Los hilos y deshilos de El Vecino del Ático. El Vecino del Ático

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pelo poco arreglado y rubio no ayudaba a destacar. Vaqueros poco ajustados y camisetas anchas solían ser su atuendo antes de ponerse el uniforme de trabajo. Por el contrario, Carlos siempre procuraba sentirse guapo. Viudo desde hacía más de diez años por culpa de un accidente de coche que sufrió su mujer, se sentía muy vivo. Le costó superarlo, pero una vez conseguido, sin llegar nunca a olvidarla, decidió que la vida era para disfrutarla. Así que no había día que saliera de casa sin antes mirarse al espejo y decirse a sí mismo que sí, que así sí podía salir.

      Quedaron todos para cenar en un restaurante bastante alejado —para ir sin coche— de la zona de ocio de la ciudad pero que contaba con un espacio de discoteca en el mismo recinto al que no le faltaba de nada. La larga mesa estaba preparada con todo el atrezo digno de una cena prenavideña de empresa, incluido el cartelito personalizado con el nombre de cada comensal para que este hiciera acopio de lo que allí se ofrecía sin tener que disputarse con nadie el lugar donde sentarse.

      El destino hizo que María y Carlos compartieran plato para picar. Les tocó sentarse enfrente uno del otro, y dicho aperitivo estaba preparado para que fuera compartido por cuatro personas; entre ellas, ellos dos. Por primera vez en años mantuvieron una conversación que no fuera de trabajo, alegre y distendida. La sangría de vino con trozos de fruta natural fue un estimulante perfecto para que esos compañeros de cinta empezaran a conocerse un poco más.

      María, contra todo pronóstico, se había arreglado a conciencia para esa cena. Su compañera y amiga Elena se había encargado de que así fuera, llevándola el día anterior a someterse, las dos, a un completo en el salón de belleza de su barrio. Le cortaron el pelo y le hicieron unos reflejos de color violeta en la parte del flequillo. Manicura, pedicura, tratamiento facial... Y todo lo que dio la tarde, entre risas por parte de ambas en ese centro de estética.

      Carlos se maravilló al verla. Incluso le costó reconocerla, aun teniéndola justo delante. Al nuevo look de cabello creado para la ocasión lo acompañaba una estupenda falda negra de cuero y un jersey amarillo mostaza de cuello alto decorado con un collar que le llegaba hasta la altura de los pechos. Discretos pero estéticos. Las medias de diferentes colores, dispuestos de manera artística pero predominando el tono mostaza, hacían de complemento perfecto para esa noche de fiesta.

      No paraban de reír y comentar todo lo que no se habían dicho en los años que hacía que eran compañeros de trabajo. Carlos le contó el motivo de su soltería, pero al ver que ella se entristecía, enseguida le mostró su mejor sonrisa y cambió de tema, dando por sentado que eso estaba superado y ahora tocaba pasárselo bien.

      María también tuvo su momento para explicarle su situación. «Casada pero muerta en vida», le dijo. Su marido se pasaba el día fuera de casa, y cuando llegaba, se tiraba en el sofá como un trapo a ver la televisión. Como si no hubiera nada más en el mundo que mirar el fútbol... Ni una sola caricia, beso o palabra bonita le había dedicado en años.

      —Pues hoy vas a vivir, María —le dijo Carlos mientras le mostraba la copa de vino para realizar otro brindis.

      Al terminar la cena, todo el grupo se dirigió a la zona de la discoteca, especialmente preparada para que los asistentes no tuvieran que ir a otro lugar a continuar la noche y con ello asegurarse la caja pero también algo mucho más importante: evitar el riesgo que supone coger el coche después de una cena copiosa y un exceso de alcohol.

      María y Carlos no se separaron en ningún momento. Compartieron charlas y bailes con los demás compañeros, pero siempre cerca uno del otro.

      En un momento de la velada, ya a altas horas de la madrugada, María se acercó a Carlos y le regaló un beso en los labios; beso que su compañero le devolvió con gusto. Hacía tanto tiempo que nadie besaba de esa manera a María que notó un cosquilleo interno que le recorrió todo el cuerpo.

      Estaban bailando y besándose cuando María le propuso a Carlos terminar de celebrar la fiesta prenavideña en algún hotel.

      —No me reconozco, pero quiero vivir. Y, ahora mismo, es lo que me apetece.

      Sentados en un sofá ligeramente apartado, Carlos sacó su smartphone y reservó habitación en un hotel cercano, que además era de nueva construcción y catalogado con cuatro estrellas.

      —Es lo mínimo que te mereces —añadió él cuando vio que María puso cara de ser demasiado excesivo para una noche.

      El taxi los acercó hasta la puerta, y una vez que recogieron la llave de plástico con banda magnética, se dirigieron al ascensor. Allí, María fue en busca de la boca de Carlos; con sus labios, porque con la mano derecha empezó a acariciarle la entrepierna, donde se encontró con una dureza y un tamaño que no recordaba ni imaginaba que pudieran llegar a existir.

      Él la cogió por detrás del cuello y entrelazó sus dedos con el cabello para así poder acercarla a sus labios de manera pasional. María siguió acariciándole el miembro por encima del pantalón y, poco a poco, fue desabrochándole el cinturón, hasta que lo consiguió.

      El ascensor llegó a su destino y la puerta se abrió. Como sus ocupantes no hicieron acto de moverse más allá de lo que les permitía el diminuto espacio, la puerta volvió a cerrarse de manera automática.

      —No sé qué me pasa —dijo María—, pero no puedo parar.

      —No pares.

      Consiguió, además de desabrocharle el cinturón, hacer lo mismo con el botón del pantalón, pudiendo así introducir la mano dentro de la ropa interior y liberar lo que hasta ese momento había estado acariciando por fuera.

      Tenía entre sus manos la polla de Carlos.

      —Me encanta —le susurró al oído.

      —A mí me encantas tú —le respondió él.

      —Quiero comerte. Aquí y ahora.

      —Todo tuyo, pero ¿a...?

      Antes de que terminara la pregunta, María se arrodilló en ese pequeño habitáculo y bajó hasta la altura de los tobillos los pantalones de pinza que hasta ese momento vestían de manera elegante a su compañero de labores; con ellos, los slips rojos color Navidad, que ya mostraban humedad por las caricias sexuales de María.

      Tras observarla unos segundos y pasar sus dedos sobre ella, le regaló una mirada cómplice y se la introdujo en la boca. Primero jugó con el glande como si fuera un caramelo, saboreándolo en cada chupada. Seguidamente, mientras la masturbaba, empezó a ocupar mayor espacio en su cavidad bucal. Literalmente, tenía casi todo su miembro metido en la boca.

      Carlos no cerró los ojos en ningún momento para poder disfrutar tanto de la sensación como de la vista. Esa combinación aumentaba con creces los efectos sensoriales de la mamada. María estaba tan excitada que, mientras se deleitaba con el placer que ofrecía, sin darse cuenta, se acariciaba su sexo por encima de las medias, con su mano por debajo de la falda.

      De golpe, el ascensor empezó a moverse hacia abajo y María se levantó a toda prisa a la vez que Carlos se subía los pantalones, olvidándose de poner en su sitio los slips que segundos antes le habían hecho de decoración en los tobillos mientras estaba siendo lamido en ese ascensor.

      Tras unos instantes, se abrió la puerta y subió una pareja que parecía que venían con la misma intención que ellos, pues ya antes de entrar estaban besándose con tanta pasión que ni se percataron de que la puerta del ascensor se había abierto, haciendo caso de su llamada.

      —¿Suben? —les preguntó Carlos.

      Y la nueva pareja subió, llegó a su destino y desapareció.

      María y Carlos se rieron, con el sudor frío que se queda cuando se vive una situación ciertamente comprometida.

      Llegaron a su habitación y, sin dejar de besarse, consiguieron abrir la puerta. María, de un empujón, tumbó sobre la cama a su amante y se despojó del jersey color mostaza, dejando a la vista sus pechos talla ochenta y cinco envueltos en una prenda de color azul cielo


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