Un plan B para la vida. César Landaeta

Un plan B para la vida - César Landaeta


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psicógena cuyos síntomas son la expresión simbólica de un conflicto psíquico que tiene sus raíces en la historia infantil del sujeto y constituyen compromisos entre el deseo y la defensa».

      Desde aquella formulación original hasta la actualidad, el concepto ha sufrido algunas variantes; pero dado que mi interés no es abrumarte con enrevesados constructos epistemológicos, nos quedaremos con la acepción psicoanalítica clásica.

      El enunciado de los señores Laplanche y Pontalis da por sentado que la neurosis no es una disfunción psíquica heredada, sino que se trata más bien de un trastorno que arranca en la infancia y cuyas manifestaciones particulares dependerán de la «negociación» que haga cada individuo para entenderse con sus impulsos básicos y las restricciones que impone la realidad.

      Así, existen los obsesivo-compulsivos, los fóbicos, los histéricos y una gama variopinta de modalidades conductuales que engordan los volúmenes del pesado catálogo DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales).

      Si me pides un factor común que enlace a las diferentes tipologías neuróticas, te diré que el más generalizado es una marcada intolerancia hacia estímulos que a otros, con menor grado de alteración, les causan poca ansiedad.

      La ansiedad ―manifiesta o latente― es el rasgo cardinal y omnipresente de la neurosis.

      Asaeteado por las tensiones internas el neurótico asume actitudes intransigentes, invirtiendo una gran cantidad de energía mental en lidiar con pensamientos recurrentes y en despotricar contra un medio al que considera una birria.

      Cuando algún obstáculo se atraviesa entre sus deseos y la satisfacción que anhela, la primera acción defensiva es el enfado. En especial cuando se ve obstaculizado por gentes que están allí «solo para estorbarle», su reacción puede ser desmedida y de consecuencias impredecibles.

      Si la realidad le fuerza a reconocer limitaciones o si su ansiedad se eleva por cualquier motivo, suele volverse hostil y resentido. Usualmente es incapaz de renovar el estilo de pensamiento que ha venido utilizando y así, a pesar de los fracasos, prosigue ejecutando tercamente las tácticas que han probado ser inefectivas.

      ¿Recuerdas aquello de: El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra? Con toda seguridad quien acuñó la célebre frase se refería a los neuróticos con que había «tropezado» en su vida.

      Como resultado de un manejo deficiente en sus estrategias resolutivas, las cuales se apoyan sobre patrones rígidos, el neurótico promedio se frustra con facilidad y por lo común, la causa de sus frustraciones son los demás.

      ―Le busca siempre las cinco patas al gato ―me decía una paciente acerca de su esposo, sentado frente a ella y con el rostro destemplado―. Es agotador. Si uno le pide que pare de investigar una cosa sin importancia, se defiende diciendo que no debe dejarse nada al azar.

      Al finalizar el comentario de la señora el marido tragó grueso, me miró fijamente y la refutó:

      ―Mire usted de lo que me acusa. Le parece una locura que sea crítico y reflexivo. Ni siquiera entiende el significado de no dejar nada al azar. Eso hacen los científicos. Sin una profunda investigación y una observación de cada proceso, vamos directo al desastre… al caos.

      El resto de la perorata, que acabó luego de unos minutos en los cuales se me entornaban los ojos por la modorra, aportaría un material invalorable sobre el discurso obsesivo; pero creo que ya tienes una idea aproximada.

      Una estampa representativa del prototipo neurótico es el repetido personaje que encarna Woody Allen en sus películas: un hombre inseguro, nervioso, atormentado por dudas y temores de toda índole. Un cerebro que no descansa, produciendo teorías y argumentaciones intelectualizadas las cuales defiende con tenacidad hasta que otras nuevas vengan a sustituirlas.

      El rasgo más destacable en una categoría que bien podríamos denominar como Alleniana (por Allen), es un inadecuado desempeño en el manejo de la agresividad.

      Aquellos situados en la categoría del vacilante Woody suelen reaccionar con miedo ante situaciones que les causen una emoción rabiosa. ¿Miedo a qué?, ¿acaso a recibir una paliza o que se les castigue severamente si responden a la agresión? ¡Nada de eso! El miedo básico que les hace temblar es el que sienten hacia su propia violencia reprimida. La concepción que tienen de sí mismos ―y no se equivocan― es la de un potente petardo con una mecha muy corta. De ser llevados al límite, el estallido puede tener consecuencias nefastas y esto les lleva a meterse en un círculo vicioso que aumenta la represión, se produce una mayor acumulación de rabia y como resultado, el control de sus impulsos debe ser sometido a un mayor control por parte de la consciencia.

      A la interferencia permanente entre «lo que quiere hacer» y «lo que debe hacer» se deben las indecisiones y el desasosiego que se le notan al pobre Allen. Desde luego, nada puedo afirmar acerca del director y comediante norteamericano en la vida real; pero las tribulaciones que le observamos en sus films, bastan para concluir que su manejo de la agresividad es el característico de un neurótico que se debate entre la rabia y la culpa.

      En la acera opuesta a los allenianos, están los pasivo-agresivos. Estos se especializan es sabotear iniciativas, demorar trabajos y justificar una pereza patológica con excusas «válidas». En su descargo es bueno aclarar que conscientemente no desean perjudicar a nadie. Sus conductas de tortuga con reumatismo son motivadas por una rebeldía aprendida en la infancia, la cual se ha quedado estancada en aquellos tiempos cuando emitir una palabra de protesta era un gesto altamente riesgoso.

      Temiendo a los castigos por retar la normativa de sus padres, decidieron colocarse una máscara de venadito inocente, resignados a una sumisa obediencia. Eso sí, ¡que no se descuiden los mandones! Apenas volteen la cabeza hacia otro lado, el pasivo-agresivo se saldrá con la suya.

      Claro está, que después vendrá el látigo de la culpa internalizada a azotarles el lomo y comenzará nuevamente un círculo vicioso de muy difícil modificación.

      Podría continuar abundando sobre el infierno emocional que representa la neurosis; pero estimo que con lo expuesto, el panorama queda bastante claro. Lo que viven unos individuos muy trastornados ―sin llegar a la locura―, es como para inducirlo a uno mismo a la crispación nerviosa.

      ¡Un momento!... ¿acabo de escribir «individuos muy trastornados», como si estuviésemos hablando de extraterrestres de un asteroide situado en el infinito?

      ¿He querido significar que tú y yo somos diferentes a ellos? ¿Por ventura he incurrido en la ligereza de animar una peregrina ilusión de que estás a salvo del temible diagnóstico?

      Lamento bajarte de la nube y situarte en el árido campo de lo real.

      Hace algo más de un siglo, el insigne Sigmund Freud nos condenó a cadena perpetua al afirmar que quien no está encerrado en la prisión psicótica, reside en el tembloroso vecindario de la neurosis.

      Si dudas de los postulados psicoanalíticos y prefieres una revisión objetiva, antes de aceptar que se te incluya arbitrariamente entre los perturbados, sugiero que te arrellanes en un sillón confortable, cierres tus ojos y tomes una honda inspiración para que te sometas a un autoexamen.

      Pregúntate:

      ¿De verdad, el tono de voz del locutor que vocifera en la radio es tan insoportable como parece cuando estás ofuscado(a) o molesto(a)?

      ¿Por qué te provoca apretarle el cuello a un transeúnte que se interpone en tu camino, cuando vas de prisa hacia alguna parte?

      ¿Tienes razón al irritarte porque la cajera del supermercado mastica feamente su chicle, aun cuando te dispense un trato cordial?

      Ahora, responde con la máxima sinceridad:


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