El vínculo primordial. Daniel Taroppio

El vínculo primordial - Daniel Taroppio


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con la realidad se tornan muy poco efectivas al enfrentarnos a las dimensiones cuánticas. ¿Cómo hacen entonces los físicos para operar con estas realidades y describir sus descubrimientos?

      Uno de los elementos fundamentales de que disponen es el lenguaje de las matemáticas, y más específicamente, el concepto de simetrías.

      A nivel cuántico, lo que tradicionalmente consideramos materia no posee estructura. Es decir que las partículas cuánticas no están hechas de cosas más simples, de partecitas más pequeñas aún. Sin embargo, describen algo que puede denominarse simetría. Para intentar comprender el concepto de simetría, podemos imaginarnos la forma en que se constituyen los cristales. Esto nos lleva a situaciones muy paradójicas. Las partículas subatómicas no tienen estructura, pero, aunque se reduzcan a tamaños infinitesimales, siguen siendo simétricas y, lo más interesante, las interacciones entre ellas parecen asimismo describir simetrías.

      Las partículas subatómicas entonces no sólo son inimaginablemente pequeñas, sino que guardan otra cualidad extraordinaria: en esta pequeñez, en este “no espacio”, conservan de algún modo la memoria de las moléculas y éstas de los átomos, y éstos de las estructuras que constituyen (planetas, piedras, plantas, animales, personas). Es decir que, de algún modo, en la estructura misma del mundo material podemos concebir la existencia de algo no físico, no espacial, que sin embargo conserva información. A este sustrato lo podríamos llamar información, y con una pequeña licencia, nos atreveríamos a denominarlo memoria, darse cuenta o consciencia.

      Para decirlo en un lenguaje más simple, podríamos afirmar que todo lo que existe está sostenido en pautas universales, en patrones, en configuraciones que contienen la información fundamental para su crecimiento y despliegue en libertad, y por más que intentemos encontrar la estructura material última en la que esta información se asienta, hasta el momento, nunca ha sido hallada. Lo único que los científicos han encontrado son configuraciones de energía. Por lo tanto, afirmar que esta memoria está contenida en el ADN, y que éste es su sustrato material último, si bien no es falso, constituye una verdad parcial, puesto que, si logramos entrar en su estructura subatómica, el ADN no está hecho de ninguna “cosa material”.

      Ya sea que hablemos de un cristal, de una rosa, de un tigre o de una persona, todo constituye un despliegue de pautas dinámicas de información universal que se expresan en cada individuo de una manera siempre nueva e irrepetible. En la primera edición de este libro planteé exactamente este mismo postulado. La obra del ya mencionado Vedral no existía en aquel momento. En esta quinta edición puedo apoyarme en su trabajo y afirmar que los seres humanos somos configuraciones transitorias de información, y que transmitimos éstas a las generaciones futuras a través de un código al que llamamos ADN.

      El Dr. Rupert Sheldrake, controvertido biólogo de la Universidad de Cambridge, ha desarrollado la hipótesis de los campos morfogenéticos, los cuales, a diferencia de los campos tradicionales estudiados por la física clásica, constituirían espacios de información, no sólo de energía y menos aún de materia, que se desplegarían más allá del espacio y del tiempo entendidos en términos newtonianos, sin perder intensidad desde el momento de su creación. Es decir entonces que constituyen campos no físicos que influencian a todo sistema organizado y que (al igual que la materia y la energía oscuras de las que hablábamos anteriormente) no pueden ser detectados por nuestra tecnología actual.

      Su teoría de la causación formativa estudia el modo en que las cosas toman sus formas o sus patrones de organización. Por lo tanto, “cubre la formación de galaxias, átomos, cristales, moléculas, plantas, animales, células, sociedades. Cubre todas las cosas que tienen formas, patrones, estructuras o propiedades autoorganizativas”.

      Si intentáramos traducir esto en preguntas muy simples acerca de la realidad cotidiana, podríamos preguntarnos, por ejemplo: ¿por qué los tigres tienen forma de tigre y las rosas de rosa? En apariencia la respuesta es muy simple: “los tigres tienen forma de tigre porque son hijos de tigres”. Es decir que la respuesta (si aceptamos su tautología) estaría dada por la genética. Pero esto no explica cómo los tigres antiguos adoptaron la forma que adoptaron. Ni siquiera explica el procedimiento íntimo mediante el cual el ADN puede transportar y entregar la impresionante cantidad de información que constituye a un ser vivo.

      Por citar sólo un ejemplo, cuando los primeros organismos acuáticos comenzaron a emerger desde el mar hacia la tierra, ciertamente tuvieron que empezar a desarrollar órganos y extremidades que en un principio no eran ni acuáticos ni terrestres. El estadio intermedio entre una aleta y una pata no debe haber sido algo muy útil ni adaptativo en el momento en que comenzó a surgir. ¿Qué motivó entonces este cambio desde el inicio? ¿Cómo se organizó? ¿Cómo se transmitió al resto de los organismos de la misma especie? ¿Puede explicarse todo mediante casualidades y azar?

      Sheldrake plantea que si una función es desarrollada por un número significativo de miembros de una especie, inmediatamente, sin mediar contactos físicos, puede ser adquirida por el resto de la misma. Entre las muchas observaciones que le permiten llegar a esta declaración, este osado biólogo se refiere al famoso caso de los monos de la isla de Koshima, relatado por Lyall Watson. Ocurrió que los monos salvajes de un grupo de islas del Japón comenzaron a ser alimentados en forma asistida por humanos. El método elegido fue el de arrojarles papas en las playas pero, dado que estas quedaban incrustadas de arena, los monos no las comían. Un buen día, una sola mona (burlándose de los prejuicios machistas acerca de la inteligencia femenina) descubrió que las papas podían ser lavadas en el mar, con lo cual no sólo se les retiraba la desagradable arena, sino que probablemente quedaban más sabrosas. No fue curioso que por simple imitación todos los monos que la rodeaban comenzaran a hacer lo mismo. Pero sí lo fue que, a partir de que un número considerable de individuos de la especie comenzó a practicar esta conducta, todos los demás monos de la isla comenzaron a realizar lo mismo, aun aquellos que se encontraban a distancia. Y mucho más curioso aún fue que los monos de otras islas circundantes, evidentemente sin ningún contacto físico con los primeros monos limpiapapas, comenzaron a desarrollar el mismo comportamiento. ¿Qué clase de conexión no espacial y no casual en sentido tradicional se produjo entre estos animales? ¿Fue sólo casualidad, tal como prefiere interpretar el materialismo todo lo que no puede explicar? Este caso no ha sido totalmente verificado, pese a ser uno de los ejemplos más famosos de esta hipotética conexión. Sin embargo, existen muchos otros ejemplos basados en la capacidad de determinados animales de transmitir aprendizajes a otros (delfines, ratas de laboratorio) sin que medie la imitación, lo que sugiere que estamos ante un hilo de investigación sumamente interesante.

      Veamos este relato extraído de la revista National Geographic:

      “La jefa de adiestradores Teri Turner Bolton contempla a dos jóvenes delfines machos llamados Héctor y Han, cuyos hocicos asoman del agua mientras esperan con atención la siguiente orden. Los delfines mulares del Instituto de Ciencias Marinas de Roatán (RIMS), un centro turístico y de investigación situado en la isla hondureña homónima, son veteranos de los espectáculos. Han sido entrenados para obedecer la orden de describir tirabuzones en el aire, deslizarse por la superficie del agua manteniendo el equilibrio


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