La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana). Luke Arnold

La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana) - Luke Arnold


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había oído que toda una tribu de gigantes se había aliado con Mortales con la esperanza de que los ingenieros humanos pudieran encontrar la forma de reforzarles el cuerpo con maquinaria. Por todo Archetellos, la gente intentaba hacer lo mejor posible para volver a las viejas costumbres. Este era el primer tipo que yo había visto que tuviera los huevos suficientes para empezar algo nuevo.

      Allí estaba, de pie afuera de su restaurante vacío, con una sonrisa de un niño de cinco años en un rostro de mil años de edad.

      —Justo el hombre al que estaba buscando —le dije. Me guio hacia adentro con un gesto practicado, yo tomé asiento en una silla crujiente y leí detenidamente el menú escrito a mano—. Especial de desayuno. Huevos pasados por agua.

      El hombre miró su reloj.

      —Señor, es la una de la tarde.

      Yo miré mi reloj también.

      —Está en lo cierto. También le pido un whisky. Solo y doble.

      El anciano rostro mantuvo amplia la sonrisa mientras yo le devolvía el menú. Hizo un gesto elegante con la cabeza y volvió a la cocina.

      El suelo del restaurante era de cemento, mayormente. Había tres losas en una esquina, pero era imposible discernir si se trataba de una nueva adición a la espera de completarse o si era el remanente de una vida pasada. Había una docena de mesas, y a cada una se le habían asignado dos sillas, un mantel blanco y una vela nueva sin encender. Años de quemaduras químicas y de inundaciones habían pintado los ladrillos rojos con un patrón distintivo, como si una orgía de arcoíris enfermos estuviera trepándose a la pared. Aun así, las mesas estaban lindas y el lugar se veía limpio.

      El viejo me hizo pensar en Edmund Rye, que se había volcado a la enseñanza después de trescientos años de vida. Mientras otros se lamentaban por lo perdido o se arrastraban hacia su pasado, él apostaba a pasar sus conocimientos.

      ¿Cómo era que Rye estaba tan preparado para aceptar lo que había sucedido? Quizás era tan solo su naturaleza. Si él realmente era uno de esos pocos que sabían que se les había acabado el tiempo, pero que igual querían mejorar las cosas para los demás, yo necesitaba encontrarlo pronto; muerto, no-muerto o vivo.

      Le llevó veinte minutos al viejo volver con mi plato, e hizo una pequeña reverencia al apoyarlo sobre la mesa en frente de mí.

      —¿Y el whisky? —pregunté.

      —Por supuesto. ¡Francis!

      El nieto haragán vino de la cocina a paso lento con una botella de whisky sorprendentemente aceptable. Se la entregó al canoso y volvió a desaparecer en las entrañas del restaurante.

      Los dedos del viejo temblaron al destapar la botella nueva y servirme generosamente.

      —Solo y doble —dijo con un orgullo que pareció fuera de lugar para la situación. Fue entonces que en sus ojos se me reveló la presión del papel que yo desempeñaba.

      Yo era el primer comensal. “Mierda”. En su mente, todos los sueños y esperanzas de su establecimiento dependían de la reseña que yo le haría. A regañadientes, dirigí mi atención al plato.

      Lo primero que noté fueron los hongos. Era difícil no hacerlo. Eran del tamaño de posavasos y estaban preparados en una salsa tan acuosa que podía definirse como sopa. Tuve que usar la cuchara para quitarlos del medio y poder ver el resto de la comida. No era mucho mejor.

      Cuando corté los huevos, quedó a la vista una cucharada de tiza donde había estado la yema. Los tomates se habían licuado, se habían levantado en armas y habían atacado el pan tostado, lo que dejó como resultado una pasta roja que se veía como los desechos de una cirugía. Había algo negro en la esquina del plato podía ser una salchicha o quizás alguna clase de fruta. Lo dejé ser.

      Cuando bebí un sorbo del whisky en lugar de probar bocado, él pareció entender el mensaje.

      —¿No gusta?

      No pude protestarle.

      —No, se ve maravilloso. Pero se me ocurre que quizás sea un poco tarde para desayunar.

      Él se inclinó y reexaminó el plato.

      —Ah, sí. Cocí los huevos demasiado.

      —Un poco.

      —Usted los quería poco cocidos.

      —No es problema.

      —Lo lamento. Volveré a intentarlo.

      —No, está bien. De todas maneras, tengo que irme.

      —¿La próxima vez?

      —Ok.

      —Los haré poco cocidos.

      —Fantástico. Me aseguraré de traer mi apetito.

      Levantó el plato y volvió a la cocina, sosteniéndolo bajo la nariz y murmurando entre dientes.

      —Ah, sí. Los tomates, muy blandos.

      Una discusión acalorada comenzó a oírse desde la cocina mientras yo arrojaba algo de efectivo sobre la mesa y me terminaba el trago. No estaba enojado, tan solo quería irme de allí. El tipo era de admirar. Tenía el triple de años que yo y estaba comenzando de nuevo. No creo que yo hubiera comenzado en primer lugar.

      Tenía que hacer tiempo antes de reunirme con el director Burbage, así que fui hacia el norte por la calle Riley en dirección a Jimmy’s, el bar favorito de Rye, según la bibliotecaria. La entrada era una escalera estrecha entre el negocio de los curtidores y una pequeña carnicería que había cerrado hacía mucho tiempo; los carteles descoloridos todavía ofrecían conejo asado (un plato favorito entre los hombres lobo) y algunos cortes controvertidos como bife de grifo. Una pequeña pegatina roja en la puerta decía “Donaciones de sangre a pedido”. No quedaba claro si el carnicero hacía el pedido a un proveedor o si se abría una vena propia. No me gustaba ninguna de las opciones.

      Subí las escaleras hasta una puerta negra e intimidante que daba a una habitación sin ventanas, pequeña y melancólica.

      Era algo de otra época, de una época mejor. La barra estaba perfectamente lustrada y reflejaba el brillo de la araña colgante. Las banquetas estaban forradas con terciopelo rojo y había cinco cubículos recién tapizados contra la pared trasera. Incluso había pequeños cuencos de nueces tostadas en todas las mesas. Entré como si nada, tomé un puñado de nueces de uno de los cuencos y esperé que las cabezas se voltearan. No tomó mucho tiempo.

      Había dos clientes: un hechicero de cabello largo con las mejillas hinchadas y un gnomo de traje blanco y sombrero con pluma al tono. El camarero era un trozo de bife de un metro ochenta con un gran ojo en el centro de la cabeza. Senté mi vulgar humanidad sobre una de las elegantes banquetas y arrojé algunas monedas sobre la barra.

      —Leche de álamo tostada.

      El viejo un-ojo no se movió un centímetro.

      —Acá no hay de ese jarabe de mierda —gorjeó.

      Eché una mirada a los botelleros que había detrás de él: todas cosechas exóticas y costosas, similares a las botellas que había visto en lo de Rye, y muy por encima de mi presupuesto.

      —Solo deme algo fuerte.

      El cíclope resopló y vino hacia mi parte de la barra. Usó una de las salchichas gruesas que tenía por dedos para mover las monedas mientras las contaba mentalmente. Entonces fue al fregadero.

      Tomó un vaso de la pila de trastos sucios y se lo limpió en el delantal. Abrió el grifo, llenó el vaso con agua y lo colocó delante de mí. Entonces se sorbió la nariz, se inclinó hacia adelante y escupió dentro del vaso.

      —Ahí tienes lo fuerte.

      Ni siquiera intenté adivinar qué había hecho que el bruto se enfadara conmigo tan rápidamente. Podía haber sido mi


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