Alma. Irene Recio Honrado
que dirías eso —contestó mi tía sin apartar los ojos de los chicos—, pero, ¿qué piensas hacer? Dudo que los suelten por más que se lo supliques al sheriff.
—Tengo que saber qué ha pasado. Sin duda el Sheriff se ha excedido.
—No sé yo —suspiró pensativa— no me desagradan, pero tienen fama de meterse en líos, Lor.
—Soy su amiga, por lo menos me dejarán verlos, ¿no?
Tía May frunció los labios mientras lo meditaba.
—Tal vez —dijo por fin—. Pero no te sorprendas si no es así. De todas formas ya has oído a Cyrus, debe de tratarse de una falta leve, los soltarán esta tarde a no más tardar. Podrías esperar a mañana, sin duda te contarán lo que ha pasado.
—Tom no esperaría —solté sin pensar—. También eran amigos suyos.
Mi tía volvió el rostro hacia mí y sonrió.
—Sí, en eso estoy de acuerdo, vete entonces, pero nada de trepar por la comisaría ni cosas así.
Sonreí mientras daba media vuelta para ir a buscar las llaves de la camioneta, agradecí que Jack la hubiese arreglado el día anterior. Las cogí y salí corriendo de la casa hacia donde estaba aparcada, justo al lado de la obra del cobertizo. Me sorprendió un poco ver a Wis y Alex trabajando codo con codo continuando el trabajo de Ethan, bajo la atenta mirada de Cyrus.
—Voy a averiguar qué delito han cometido los Tyler —expliqué antes de que al cowboy le diese tiempo a formular la pregunta.
Wis y Alex alzaron la vista una fracción de segundo al oírme, pero continuaron con su labor. Cyrus se acercó a mí mientras me subía en la camioneta y cerraba la puerta, apoyó las manos en mi ventanilla, y se inclinó para mirarme a los ojos.
—Puedes decirle al Sheriff de mi parte, que es un tarugo acabado. Detener a esos chicos ha sido una estupidez.
—Mmm… no creo que sea buena idea que le diga eso Cyrus —sonreí—. Quiero que me deje verlos, no que me prohíba el paso o que me encierre con ellos.
El cowboy asintió serio, pero luego me guiñó un ojo y sonrió.
—Pues díselo después.
Me eché a reír y arranqué la furgoneta mientras se retiraba del vehículo. El rugido del motor fue ensordecedor, y sentí una punzada de vergüenza. ¿Qué pensaría Wis de mi bólido? Miré de reojo hacia los chicos, el guapísimo rubio me miraba con disimulo sonriendo levemente. Aparté la vista ruborizada y aceleré para salir de la casa. Lo último que necesitaba eran distracciones.
En menos de media hora ya estaba atravesando la valla de entrada al pueblo. Pensé en pasar por la tienda de Bill Tyler para saludar a Sam, pero vacilé. Sería mejor que fuese directamente a comisaría. Si Sam me veía en la tienda seguramente querría acompañarme para ver a sus hermanos, y no me pareció bien que un niño de su edad guardase el recuerdo de sus hermanos encarcelados. Seguí las señales informativas para llegar a las dependencias policiales, pues no conocía el camino, gracias a Dios nunca antes me había ocurrido nada grave que desembocase en comisaría. Llegué en poco menos de cinco minutos. Alma era un pueblo pequeño de poco más de trescientos habitantes. Aparqué en el otro extremo de la carretera y observé el edificio. Era relativamente pequeño, de dos plantas, rectangular y de color gris. Había tres ventanas en la parte frontal y dos escalones daban el acceso a la puerta de entrada. En ella grabado en el cristal, estaba el escudo de la policía de Alma.
Crucé la calle y subí los escalones a la carrera. Di un tirón a la puerta y ésta cedió con un chirrido. Entré y me detuve en el umbral. Por dentro el edificio era todavía más deprimente. Una sala amplia con tres mesas cubiertas de carpetas polvorientas con unos ordenadores muy antiguos y renqueantes, al final de la estancia unas escaleras subían al piso de arriba. Las paredes tenían una horrenda pintura marrón desvaída y desconchada en algunas zonas. Una máquina de café que había visto tiempos mejores, descansaba en la esquina derecha del fondo y un policía con una barriga descomunal estaba parado frente a ella con un vaso en la mano, dándole vueltas a su contenido absorto.
—Querida, ¿te encuentras bien? —dijo una voz estridente a mi izquierda.
Me giré de golpe y me encontré con una mujer de unos sesenta años, sentada en una mesa de color verde pálido. Me miraba por encima de sus gafas de media luna, éstas descansaban tranquilamente en el puente de su larga nariz. Tenía el pelo corto, rizado y pelirrojo, claramente teñido. Podía verle las raíces blancas que pedían a gritos una visita a la peluquería. Su rostro no denotaba amabilidad alguna, sin duda porque mi entrada había interrumpido su labor, se estaba pintando las uñas de un escandaloso rojo.
—Digo ¿que si te encuentras bien? —repitió molesta, ante mi escrutinio.
—Disculpe —respondí al fin —, estoy buscando al sheriff.
—Claro, ¿y tienes cita?
—No.
—Pues sin cita, no será posible.
—¿Es que está reunido? —quise saber.
La mujer se echó hacia atrás recostándose contra el respaldo de su vieja silla y empezó a soplarse las uñas de la mano derecha sin dejar de mirarme.
—Podría ser —dijo alzando las cejas y frunciendo los labios.
—¿Y si ocurriese algo que lo requiriese?
—¿Mm? Explícate, niña —dijo desdeñosa agitando sus huesudos dedos en el aire—, ¿te ha pasado algo grave?
Entrecerré los ojos mientras daba un paso hacia delante para acercarme a su mesa e inclinarme levemente.
—Tal vez me estuviesen coaccionando para venir aquí con una bomba y me estuviesen vigilando— dije en voz baja—. Tal vez solo podría ayudarme el sheriff si me hubiesen atracado, y usted solo me está poniendo trabas. O tal vez tenga información valiosa que es urgente para él y gracias a su inestimable labor —escupí mirando desdeñosa el bote de pintauñas que descansaba sobre su mesa—, cuando pueda comunicarle dicha información sea demasiado tarde.
Su rostro se había puesto serio, apretaba la mandíbula con fuerza. Le sostuve la mirada durante dos segundos. Luego apoyé una mano sobre su mesa.
—Tal vez yo sea una niña —susurré—, pero apuesto a que en horas laborales no puede estar perdiendo el tiempo haciéndose la manicura. Llame al Sheriff y dígale que Lor Blake está aquí, esperándole, y que no me iré hasta que me reciba —sonreí como si fuésemos viejas amigas. Cuando fui consciente que el policía de la máquina de café nos observaba, di media vuelta y me senté en una silla roñosa y solitaria en el otro extremo de la sala.
La maleducada recepcionista marcó un botón de su paleolítico teléfono y avisó a su interlocutor. Un hombre de constitución fuerte, calvo y de semblante serio bajó por las escaleras en menos de cinco minutos. Miró interrogante a la recepcionista, y ella, le indicó mi dirección con un gesto de cabeza. El caballero, me observó un momento antes de acercarse a mí. Me puse en pie de inmediato al ver la placa de sheriff prendida en su solapa.
—Lor Blake, supongo —dijo tendiéndome la mano —. Soy el sheriff Hood.
Le devolví el apretón, tenía las manos grandes y cálidas.
—Supongo que vienes por la investigación de tu hermano Thomas. —continuó
Se me paró el corazón.
—Ya le dije a tu madre por teléfono que seguíamos igual —explicó tomando mi mutismo por un signo afirmativo—. No hemos encontrado ni rastro en la montaña en estos tres años, el caso quedará archivado.
—¿Qué? —Exclamé— ¿Qué quiere decir con archivado?
—Lo siento mucho —se limitó a decir.
—¿Que