La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana). Luke Arnold

La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana) - Luke Arnold


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      Hojeé los archivos. Edmund le estaba enseñando a un joven Hombre lobo acerca de la evolución de los híbridos entre humanos y animales, conocidos colectivamente como lycum. Una nereida adolescente quería ser cantante, por lo que Rye la estaba sometiendo a toda la historia de la música. Tenía una buena cantidad de estudiantes que estaban haciendo un curso de “Políticas Modernas entre humanos y Criaturas Mágicas”. Si me las arreglaba para encontrar al profesor, yo mismo podría tomar una sesión de esa clase.

      —¿Cómo está de salud?

      Su sonrisa, firme hasta ese momento, rodó por el suelo.

      —Por como se ve, yo pensé que el día que llegó aquí sería el último. De alguna manera, ha sobrevivido a lo largo de los años, pero estos últimos meses han sido los peores. Su mente resiste, pero el cuerpo le está fallando.

      Eché una última mirada por la habitación. ¿Alguien se sorprendería si Edmund Rye estaba muerto? Por supuesto que no. Lo sorprendente era que había durado tanto tiempo.

      —Veré qué puedo encontrar —dije—, pero me suena a que quizás la falta de sangre finalmente lo haya alcanzado.

      Ella trató de decir algo, pero no pudo encontrar las palabras. En cambio, volvió la cabeza hacia los ventanales. Tomé la bolsa con los archivos de clases particulares y otros documentos personales: anotador, pasaporte, certificado de docente. En el fondo del baúl, debajo de las bolsas, había una pila de papeles encuadernados. Abrí la cubierta en blanco y me encontré con la primera de muchas páginas escritas a mano, con un título que decía Un análisis sobre el cambio, por el profesor Edmund Albert Rye. Parecía que el profesor estaba escribiendo un libro propio. Lo guardé junto a los archivos de clases particulares.

      —Me llevaré algunos de estos, si no te molesta. Te prometo devolverlos cuando haya terminado.

      Ella solo asintió con la cabeza, su cuerpo todavía orientado hacia el cielo de la tarde. Yo fingí estar ocupado por la habitación hasta que ella pudo ocultar su tristeza y estuvo lista para volver a bajar.

      Cuando estuvimos afuera, extraje una tarjeta de negocios del estuche que llevaba en la chaqueta y se la pasé.

      —Disculpa, no pregunté tu nombre.

      Ella sujetó la tarjeta entre sus dedos delgados y se la metió en el bolsillo.

      —Eileen Tide.

      —Gracias por tu ayuda, Eileen. Allí arriba pude notar la colección de vinos del profesor. ¿Hay algún bar que a él le gustara frecuentar?

      —Jimmy’s. En la calle Tres, arriba del negocio de los curtidores.

      Asentí con la cabeza y sonreí, tratando de hacer de cuenta que había algo de esperanza.

      —Todavía podría aparecer —comenté, con todo el confort de una nube de tormenta.

      —Eso espero. Si me necesitas, estaré aquí todos los días mientras hacemos algunos cambios. Se ha vuelto a imprimir. Del modo humano. Están llegando historias desde todo el continente, y ediciones revisadas de viejos volúmenes que reflejan el nuevo mundo. Tenemos que quitar la mayoría de las publicaciones anteriores a la Coda.

      —Pero no pueden tirar la historia a la basura como si nada, ¿no?

      Ella se encogió de hombros.

      —Los estoy revisando todos y separando aquellos que todavía tienen sentido. Pero no sirve de nada hacer de cuenta que el mundo no ha cambiado.

      Su voz se oía lejana, como si estuviera sonando a través de una línea telefónica defectuosa. Me dijo adiós, entró, cerró la puerta, y pude oír los cerrojos deslizándose.

      Al salir pasé por al lado de sir William. Seguía sonriendo. Seguía bebiendo. Observé la botella que él tenía en la mano.

      —Ah, está bien —murmuré—. Me estás obligando.

      Capítulo Cuatro

      Nada había cambiado en La Zanja en años. Ni el aire. Ni la capa de sangre seca en el suelo. Ni el viejo Boris detrás de la barra. Tan solo parecían volverse más pesados.

      Se trataba de un cuadrado de cemento lleno de corrientes de aire, ubicado a un tropezón de mi puerta delantera. Las paredes estaban llenas de grietas sin reparar y el fuego solo se encendía si afuera nevaba. Cubículos de madera, un par de mesas y una barra que rara vez estaba vacía.

      Boris era un banshee, ahora mudo (como todos los de su especie). Custodiaba una selección impresionante de licor importado, pero sus ganancias provenían mayormente de la cerveza barata, los tragos fuertes y el licor ilegal.

      La Zanja carecía de ceremonias, pero los pedidos venían rápido. Había bebida, había silencio y no había nada de hospitalidad innecesaria. Era perfecto.

      Un anciano hechicero llamado Wentworth daba audiencia desde su lugar de siempre; un banquillo de metal que arrastraba de mesa en mesa, insinuándose a todos los miembros del público. Era delgado como un palo y estaba sin afeitar, con un bigote que caía de su nariz como un pañuelo mojado. Si presentía que una conversación necesitaba su experiencia, se infligía a sí mismo a la mesa en falta. Su sentido del oído ya era casi nulo, su inteligencia no estaba mucho mejor, pero todos tolerábamos su perorata. Si le discutías o tratabas de corregirlo, solo lograbas prolongar su estadía. Era mejor asentir con la cabeza, actuar con convicción y esperar que se distrajera con alguna otra mesa.

      Inserté dos monedas en el teléfono público que había en el extremo de la barra. El receptor estaba estampado con una placa de acero que decía Mortales.

      Cuando el río sagrado se congeló, toda la tecnología mágica falló y la mayoría de las criaturas no tuvo forma de adaptarse. Las forjas de los enanos se enfriaron, los gigantes estaban demasiado débiles para trabajar y las ciencias de los elfos dejaron de tener sentido. Los gremlins y los trasgos que se habían ganado la vida inventando aparatos mágicos terminaron con depósitos llenos de instrumentos sin energía, vacíos, inútiles. Lo único que quedó fueron las chispas, el combustible y los pistones de las fábricas humanas.

      El Ejército humano había ganado su guerra, pero la victoria destruyó el botín. La magia que habían querido controlar ya no estaba, por lo que se cambiaron el nombre y centraron su atención en otra cosa. Los generales se convirtieron en gerentes y los soldados se convirtieron en vendedores. Solo esperaron un par de meses de cortesía, después de arruinar el mundo, para ofrecerle a ese mundo sus productos en venta.

      Por supuesto, ningún negocio previamente mágico quería entregar sus ahorros a los idiotas que habían arruinado el futuro de la existencia, pero ¿qué alternativa tenían? Cuando Mortales comenzó a producir hornos y radios a bajo costo, incluso los más enérgicos detractores de la humanidad tuvieron que ceder.

      Luego siguieron los teléfonos; unas cajas brillantes ubicadas en las esquinas, o amuradas en las oficinas de correo. Una vez hubo cables tendidos en todas las calles, dejamos de ser tan remilgados acerca de las implicaciones morales y aceptamos su presencia como un mal necesario. Aun así, cada moneda que ponía en la rendija todavía me cortaba los dedos.

      —Operadora de Sunder City —dijo la voz—. ¿Con quién lo conecto?

      Pedí por el departamento de policía y luego por Richie Kites. Acordó encontrarse conmigo cuando saliera de trabajar, lo que sucedería en aproximadamente dos tragos. Ni siquiera necesité ordenar. Boris me había preparado una leche de álamo tostada y yo me la llevé a una esquina para hacerme su amigo.

      En el fondo de la habitación, dos elfos tambaleantes jugaban un juego interminable de dardos en uno de los blancos especiales que solo puedes encontrar en Sunder.

      Después del asesinato de Ranamak, un humano nacido en Sunder tomó su lugar. El gobernador Ingot era un hombre de negocios. En teoría, eso le servía a la población, pero él resultó estar más preocupado por ofrecerle


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