La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana). Luke Arnold
finalizaba la presentación, hice todo lo posible por hundirme en la pared que tenía detrás de mí. Un río de sudor se me había instalado en la frente y me lo limpié con un pañuelo viejo. Cuando levanté la mirada, unos ojos inquisitivos me examinaban.
Eran de un verde brumoso con pupilas pequeñísimas: élficos. Jóvenes. El rostro era viejo, sin embargo. La piel élfica no tiene elasticidad. Ya no. Las bolsas que el niño tenía debajo de los ojos eran dignas de una década de insomnio, pero él no podría haber tenido más de cinco años. Su cabello estaba blanco, sin vida, y su cuerpo diminuto estaba todo torcido. No adoptó una expresión real, tan solo me miró el alma.
Y lo juro.
Lo supo.
Capítulo Dos
Esperé en la salita que daba a la oficina del director sentado en un banquito que me dejaba las rodillas a la altura del pecho. Burbage estaba adentro, detrás de una puerta de cristal, hablando por teléfono. Yo no podía distinguir todas las palabras, pero él parecía estar a la defensiva. Supuse que alguien, probablemente algún otro miembro del personal, no estaba muy feliz con su presentación. Al menos yo no era el único.
—Sí, sí, señora Stanton, debe de haber sido algo chocante para él. Es cierto que es un niño muy sensible. Quizás compartir con sus compañeros la experiencia de comprender todo esto sea justo lo que necesita para unirlos más… Sí, un sentimiento de conexión, exacto.
Me arremangué la manga izquierda y me froté la muñeca. Tenía cuatro anillos negros tatuados en el antebrazo, como brazaletes chatos que se extendían de la base de la mano hasta el codo: una línea continua, un diseño con detalles, un sello militar y un código de barras.
A veces se sentía como si estuvieran en llamas. Lo que era imposible. Me los habían hecho hacía años, por lo que el dolor del tatuaje en sí había desaparecido hacía rato. Era la vergüenza de lo que representaban lo que seguía volviendo a hurtadillas.
La puerta de la oficina se abrió. Dejé caer el brazo para que la manga se volviera a acomodar, pero no fui lo suficientemente rápido. Burbage pudo ver bien mi tatuaje y se quedó de pie en la entrada de su oficina con una sonrisa cómplice.
—Señor Phillips, entre por favor.
La oficina del director estaba metida en la esquina trasera del edificio, oculta de la luz del sol de la tarde. Una biblioteca bien surtida y un globo terráqueo polvoriento flanqueaban su escritorio, que estaba atestado de papeles, servilletas usadas y pilas de libros de texto muy gastados. En la esquina, había una lámpara verde que iluminaba la habitación como si nos estuviera haciendo un favor.
Burbage estaba tan desaliñado que hasta yo me di cuenta. Pantalones cafés y una camisa azul pálido con volados y sin corbata. Su cabello despeinado comenzaba en el medio de la parte de atrás de su cabeza redonda, y le llegaba a los hombros. Burbage se sentó en un sillón de cuero a un lado del escritorio. Yo tomé la silla opuesta e hice todo lo posible por sentarme derecho.
Comenzó limpiando sus gafas. Se las quitó y las colocó sobre el escritorio, frente a él. Entonces extrajo un paño blanco y prístino del bolsillo de la camisa. Volvió a tomar las gafas, las sostuvo a la luz y masajeó suavemente los cristales con la punta de los dedos. Fue mientras frotaba las gafas que noté sus manos. Evidentemente, la idea era que yo las notara. De eso se trataba toda esa exposición.
Cuando estuvo seguro de que yo había comprendido su pequeña performance, volvió a ponerse las gafas, apoyó las palmas de las manos sobre el escritorio y golpeteó la madera con los dedos. Cuatro en cada mano. Sin pulgares.
—¿Está familiarizado con el ditárum? —preguntó.
—¿Estoy aquí para tomar una clase?
—Tan solo me estoy asegurando de que no la necesite. Me han dicho que usted ha vivido muchas vidas, señor Phillips. Que tiene mucha más experiencia de la que su edad sugeriría. Quisiera estar seguro de que su reputación es merecida.
No me gusta pasar por el aro, pero tenía demasiada urgencia por el dinero que podía haber del otro lado.
—Ditárum: la técnica utilizada por los hechiceros para controlar la magia.
—Correcto. —Levantó la mano derecha—. Utilizando los cuatro dedos para crear patrones intrincados específicos, podíamos abrir pequeños portales de los que emergía magia pura. Los grandes maestros del ditárum (y déjeme decirle que había solo un puñado) eran coronados como Lumrama. ¿Lo sabía?
Negué con la cabeza.
—No. —Sonrió de una manera que me desconcertó—. Me imagino que no. Los Lumrama eran hechiceros que habían logrado tal grado de habilidad que podían usar hechicería para cualquier tipo de ejercicio. Desde ataques en el campo de batalla hasta las tareas más insignificantes de la vida cotidiana. Con solo cuatro dedos, podían hacer cualquier cosa que necesitaran. Y para probarlo…
¡BANG! Estampó la mano contra el escritorio. Supongo que quería hacerme estremecer. Lo desilusioné.
—Para probarlo —repitió—, los Lumrama se amputaban los pulgares. Los pulgares son herramientas toscas, primitivas. Extirparlos era prueba de que habíamos ascendido del nivel básico de la existencia y que nos habíamos apartado de nuestros primos mortales. El viejo apuntó con sus manos mutiladas en mi dirección y movió los dedos, riéndose como si fuera una gran broma.
—Bueno, qué sorpresa nos llevamos.
Burbage se inclinó hacia atrás en su asiento y me inspeccionó. Tuve la esperanza de que finalmente comenzáramos a hablar de lo que me había llevado allí.
—Entonces, ¿usted es un Hombre a sueldo?
—Así es.
—¿Por qué no se presenta directamente como detective?
—Tengo miedo de que eso me haga sonar inteligente.
El director arrugó la nariz. No sabía si yo estaba intentando ser gracioso; mucho menos si lo había conseguido.
—¿Cuál es su relación con el departamento de policía?
—Tenemos conexiones, pero son tan escasas como puedo permitírmelo. Cuando vienen a golpear a mi puerta, tengo que atenderlos, pero la protección y la privacidad de mis clientes vienen primero. Hay líneas que no puedo cruzar, pero las empujo tan lejos como puedo.
—Bien, bien —murmuró—. No es que haya nada ilegal de lo que preocuparse, pero este es un asunto delicado y el departamento de policía es un recipiente que tiene muchas filtraciones.
—Eso no se lo voy a discutir.
Sonrió. Le gustaba sonreír.
—Un miembro del personal ha desaparecido. El profesor Rye. Enseña Historia y Literatura.
Burbage deslizó una carpeta sobre la mesa. Adentro había una reseña de tres páginas sobre Edmund Albert Rye: empleado a tiempo completo, un metro con noventa y seis, trescientos años de edad…
—¿Dejan que un vampiro dé clases a niños?
—Señor Phillips, no sé cuánto sabe usted de la Raza de Sangre, pero han recorrido un largo camino desde aquellas crónicas de terror de la historia antigua. Hace más de doscientos años, formaron la Liga de los vampiros, un sindicato de los no-muertos que juró proteger, y no cazar, a los seres más débiles de este mundo. Solo tenían permitido alimentarse a través de donantes de sangre voluntarios o de aquellos condenados a muerte por la ley. Exceptuando algún renegado ocasional, considero a la Raza de Sangre la especie más noble que haya surgido jamás del gran río.
—Disculpe mi ignorancia. Nunca me crucé con uno. ¿Cómo les está yendo luego de la Coda?
Mi ingenuidad pareció complacerlo. No cabía duda de que Burbage era un hombre que disfrutaba impartir conocimientos al ignorante.
—La población vampírica ha sufrido tanto como cualquier otra criatura