposible— para aplicar las políticas indigenistas, para evitar la burocratización, impulsar y consolidar la educación o los programas de investigación y de acciones directas, han sido calificados por la izquierda como colaboracionistas. Y sí, las instituciones tomaron los conocimientos y acciones de los intelectuales, las incorporaron y descontextualizaron; lograron corromper, desvirtuar o banalizar el trabajo de las comunidades.

      A raíz del levantamiento zapatista, vemos diversas respuestas importantes en el ámbito de la educación. En las reuniones preparatorias para los Acuerdos de San Andrés, los asesores de la mesa de Educación y Cultura escuchamos los reclamos de las comunidades: se discutía cómo mejorar o regular lo existente, no se proponían nuevas políticas educativas; lo importante ocurrió sobre todo fuera del territorio zapatista. La Universidad Pedagógica Nacional (upn) y el Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), las Universidades y Normales Multiculturales avanzaron mucho más en la educación indígena que las escuelas que quedaron en el territorio del ezln, donde los maestros simpatizantes o militantes siguieron con programas y textos apenas reformados. La Secundaria Zapatista de Los Altos fue una propuesta enteramente autónoma e incluyó contenidos distintos en su currículo: movimientos revolucionarios de América Latina, vida comunitaria. No cambiaron


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