La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana). Luke Arnold
a la mesa de la cocina sobre sillas metálicas y linóleo viejo y bebimos en silencio. El café estaba un poco quemado y yo todavía tenía los ojos medio dormidos, pero a medida que el sol fue entrando entre las cortinas, comenzó a agradarme el sentido de propósito que se estaba despertando en mi interior.
Solo hicieron falta tres meses para que se me pasara la excitación y que la rutina se volviera aburrida. Las mañanas perdieron su brillo y resultó que yo no estaba trabajando tanto “sobre” los muros, sino dentro de ellos. Me pasaba los días en una serie de pasadizos de piedra, comprobando su estabilidad, drenando el agua de lluvia de las habitaciones, tapando agujeros, reparando grietas y llevando registro de las anormalidades.
El aburrimiento se agravaba por el hecho de que yo sabía que estábamos sosteniendo una ilusión. Me pareció absurdo, luego ridículo, luego exasperante. La relación natural que había construido con Graham se deformó cuando él pasó de “papá” a “jefe”. Nos mirábamos el uno al otro al beber nuestro café matutino sin decir una palabra, pero por dentro yo estaba gritando.
Ambos sabíamos que era todo pura mierda. Él me había recibido del mundo que aparentemente no estaba allí. Yo no entendía por qué hablábamos entre nosotros de falsedades, como si no supiéramos la verdad.
Pero él no era el único que mentía. Porque yo finalmente había vuelto a mirar el plan que había estado formando en mi cabeza, y sabía lo que iba a hacer.
Las puertas no estaban trabadas si se las quería abrir desde adentro. Habían sido construidas para mantener a los monstruos afuera, no a los ciudadanos adentro. Entrar a los muros desde la ciudad requería placas y cacheos. Salir por el otro lado solo requería desearlo.
Temeroso de que fuera a alertar a Graham de mi deserción, no di indicio de despedidas. En uno de mis recorridos regulares para revisar si había daños, me encontré solo del lado de adentro del portón exterior. Destrabé los enormes cerrojos, me escabullí por la puerta y corrí.
No hubo ningún intento por detenerme. Yo sabía que había armas en la parte superior del muro, pero nadie gritó ni disparó un tiro de advertencia en mi dirección. Dejaron que me fuera.
Quizás ellos estaban tan aliviados como yo.
Me llevó dos días encontrar un rostro amistoso. En una pequeña choza a un lado del río, conocí a un sátiro de pelaje rojizo con manchas, ojos brillantes y barba recortada. Él era el primer no-humano que veía desde que era niño, y prácticamente me puse histérico cuando me invitó a entrar. Compartió su pescado y se rio de mi historia y de mi mirada constantemente clavada en él. Me dejó tocarle los pequeños cuernos que le sobresalían de la frente y me dio las indicaciones para llegar a la ciudad de Sunder. No era el lugar para él, aparentemente, pero pensó que quizás yo podría encontrar algo de suerte allí. Me dio una bolsa de carne seca y pan, y algunas monedas para el tren que esa noche pasaría por el valle.
Yo le agradecí por su ayuda, él me agradeció por la compañía. Tomé el tren hacia el norte y llegué a Sunder City al otro día.
Anochecía cuando salí de la estación de tren de la calle Principal. El sol se estaba poniendo entre los edificios más altos hacia el oeste, por lo que dos de los pequeños faroleros de la ciudad estaban haciendo sus rondas. Eran un par de trasgos en galera y smoking, y sus sonrisas reflejaban la mayor felicidad que yo había visto hasta entonces. Tenían la barba recortada meticulosamente, los bigotes encerados y moldeados, y sus ojos nocturnos estaban protegidos por gafas con cristales coloreados de azul. Alrededor del cuello llevaban cuerdas brillantes de oro, cada una entrelazada por el aro de una gran llave de bronce.
Cada trasgo caminaba por uno de los lados de la calle, y sus botas lustradas daban contra el suelo en perfecta sincronía. En cada farola de cobre, insertaban las llaves en un agujero ubicado en la base y las giraban a la vez. Los cerrojos chasqueaban a medida que las válvulas internas abrían el paso de los tubos que daban a las hogueras de abajo.
Con un chisporroteo de insectos friéndose instantáneamente y un olor a azufre que hacía llorar los ojos, las llamas llenaban los postes y se elevaban al cielo.
Mi cara de asombro brillaba tan fuerte como el fuego, y ni siquiera las miradas groseras de las multitudes que pasaban a empujones pudieron desanimarme. Había trabajo y había comida y había amigos interesantes con poderes iguales a nada de lo que yo hubiera visto antes. Era el mundo real. El mundo que yo siempre había sabido que estaba allí.
Y era mágico.
Capítulo Cinco
Me perdí la mañana por media hora y me desperté con el sol de la tarde dando en mi ventana. En teoría, no se podía vivir en el 108 de la calle Principal, Sunder City. Era zona comercial. Sin embargo, el inquilino anterior había instalado una cama desplegable que podía bajarse de la pared durante la noche y luego volver a guardarse durante las horas laborales. El propietario, Reggie, no tenía problema en hacer la vista gorda siempre y cuando pudiera pedirme algún favor ocasional.
Yo tenía un escritorio, dos sillas que no hacían juego y una mesa que se había convertido en barra. Había un sombrerero en una esquina, eternamente desprovisto de sombreros, y un cesto de basura espolvoreado con Clayfields secos. Había un fregadero y un espejo en otra esquina, pero el baño estaba en el vestíbulo. La vieja alfombra estaba tan café como las maderas, y casi igual de dura.
Saliendo de mi oficina (por la primera puerta), la puerta de la izquierda pertenecía a una mujer lobo que tenía su propia firma de derecho de familia. Ella trabajaba los días de semana por la mañana y las únicas visitas que recibía eran grupos de descendientes en disputa por las magras finanzas de sus padres fallecidos.
La oficina de la derecha había estado vacía desde la muerte de Janice. Ella era una sátira anciana que había entrenado guerreros durante la Guerra Sagrada, cuando su especie intentó recuperar sus tierras de los centauros. Su negocio después de la Coda era una especie de fisioterapia con la que ayudaba a criaturas que habían sido mágicas a adaptarse a sus nuevos cuerpos.
La mayor parte de su trabajo era a domicilio. Cuando falleció, el verano pasado, yo me había ido de viaje por un trabajo y tardaron semanas en encontrarla. Cuando el viento sopla desde el sur, todavía puedo olerla a través de las paredes. Reggie trató de limpiar el lugar con la esperanza de volver a alquilarlo. Retiramos la alfombra, lavamos las paredes, fumigamos todo el suelo y quemamos un bosque de salvia, pero la vieja testaruda no pensaba irse a ningún lado.
Me arrastré desde la cama rechinante hasta el teléfono y arreglé otra cita con el director. Él se mostró ansioso por recibirme ese día al cierre de la escuela. Mientras tanto, yo vería si podía encontrar algo más que un puñado de arena.
La suela de mi bota izquierda colgaba como la lengua de un perro agitado. No era sorpresa. Me había arrastrado por sobre demasiados kilómetros de esta ciudad. No me quedaba otra que encintarla y hacer una nota mental de invertir un poco de mis nuevas ganancias en un zapatero antes de malgastarlas.
Una vez vestido, me eché algo de agua en el rostro y bajé las escaleras.
“Ay no. Hoy es martes”.
El tipo de cabello plateado había estado toda la semana vaciando la lavandería automática en la planta baja de mi edificio. Habría medido más de dos metros si no hubiera tenido esa joroba que parecía tan dolorosa. Había tenido muy poca ayuda de su nieto, que se distraía muy fácilmente y se quejaba cada vez que recibía una instrucción. El café en potencia abría a la calle, justo al lado de la entrada al edificio, por lo que el anciano se las arregló para llamar mi atención absolutamente todos los días.
—¡Abrimos el martes! —me diría.
—Allí estaré —le respondería yo, y entraría al edificio con una prisa fingida para esperar clientes que nunca vinieron.
A pesar de mi usual aversión hacia las interacciones sociales, el viejo había despertado mi curiosidad. La mayoría de la gente seguía tratando de emparchar