Caminos y fundaciones: Eje Sonsón-Manizales. Jorge Enrique Esguerra Leongómez
esclavos ya comenzaban a ser liberados en Antioquia por lo antieconómico que resultaba su manutención, y el trabajo en las minas era así engrosado por mazamorreros libres y por los mestizos desplazados a causa de las condiciones económicas imperantes. Cientos de estos también se aventuraron a buscar tierras baldías para ponerlas a producir y a comerciar sus frutos en el fenómeno generalizado de la colonización, que en esta región fue especialmente importante. Lo que habría que indagar es sobre el carácter del estamento social minoritario, el de los “blancos”, que era el sector social privilegiado e influyente, y que fue el que trató de dirigir los procesos poblacionales hacia el sur.
Según lo afirma el historiador urbano Fabio Botero Gómez, a fines del siglo XVIII Rionegro “fue el centro intelectual y señorial de Antioquia”. “Era el asiento de una burguesía ilustrada y dinámica, acorde con el momento histórico”, diferente, según lo deja entrever el mismo historiador, al “sentido pragmático de los líderes sociales y económicos de Medellín”18 (Botero, 1998, p. 75). Es curioso que Botero mezcle los términos “señorial” y “burgués” cuando se supone que son antagónicos19. En verdad, el concepto de “señorial” ha sido entendido como la manifestación de intereses estrechamente ligados con la posesión de la tierra, que es la que le da prestancia, alcurnia y poder al que la posee, y que está relacionado con la explotación de mano de obra servil. En cambio, el burgués se caracteriza por su vinculación con el nuevo ámbito urbano (el burgo), que le permite, gracias a su anclaje comercial e industrial, la acumulación de dinero, fuente de su riqueza y de su poder. Esto podría interpretarse, según la caracterización de Botero, como que Rionegro poseía los dos términos contrapuestos: uno, el señorial, en decadencia, y otro, el burgués, en ascenso. Sin embargo, habría que precisar esa relación allí, para determinar cuál era su carácter dominante. Porque, para ese “burgués”, la nueva riqueza que ofrecía el moderno mundo mercantil era la que consagraba su posición social, y no tanto sus raigambres de hidalguía y de entronque con las familias españolas.
Pero lo que apreciamos de Rionegro, ese poblado trepado en el altiplano, es algo muy diferente: sus condiciones y sus metas estaban estrechamente relacionadas con un ámbito encerrado, precario y apacible, que apenas intentaba conectarse con lo que el mismo Botero describe como “debilísima red urbana, casi de subsistencia” y a esa “mínima escala de ‘vida civilizada’” que solo se daba en la meseta de Bogotá, en el eje Popayán-Cali y en el eje Cartagena-Santa Marta (Botero, 1991, pp. 165-166). No es, pues, muy nítido el apelativo que se le quiere dar al rionegrero de “burgués”, pues todavía se encontraba anclado al mundo de la hidalguía, de los blasones, de los privilegios y de la discriminación estamental y social, más que de la económica20. Es cierto que aparecían ya algunos individuos con fuertes lazos con el comercio interregional que comenzaba a activarse, pero ese rasgo no significaba que se constituyera una burguesía consolidada; los emergentes mercaderes mestizos no alcanzaban a constituirse todavía en las clases medias que iban a aportar al progreso antioqueño; y algunos de los más influyentes hidalgos, al igual que los de Medellín, se constituyeron en comerciantes, mineros y terratenientes que lo único que hacían –y podían efectivamente hacer en condiciones de aislamiento y vasallaje– era prolongar las condiciones semifeudales prevalecientes. Si, como consecuencia de sus actividades, en sus manos fueron evidentemente acumulándose las riquezas –representadas en oro, en dinero y en tierras–, aspecto que caracterizó a las clases dirigentes de Antioquia por esas épocas, esa acumulación que podría definir al “burgués” mercantilista no estaba dirigida a la producción de sus enormes extensiones de tierra ni a la industrial, sino, más que todo, al atesoramiento en sí, porque la demanda de bienes de consumo suntuarios todavía no aparecía por esos lares21.
En los términos expuestos solo es factible entender el sentido de “burgués”, por lo menos en ciernes, que Botero le asigna al rionegrero de finales del siglo XVIII, y que Romero generaliza para el sector dominante de la ciudad latinoamericana: el “burgués criollo”.
Es un grupo esencialmente urbano, constituido en las ciudades y amoldado a las constricciones y a los halagos de la vida urbana, actitud afirmada en la medida en que se penetraba de la mentalidad mercantilista. La burguesía criolla creyó, como sus abuelos hidalgos, que las ciudades eran los focos de la civilización, solo que había que reemplazar el modelo peninsular. (Romero, 1984, pp. 159-164)
Lo que continuaba primando en la mentalidad de la dirigencia rionegrera era la necesidad de conservar sus linajes y sus privilegios por medio de sus relaciones endogámicas y apoyada en la posesión de la tierra. Y su “ilustración” podía venir de uno que otro que fuera a Bogotá a estudiar y a relacionarse con uno de los “focos de la civilización”. Por eso, su gran tragedia provenía de que no contaba ni con el título de ciudad que apoyara su supuesta hidalguía ni con tierras que pudieran respaldar sus privilegios, y explica el interés que tuvieron para conseguirlo mediante la gestión del traslado de los títulos, las armas y las tierras de la antigua y decadente ciudad de Arma.
Como apreciábamos en el primer aparte de esta exposición, Santiago de Arma, fundada en 1542 bajo la jurisdicción de Popayán, después de haber tenido su inicial auge en el siglo XVI entró en barrena durante los siglos XVII y XVIII. A los pocos años de su fundación, en 1584, el soberano español le concedió el título y preeminencias de ciudad “muy noble y muy leal” y le señaló su escudo de armas (Gómez, 1941, p. 56). Después de padecer por lo menos cinco traslados entre los siglos XVI y XVII22, a inicios del siglo XVIII sus vecinos principales emigraron a Santa Fe de Antioquia y a los valles de Aburrá, Rionegro y Marinilla (Jaramillo, 1985, nota 154). Se asume que los “vecinos principales” eran blancos y que quienes quedaron fueron los “arrancados” y “caratejos” armeños, según la discriminación que imperaba en la época. En 1742, las tierras de Santiago de Arma se desgajaron de Popayán y se agregaron a Antioquia; desde entonces, los “blancos y ricos” del valle de Rionegro empezaron a trabajar por la traslación de esa antigua ciudad al sitio de Llanogrande (cerca de Rionegro) (Jaramillo, 1985, nota 154). En efecto, ya esas tierras en jurisdicción de Antioquia podían entonces pertenecer a la ciudad más importante que quedaba bajo los dominios de Arma: Rionegro. Por eso, en 1778 los habitantes de esta ciudad del altiplano pidieron a la Real Audiencia de Santa Fe que les concediera el traslado del título de ciudad que correspondía a Santiago de Arma. Como los armeños se opusieran, incluso con el apoyo de Mon y Velarde, que argumentaba que la ubicación de Arma era estratégica por el camino que procedía del sur, se suscitó, según Jaramillo, “un sonado y escandaloso pleito en que no faltaron las declaraciones falsas, el atropello y hasta el soborno” (Jaramillo, 1989, p. 48). Finalmente, en el Gobierno de Francisco Silvestre, el rey, por cédula real de 1786, aprobó “la traslación o nueva fundación de la ciudad de Arma al Valle de San Nicolás con la denominación de ciudad de Santiago de Arma de Rionegro” (Mesa, 1964, p. 122). Así, según el “erudito anticuario” del siglo XIX Cayetano Vuelta Lorenzana, Rionegro comenzó a ostentar con orgullo el título de “ciudad”, diferenciándola de las entonces villas de Marinilla y Medellín, y cuyo territorio “era extensísimo y capaz de contener una provincia entera” (Uribe, 1885, p. 302): quedó posesionada de todas las tierras que pertenecían a Arma, entre el río Chinchiná, al sur, y la propia Rionegro, al norte (ver figura 8).
Cuando el historiador Adalberto Mesa se refiere a “la traslación y nueva fundación” de Rionegro, alude a que con la adquisición del título de ciudad se volvió a “fundar”. Pero lo cierto es que, como anota Roberto Luis Jaramillo, no había sido con anterioridad “fundada formalmente ni por acto jurídico ni por intención” (Jaramillo, 1985, nota 127). Esa era, en realidad, otra falencia que tenía Rionegro: no había tenido una ceremonia fundacional y no se habían trazado sus calles bajo los parámetros instituidos. Por eso, se entiende la intención de los autores del traslado de regularizar y demarcar convenientemente el área urbana y de darles a la iglesia, a las edificaciones públicas y al mercado servicio de agua y todos los requerimientos necesarios (López, s. f., p. 28).