La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana). Luke Arnold
colmena.
Bueno, no tenía sentido molestarme con sutilezas.
—Estoy aquí para preguntar sobre un vampiro.
Las fosas nasales de un-ojo se inflaron, pero no dijo nada. En cambio, tomó las monedas, una por una, y dejó la última sobre la barra, solitaria. Apoyó su índice sobre la moneda y la empujó hacia mí.
—Tu cambio —gruñó, y sonó como un tractor para cortar pasto con el burro de arranque roto. Estiré la mano para tomar la moneda.
—Gracias.
¡SLAM!
Dejó caer su puño carnoso sobre el dorso de mi mano. Levanté la otra pensando que el otro puño me iba a dar en el rostro, pero en lugar de eso, él se estiró, me tomó la manga de la chaqueta y la levantó.
Encontró lo que estaba buscando: los cuatro tatuajes.
—Hola, hola. ¿Qué es esto?
Señaló la banda negra y gruesa más cercana a la muñeca.
“Un recluso”.
Luego, el diseño detallado con el brillo verde oliva.
“Un recluta”.
La marca sólida del ejército.
“Un soldado”.
El código de barras.
“Y un criminal”.
Le devolví mi sonrisa más dulce.
—Casi. La segunda es del ballet de jazz. No te preocupes, es un error común.
Entonces vino la segunda mano. Un puñetazo en el lado del rostro, que podría haber sido de la pata trasera de un caballo de arado.
Lo soporté sin hacer nada al respecto. No me quedaba otra. Había entrado al lugar y había comenzado a soltar la lengua y, si extraía el cuchillo, probablemente tendría que utilizar pinzas para quitar mis dientes de la barra.
Su única ceja, que parecía una oruga, se arrugó hacia mí, diciéndome que era el momento de que me largara. Una vez que volví a tener sensibilidad en los dedos, volví a estirar la manga lentamente.
Me tambaleé por un momento, hasta que la habitación dejó de girar, luego tomé el vaso de agua y bebí el contenido. Era una jugada estúpida que no lograba nada, pero yo siempre trataba de generar algo de entretenimiento.
—Gracias por el trago.
Me metí el vuelto en el bolsillo y traté de ponerme de pie con dignidad. Por desgracia, me la había olvidado sobre la mesa de noche. El pequeño gnomo del traje blanco murmuró algo en mi dirección. Los oídos me zumbaban demasiado para poder oírlo, pero no me importó. Pasé flotando a su lado, bajé las escaleras y me encontré bajo el cielo gris. Si Edmund Albert Rye no era más que recuerdos y polvo, yo todavía no necesitaba perder la cabeza por él.
Con la resaca que me dio el puñetazo, vagué por las calles dejando que mi mente se pusiera a tiro. Me dije a mí mismo que no tenía un destino fijo. Que iba sin un sentido. A la deriva. Pero yo no sabía mentir muy bien, ni siquiera a mí mismo. No fue casualidad que acabara llegando adonde llegué.
La mansión abandonada se veía más oscura que el resto de la ciudad, incluso durante las primeras horas de la tarde. El último gobernador de Sunder fue un ogro llamado Lark, que invirtió cinco años y una fortuna del dinero de los contribuyentes para construirse ese hogar. No fue todo malgastado, sin embargo. Una afluencia constante de dignatarios extranjeros había subido esos escalones para llenarse con comida y vino, y luego, ser coaccionados con algún acuerdo por nuestro bullicioso líder.
Lark estaba cabalgando un centauro cuando la magia se quebró. La columna vertebral del centauro siguió el ejemplo y el gobernador Lark se desplomó encima de él. La historia llegó a la ciudad, pero no sus cuerpos. Sunder City dejó de tener gobernadores después de eso, y la mansión quedó deshabitada. Casi.
Los portones oxidados estaban torcidos y cayéndose de las bisagras, y así se mantenían cerrados. Los separé a la fuerza con un chirrido que me hizo rechinar los dientes y me metí por el hueco.
Las telarañas gruesas y anudadas que bordeaban el sendero hasta la puerta de entrada me alegraron el corazón. Hacía bastante tiempo, quizás desde mi última visita, que no pasaba nadie por allí. Era lo que siempre deseaba. Yo vivía con el miedo constante de que algún vándalo o un vagabundo descuidado subiera los escalones y alterara lo que había adentro. ¿Qué podía hacer yo si eso sucedía? No tenía forma de preservar ese lugar o de vigilarlo día y noche. Ah, yo lo consideraba. Con demasiada frecuencia. Pero no es lo que ella hubiera querido.
El frente de la mansión estaba hundido como el rostro de una abuela antiquísima, gastado y curtido y abandonado. Una maceta de arcilla tenía un arbusto muerto hacía mucho tiempo, y cuando la levanté, las ramas se deshicieron y se convirtieron en polvillo. Debajo de la maceta había una llave. Yo podría haber forzado con una mano el cerrojo de la puerta podrida si así lo hubiera querido, pero volteé la llave con gentileza, como si las propias piezas de latón se fueran a resquebrajar.
En el interior, el aire tenía un fuerte aroma a mantillo y césped mojado. Por las grietas del techo entraba luz, e iluminaba el polen y el polvo que se arremolinaban por entre las columnas del vestíbulo de entrada. Alguna vez había sido grandioso. Las paredes, antes de un blanco inmaculado, ahora estaban tapizadas con musgo grueso. La escalera de mármol, que parecía indestructible, había sido despedazada por raíces salvajes y hierbajos.
Había enredaderas, gruesas y entrelazadas, que surcaban el suelo y trepaban por las instalaciones. Se metían por debajo de las tablas del suelo, o aparecían por los rellanos de las puertas, se unían en el centro de la habitación y se envolvían alrededor de lo que parecía un centro de mesa puesto con sumo cuidado.
Yo solía preguntarme qué se sentiría entrar en esa casa sin saber lo que sabía. Probablemente, yo creería encontrarme frente a la escultura de madera tallada con el más fino detalle que jamás se hubiera creado.
Estaría seguro de que el rostro de la mujer, hecho de madera pálida, era el sueño de un artista, si no hubiera visto esas mejillas llenas de color.
Me imaginaría que el cabello, desmenuzado en tiras de corteza rizada, era una creación irreal, si nunca lo hubiera dejado correr por entre mis dedos.
Miraría esos labios perfectos y admiraría las manos hábiles que les habían dado forma a partir de un trozo de madera frío y muerto, si se me permitiera olvidar el calor que esos labios habían vertido sobre los míos.
Tenía los brazos aferrados a la barriga, como si le doliera. Así fue, cuando todo terminó. Su alma le era arrancada del cuerpo como una página de un libro mientras sus manos destrozadas trataban de mantener todo unido.
De esos dedos, alguna vez tan delicados, habían brotado enredaderas salvajes que envolvían el cuerpo frágil y lo estrangulaban. La última vez, las rajaduras habían sido delgadas. Apenas perceptibles. Ahora se estaban extendiendo. Tenía la barriga llena de fisuras. Una línea de fractura enorme le había llegado hasta el pecho izquierdo y lo había partido en dos. El uniforme blanco de enfermera que lo había cubierto ahora era una masa podrida de algodón color café.
Yo quería tocarla. Sentí el dolor de mis dedos temblorosos en su necesidad por acariciar ese rostro astillado, pero el miedo los mantuvo en su sitio. Incluso el toque más suave podía acelerar la descomposición.
Ese cuerpo alguna vez contuvo el espíritu más fuerte que el mundo hubiera conocido. Ahora, un golpe ligero podía hacerlo pedazos. Durante las noches de mucho viento, permanecía despierto en mi cama, y me imaginaba ese rostro quebrándose y dividiéndose, con el temor de que la siguiente vez que la viera ella no sería más que hollín y astillas.
Pero allí estaba. Pendiendo de un hilo. Incluso ahora, con la piel despegándosele