La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana). Luke Arnold

La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana) - Luke Arnold


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empedrado en busca de una entrada.

      Deslicé una mano por el muro mientras la otra buscaba en el interior del abrigo y extraía mi encendedor. Con unos pocos movimientos del pulgar, convoqué a las llamas.

      El callejón no contenía nada interesante, solo una pila de basura que olía a podrido y una puerta ancha que servía como entrada al depósito de la casa de té. Golpeé con fuerza y no obtuve más que silencio. La manija estaba trabada, pero suelta; bloqueada desde adentro.

      Empujé fuerte con el hombro contra la puerta y esta cedió. Toda la puerta cedió. La manija me quedó en la mano, y yo entré a los tropezones en la habitación y aterricé en cuatro patas.

      Fue la peor entrada que podría haber hecho, si resultaba que alguien me estaba esperando. Por suerte estaba yo solo. No podía ser de otra manera. No había criatura en todo el planeta que pudiera haber esperado en un lugar donde el hedor podía derretirte el rostro. El olor de afuera no era la basura, era una sutil advertencia de no caer de cabeza en el lugar, a menos que quisieras que el estómago te trepara hasta la garganta.

      Me cubrí la nariz con el cuello de la camisa, pero era como intentar mantener a raya el océano con gas pimienta. Mi encendedor todavía estaba ardiendo, así que moví la llama hacia la vela de un candelabro que había al lado de la puerta, y la sostuve hasta que la mecha se encendió.

      Se trataba de un garaje de cemento con cajas de embalajes en una esquina y sillas apiladas a su lado. Esos eran los únicos objetos de la habitación que yo podía identificar a simple vista. Todo lo demás era un misterio.

      El hedor provenía de una sustancia rosácea que había caído deslizándose por una de las paredes y había quedado hecha un charco en el suelo. Era un pegote denso, que parecía harina de avena, y que estaba lleno de trozos de carne. En los laterales de la habitación había dos pilas de arena de color café desparramadas entre trozos de ropa y metal. Me mantuve la camisa sobre la nariz y me aventuré a observar la pila de porquería, que estaba llena de trozos de cabello y de hueso. No pude mirar por mucho tiempo.

      Cuando levanté la cabeza, me sorprendió ver las estrellas. Había un agujero en el techo. Un agujero enorme. Habían tirado abajo la mitad del cielorraso. Yo no sabía qué batalla había tenido lugar allí, pero había volado medio techo de la despensa.

      Una columna permanecía en pie, y había dos cadenas enrolladas a su alrededor, justo encima del charco misterioso. En el líquido había tirada una barra de metal afilada, tan larga como un hombre, cuyo propósito no pude determinar. Era de un acero liso, pulido y sin marcas, que terminaba en una punta imperfecta pero mortal.

      La arena era una ceniza fina de color café, separada en dos pilas. La brisa que entraba por la puerta abierta ya la había desparramado por la habitación, lo que reveló algo blanco y brillante que había quedado enterrado bajo la arena. Metí los dedos entre los granos suaves y recuperé el objeto. ¿Una piedra? No. Lo sostuve a lo largo y lo moví hacia la luz.

      Estaba afilado y era hueco, un diente perfectamente puntiagudo.

      Los polis tenían problemas conmigo por todo tipo de razones. En particular, no les gustaba que yo los llamara por un crimen recién cuando ya había registrado hasta el más mínimo detalle para mis propios fines. Por una vez, hice lo correcto y le avisé a Richie de inmediato. Me insultó por despertarlo hasta que le dije sobre la escena con la que me había encontrado.

      —No toques nada.

      —No lo hice. Tan pronto como me di cuenta de lo que había encontrado, salí y te llamé a ti.

      —Patrañas.

      La línea quedó en silencio. Y uno que quería hacerle un favor al tipo.

      Esperé pacientemente que llegara, sentado en el borde de la calle. Yo había tenido la esperanza de que, colaborando con la policía, pudiera conseguir más información que si me hubiera puesto a revisar la casa de té por mi cuenta. Esas esperanzas se convirtieron en confeti cuando apareció en escena el rostro escamado de la detective Simms.

      La prefería en los viejos tiempos, cuando solo era una oficial enojada que patrullaba las calles a pie con una convicción de mil demonios. Llegó a detective justo antes de que el mundo se desmoronara. Como miembro de los Reptiles, sus sentidos aumentados la ayudaban a resolver crímenes más rápido que cualquier otro miembro de la fuerza. Ahora, su piel verde brillante era de un color café descolorido y había perdido escamas en varios lugares, lo que dejaba a la vista una carne rosácea. Se cubría con una gabardina negra, bufanda, guantes y un sombrero gastado, y llevaba siempre el mismo atuendo sin importar el clima. Sus ojos estrechos brillaban en la oscuridad como las últimas dos brasas de una fogata. Me odiaba. Siempre me había odiado. No debería haber tomado esos tragos.

      Esperé en el callejón mientras ellos examinaban el lugar. Otros tres policías seguían obedientemente a los oficiales superiores, embolsando y etiquetando la evidencia. No pasó mucho tiempo antes de que salieran al aire nocturno a recuperar el aliento.

      Simms se me acercó, se bajó la bufanda de la boca y extendió una mano enguantada.

      —Diente —dijo. Extraje el colmillo de mi bolsillo y lo dejé caer sobre la palma de su mano. Ella lo levantó y lo iluminó con su antorcha—. Vampírico. Ponlo con los otros.

      Uno de los polis de menor rango dejó caer el diente en una bolsa transparente y escribió los detalles en una etiqueta.

      —Dos vampis muertos —dijo Richie pensativo—. ¿Cree que se trata de una Pandilla Clavo, detective?

      Simms no levantó la vista.

      —Puede ser. Primero necesitamos averiguar quién fue licuado, y cómo.

      —¿Qué es una Pandilla Clavo? —pregunté. Todos los policías me clavaron una mirada más agria que el hedor de adentro.

      —Como si no lo supieras —siseó Simms, y se alejó para seguir con sus notas. Richie vino y se colocó tan cerca de mí que pude adivinar que había comido pescado en la cena.

      —Son pandillas humanas que atraviesan el territorio exterminando gente que solía ser mágica. Recién comenzamos a oír sobre ellos. Creen que en los viejos tiempos fueron maltratados y piensan que es su trabajo dar a los humanos su momento de gloria. Cuando la población de una especie llega a un número lo suficientemente bajo, ellos atacan. Tratan de poner el último clavo en el ataúd.

      Podría haber dicho lo que pensaba, pero no habría valido la pena. Nadie quería oír cuánto asco me daba pertenecer a la misma especie que esos monstruos. Un humano quejándose de otros humanos era algo tan aburrido como el agua que se junta en el fondo de un barco. A nadie le hacía diferencia. A nadie le importaba. A mí no me importaba. Un Clayfield pasó de mis dedos a mis dientes.

      —¿Pueden identificar al vampi? —pregunté.

      Simms finalmente levantó la mirada.

      —¿Por qué te interesa?

      —Estoy buscando a uno.

      —¿A quién?

      —No puedo decirlo.

      Su libro se cerró con fuerza mientras su lengua bífida se le asomó por entre los labios y volvió a desaparecer.

      —No me gusta que metas la nariz en nuestros asuntos, Fetch.

      —Vamos, Simms. No hace falta que te pongas celosa.

      Los ojos se le entrecerraron en ese rostro chato.

      —¿Celosa?

      —Sí —dije inexpresivamente—, de mi nariz.

      Por suerte, ella ya me había maltratado demasiadas veces como para seguir sintiendo alguna satisfacción al hacerlo. En cambio, escupió hacia la esquina del callejón y volvió a entrar a la casa de té mientras lo llamaba a Richie.

      —Kites, ven a hacer el inventario.


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