Caminos y fundaciones: Eje Sonsón-Manizales. Jorge Enrique Esguerra Leongómez
el sur y el suroccidente que se inició a finales del siglo XVIII, y se prolongó durante todo el XIX y parte del XX, no fue el primero que se produjo en Antioquia, sino uno de los últimos. Con razón James Parsons lo denominó “colonización antioqueña moderna” (Parsons, 1997, pp. 114-151) para diferenciarlo de otros movimientos sociales que se habían dado en la provincia con anterioridad. En efecto, desde el siglo XVI la población se había desplazado paulatinamente de las zonas cálidas del occidente y del norte a los valles y altiplanos de climas medios y fríos del centro y del oriente, como respuesta a las favorables condiciones para la colonización de esas tierras: más apropiadas para la agricultura, mejores climas, descubrimiento de nuevas minas y apertura de vías de comunicación hacia el río Magdalena (Brew, 2000, p. 4). Estos cambios de orientación se produjeron en la continuidad de la economía colonial antioqueña, basada en el saqueo del oro, pero la necesidad de abastecer las minas había inducido a una incipiente producción agrícola y al establecimiento de centros de provisión: Rionegro (1663) y Medellín (1675) sobrepasaron a Santa Fe de Antioquia y a todas las demás antiguas ciudades mineras (Cáceres, Zaragoza, Remedios y Santiago de Arma), que se aislaban cada vez más. Otro movimiento importante se produjo hacia la meseta del norte, en los siglos XVII y XVIII, del que nacieron poblados importantes como Santa Rosa de Osos (1659) y Yarumal (1786). Pero, según lo intuye el inglés Royer Brew, en el poblamiento de la provincia hacia el oriente fue significativo el acercamiento al río Magdalena, el eje vial más importante de nuestro país hasta bien entrado el siglo XX. Buscar una salida a ese río se constituía en el vínculo de Antioquia con el país y con el mundo, y por eso el altiplano oriental, con sus poblados Rionegro y Marinilla, se constituyó en el nexo más importante para lograrlo. Y de allí también partió, en lo fundamental, la migración que se inició a finales del siglo XVIII hacia el sur de la provincia (ver figura 10).
Se han argumentado tesis de diversa índole sobre las causas que le dieron el impulso decisivo a esa gran corriente humana que ocupó vastas regiones despobladas de lo que era Antioquia y sobrepasó otras latitudes del territorio colombiano, y cuyo principal ramal se orientó en la dirección sur, ocupando las estribaciones occidentales de la cordillera Central. Pero el aspecto que más ha llamado la atención de los historiadores es indudablemente el hecho de que la migración correspondió, en parte, a las condiciones de postración y aislamiento en que se encontraba Antioquia al final de la Colonia y, en parte, a su despegue después de las reformas promovidas por la Corona, y que prosiguió con la Independencia.
Figura 10. Mapa del centroccidente de Colombia (finales de la Colonia). Localización de las concesiones Villegas y Aranzazu
Fuente: elaboración propia a partir de Uribe (1885), Muñoz (2004), Henao (1993) y Jaramillo (2003). Base cartográfica: IGAC. Diseñador visual: Ricardo Castro Ramos.
La crisis desencadena la colonización
Para darnos primero una idea de la situación social y económica de los antioqueños bajo el dominio español, nada mejor que el cuadro que pintó, en 1885, el más importante historiador de Antioquia en el siglo XIX, Manuel Uribe Ángel; veamos unos apartes:
¿Cuál podría ser la fisonomía de Antioquia, cuando el último tiro de arcabuz dio la señal del completo sometimiento de los indígenas? Ciertamente un poco sombría y melancólica. Unos pocos europeos apoderados de un país de difícil entrada y escasa vida; algunos pueblos de indios, reducidos á ceniza; otros subsistentes, pero en la miseria; los campos cubiertos de osamentas humanas; unos pocos naturales obedeciendo como siervos al vencedor, y otros llenos de terror buscando abrigo en los bosques más remotos, para hurtar el cuerpo á la saña feroz de sus verdugos. (Uribe, 1885, p. 761)
Después de la larga y pertinaz guerra de conquista, con sus lógicas e infalibles consecuencias, todos, americanos y peninsulares estaban en una incómoda y precaria posición. Las sementeras se hallaban taladas, los géneros alimenticios en extrema escasez; y las ciencias y las artes, completamente ignoradas, no podían remediar, al menos con prontitud, tamaños males. El suelo, de otro lado, no era excesivamente fértil sino en algunas comarcas. (Uribe, 1885, p. 762)
Así, máquinas, libros, utensilios de agricultura y de minería eran en su mayor parte desconocidos. Estas consideraciones generales parecen explicar el espíritu de economía que hoy, á pesar de las ruinosas invasiones del lujo de otros países, se alcanza á distinguir entre muchas familias. (Uribe, 1885, p. 762)
Encerrados en estas crestas y hondonadas, sin roce alguno social, desconociendo el movimiento más o menos progresivo de la civilización, sin estudios, sin maestros, sin ejemplos y sin luz intelectual, vivieron y se multiplicaron como verdaderos montañeses, rígidos y altaneros, sin rendir culto alguno a las formas suaves de la sociedad. Dios y el hogar: he aquí el tipo del antioqueño que siguió inmediatamente a la conclusión de aquella guerra; y decimos Dios y el hogar, porque en cuanto al rey, aunque se le reconocía, quedaba muy distante. (Uribe, 1885, p. 764)
La síntesis que hace Uribe Ángel al final de su patética descripción del tipo antioqueño, sumido en las nociones de “Dios y hogar” durante la Colonia, estuvo también presente en las vísperas de la vida republicana, a juzgar por los informes de los gobernantes y visitadores virreinales que también mostraban alarmantes índices de la crisis generalizada1. La acendrada religiosidad y el espacio hogareño que acogía a la familia parecían ser los únicos refugios del pueblo antioqueño en tan dramáticas condiciones, más difíciles, parece, que las que imperaban en otras regiones también miserables y sometidas al saqueo y al vasallaje español. Una interioridad en los espíritus, pero también en el medio físico ante la imposibilidad de otear nuevos horizontes, era lo que caracterizaba a esa Antioquia colonial, cerrada y encerrada –incluso después de la Independencia Bolívar la llamaba “las soledades de Colombia”–, y cuyo único medio de producción era la minería del oro. Terrible paradoja que el padre Joaquín de Finestrad, en 1783, describía de la siguiente manera:
Lejos de persuadirme de que las minas son el ramo más feliz de la Corona soy de parecer que son la causa de los atrasos sensibles de las provincias. La de Antioquia, que toda está lastrada en oro, es la más pobre y miserable de todas. (Parsons, 1997, p. 97)
Existía, pues, la apreciación muy difundida en aquella época de que el precioso metal no podía procurar una base durable para la prosperidad y el progreso de Antioquia (Parsons, 1997, p. 97). Parsons señala que “la mayor parte de los observadores manifiestan sorprendidos el atraso, la incultura y la pobreza de la provincia. La agricultura estaba casi que totalmente descuidada por las minas, y el comercio se hallaba estacionario. Por falta de hierro, la tierra continuaba siendo desbrozada con hachas indígenas de pedernal o macanas” (Parsons, 1997, p. 26). Pero también, la infertilidad de las tierras es una característica generalizada en toda la región antioqueña, con poquísimas excepciones, como el Valle de Aburrá. Y la escasa capa vegetal del altiplano de Rionegro y Marinilla pronto se agotó a causa de las inapropiadas técnicas agrícolas para el cultivo del maíz basadas en la tala y la quema (Uribe, 1885, p. 291), lo cual agregó un índice negativo más a la situación económica descrita. Y por añadidura, “la mayor parte de los valles labrantíos y de las tierras altas graníticas eran retenidos por unos pocos concesionarios ricos” (Parsons, 1997, p. 26). Ante este cuadro desolador, es explicable la necesidad de las gentes más pobres de salir en busca de minas y de tierras, más si se tiene en cuenta que el aumento de la población –ese sí un aspecto nuevo en Antioquia al final del siglo XVIII– estaba creando una presión social muy grande ante la falta de tierras y oportunidades. Y allí, principalmente hacia el sur, se encontraban inmensos territorios fértiles casi inhabitados por vida humana, desde que tres siglos antes se hubieran extinguido casi completamente las comunidades indígenas que allí vivían: toda la vertiente occidental de la cordillera Central, desde el río