La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana). Luke Arnold
las hogueras garantizaban calefacción y energía gratuitas para cada miembro de la población, siempre y cuando no te molestase que, en ocasiones, se esfumara una porción de la ciudad.
La ubicación aislada de la biblioteca la había mantenido a salvo. Casi. Las llamas cercanas habían combado la fachada con tanto calor que al color dorado de la madera le habían quedado vetas negras de carbón. Había un encanto anticuado en los vitrales, los marcos arqueados y la aguja puntiaguda; era un lugar extrañamente espiritual a pesar de haber sido diseñado para albergar libros viejos.
Me gustan los libros. Son silenciosos, decorosos y absolutos. Un hombre puede vacilar, pero sus palabras, una vez escritas, se mantendrán firmes.
Las grandes puertas se abrieron haciendo el sonido de un oso bostezando, y el aroma arcilloso a papel viejo me llenó las fosas nasales.
El interior de la biblioteca parecía más una colección privada que un edificio público. Habían diseñado los pasillos con el fin de acentuar la arquitectura de la habitación, por lo que el lugar era un laberinto intrincado en el que ningún camino llevaba a donde parecía que lo haría. Yo me habría pasado el día de lo más feliz rastreando la edición rústica perfecta para meterme en el bolsillo trasero, pero, para variar, tenía un trabajo que hacer.
Estaba claro que el resto de la ciudad no compartía mi pasión por la biblioteca. Recién después de dar vueltas por las estanterías sinuosas encontré a la única ocupante del lugar, inclinada en uno de los pasillos. La bibliotecaria tenía unos treinta años, llevaba puestos una chaqueta azul marino y pantalones grises. Teníamos aproximadamente la misma edad, pero a ella el tiempo la había tratado como un vino fino, y a mí como leche dejada al sol. Una trenza de cabello café le caía todo a lo largo de la espalda, y tenía la piel de color caramelo con pecas. Me vio acercarse y me sonrió con labios que se le habrían podido arrojar a un marinero en el agua para que no se ahogase.
—Bueno, tú debes de ser el niño de los recados del director. —Se puso de pie y nos dimos la mano. Sus dedos eran largos y delgados, y envolvieron los míos en su totalidad. Eran dedos hechos para la brujería.
—Fetch Phillips —dije—. ¿Cómo sabes que no soy un usuario de la biblioteca?
—Reconozco un bebedor cuando veo uno. Si el sol está camino al horizonte y no tienes una copa en la mano, apostaría mucho dinero a que estás trabajando.
La chica era lista por partida doble: libros y calle. Yo pensaba que ya no había flores así en el jardín.
—Este es un edificio impresionante. ¿Hace mucho que trabajas aquí?
—Diez años —dijo, dejando que sus dedos se deslizaran de mi muñeca—. Pasando por fuego, Coda y vampiro.
—¿Cuál fue peor?
—¿Realmente quieres saber eso, soldado? —Me clavó una mirada que estaba llena de conocimiento, pero libre de culpa, luego pasó a mi lado y caminó por el pasillo—. No fue Ed, sin lugar a dudas. Al principio, me conformaba con tener algo de compañía, pero no me llevó mucho tiempo darme cuenta de lo afortunada que era de que nuestros caminos se hubieran cruzado. El profesor es indudablemente la criatura más inteligente que yo haya conocido. Vamos, te llevaré a su habitación.
Me guio por un estrecho pasadizo de libros hacia una escalera de mano apoyada contra la pared de atrás. Se extendía hacia arriba más allá del sector de novela hasta un agujero que había en el techo.
—Adelante.
Apoyé el pie en el primer peldaño, y la escalera se movió sobre las tablas del suelo.
—¿Tú no vienes?
—Por supuesto. Pero tú llevas puesto un abrigo y yo, pantalones ajustados. Me imagino que un tipo decente se ofrecería a ir primero.
Asentí con la cabeza, sonreí como un idiota y comencé a subir. La escalera tembló cuando ella subió detrás de mí.
—¿El anciano subía por aquí todos los días? —pregunté.
—Lentamente y quejándose, pero siempre decía que el ejercicio le hacía bien.
Ayudé a la bibliotecaria a pasar de la escalera a un pequeño descanso que había al final. Desde allí arriba, tuve la oportunidad de admirar la complejidad de la biblioteca. Las estanterías de libros se curvaban y fluían en cada esquina como las raíces de un árbol rebelde. El sistema de registro debía de ser una pesadilla.
Los largos dedos de la bruja abrieron la puerta y revelaron un espacioso loft construido encima del cielorraso. Ella inclinó la cabeza para pasar por debajo del arco de la entrada y me guio a la habitación, que estaba bañada de luz solar.
Hicimos una pausa para adaptarnos a la luz de la tarde que se filtraba desde todo nuestro alrededor. Los laterales de la habitación eran más ventana que pared. Afuera, el cielo estaba nublado, pero la resolana igual me quemaba los ojos de resaca.
—Originalmente, este piso no estaba y las claraboyas iluminaban todo el edificio. Resultó que el sol dañaba los libros, así que construyeron esta plataforma para mantenerlo a raya. Cuando Edmund la vio, preguntó si podía mudarse aquí.
—¿Este es el hogar de un vampiro?
La habitación era un mundo brillante, sin sombras. Espacioso y circular, con una cama extravagante en el centro y estantes bajos de madera en cada pared.
—Es la sangre— dijo ella.
—¿Qué cosa?
—En los viejos tiempos, Edmund nunca habría podido quedarse en un lugar como este. Pero una vez que las cosas cambiaron y la sangre dejó de servirle como alimento, el sol también dejó de tener efecto sobre él. Creo que es por eso que a él le gustaba tanto este lugar. Compensaba todos esos años en la oscuridad.
Me tomé mi tiempo para examinar la habitación. Los libros que estaban en los estantes y a un lado de la cama eran variados, y no parecían tener un orden. Contra una pared, un botellero impresionante juntaba polvo junto a algunas botellas vacías.
En una de las mesitas auxiliares estaba su correo, abierto, pero sin ordenar. El sobre de arriba de todo estaba marcado con una estrella azul dentro de un círculo y las letras LV: la Liga de los vampiros. Adentro había un boletín informativo producido en masa con datos sobre obituarios, novedades de la comunidad, objetos a la venta y otras mundanidades.
—Llegan todas las semanas —dijo ella—. Los miembros que quedan de la Liga se mantienen en contacto, intercambian historias, tratan de brindar apoyo. Edmund en general los ignora.
Hojeé rápidamente algunos más, pero era como ella decía: invitaciones desactualizadas para reuniones de vampiros y artículos tristes acerca de Norgari, su tierra natal.
—¿Hay alguna chance de que se haya ido de la ciudad?
Ella negó con la cabeza.
—Me lo habría dicho, y no veo cómo. Tan solo caminar a la escuela le lleva una hora, y viajar a caballo o en carruaje lo haría pedazos.
Abrí un baúl de madera pesado que estaba a los pies de la cama y encontré seis bolsas de cuero: los archivos de enseñanza de Rye. Adentro de cada bolsa estaban los documentos necesarios para cada asignatura: listas de clase, esquemas de cursada, materiales de lectura, evaluaciones de los estudiantes. Cada carpeta llevaba título, índice, y estaba en perfectas condiciones; un nivel de cuidado que no era evidente en el resto del desorden que era su vida.
La última bolsa no tenía etiqueta y contenía un juego de carpetas de colores con informes individuales de estudiantes.
—Clases particulares —explicó la bibliotecaria—. Algunos niños interesados en temas específicos pasaban el tiempo con Edmund para que él les enseñara. No creo que hayan sabido en lo que se metían. Él es muy generoso con su tiempo, pero a cambio exige total compromiso. A veces es un poco duro con ellos, pero es solo a causa de la gran pasión que siente. No puede entender por qué no todos comparten su sed de conocimiento. —Una