Feminismo Patriarcal. Margarita Basi
siempre es el hombre quien debe invitarlas, sin pararse a pensar que el poder adquisitivo de este pueda ser igual o menor que el suyo. Este gesto demuestra cómo la fémina da por hecho que ella es algo parecido a un «trofeo» y que, si el hombre lo desea, debe ganárselo.
En cualquier tipo de accidente en el que hay que evacuar a las víctimas, aún se suele dar prioridad a las mujeres frente a los hombres.
Muchas permiten que sus maridos o parejas las mantengan económicamente a cambio de cuidar de los hijos y de la casa.
En un divorcio es la mujer la que se lleva la mejor parte. Es ella quien suele permanecer en el hogar familiar, es a ella a quien le otorgan la custodia de los hijos, incluso, a veces, la justicia obliga al padre a pagar una pensión a su exmujer por haber permanecido sin sueldo alguno durante los años de matrimonio (algo que ella eligió libremente).
Si las féminas utilizan sus «armas de mujer» frente a un hombre para conseguir sus deseos, nadie se escandaliza, pero si es un hombre el que muestra actitudes viriles, quizá algo grotescas, como tocarse los genitales o dedicar un piropo picante a una mujer que pasa por la calle, lo tachamos de machista o algo peor.
Estos son solo algunos ejemplos de las concesiones que el patriarcado dispensa a las mujeres y que, a mi modo de ver, son más unos privilegios que unos derechos por tratarse de unas ventajas propias de la ideología anticuada y machista en la que vivimos, pero que han sido aceptadas y asumidas por la mujer sin oponer crítica alguna. ¿Por qué, si son acciones completamente opuestas a la ideología feminista o de «igualdad» que ellas mismas reclaman? Simplemente porque les conviene.
B. RESPONSABILIDAD FEMENINA FRENTE A ACTITUDES MACHISTAS
Nadie sabe si fue el hombre quien coaccionó a la mujer a adaptarse a su mundo y a sus reglas, o fue ella quien libremente eligió aceptar formar parte de estas. Sea como fuere —y aunque las mujeres se hubiesen sentido amedrentadas por la violencia masculina que las esclavizaba, sometía e incluso mataba si no obedecían sus mandatos—, las mujeres bien pudieron defenderse, siempre y cuando hubiesen estado unidas, para exigir su lugar en el mundo y haberlo construido con sus propias reglas afines a su naturaleza femenina.
Sin embargo, las féminas preferimos sucumbir al poder masculino en lugar de confiar en nosotras mismas, y por esa decisión es muy posible que hoy en día la mujer siga ignorante y alejada de su verdadera identidad.
A partir de la Revolución Industrial y de los cambios sociales y políticos que ese movimiento social generó, el trabajo de la mujer asalariada contribuye fundamental en el crecimiento y sostenibilidad de la economía de libre mercado y capitalista. Se inician los movimientos obreros y sufragistas feministas que convertirán a las mujeres en ciudadanos de plenos derechos (o casi).
Será a partir de finales del siglo xix cuando las mujeres entramos en una nueva dimensión personal y de identidad que resuelve muchos problemas de injusticia social contra nosotras, pero que añade uno en particular aún sin solucionar: la conciliación laboral, familiar y doméstica.
Ante esa nueva situación, las mujeres no se acobardan ni se quejan (bastante han tenido que aguantar para llegar a tener estos derechos). Las consecuencias de las intensas jornadas laborales (casi siempre peor pagadas y con menor proyección profesional que los hombres) acaban sacando a la luz un grave inconveniente para la mujer, que continúa siendo el principal puntal en la cría de sus vástagos y en el cuidado del hogar familiar, como siempre ha hecho a lo largo de la historia de la humanidad.
Las mujeres están agotadas y deprimidas y, aunque no quieran admitirlo, son muchas las que no le ven tantas ventajas a tener un trabajo profesional. Sobre todo, aquellas que, o bien sus maridos ganan por los dos, o bien las que pertenecen a clases sociales bajas y con trabajos precarios, que por supervivencia no pueden abandonarlos, pero que ni mucho menos obtienen con ellos la capacidad de vivir dignamente.
Es entonces cuando muchas de ellas deciden feminizar al hombre. Proponen a sus parejas que compartan todas las tareas del hogar, algo que es totalmente justo. Sin embargo, esta decisión supone quitarles a ellos ese tiempo en el que antes realizaban una serie de actividades en las que desfogaban la presión no solo del trabajo, sino las propias de la naturaleza masculina.
En ningún momento afirmo que el hombre deba anteponer sus prioridades personales a las de compartir los cuidados y necesidades que requiere el hogar familiar. Lo que estoy tratando de plantear es cómo la inclusión de la mujer en el trabajo profesional ha supuesto muchos beneficios para la sociedad y para ella misma, pero a la vez ha generado ciertos perjuicios e inconvenientes de difícil solución.
Los hombres no pueden ser ellos mismos porque ven limitadas sus actividades masculinas (he hablado de ellas en el capítulo anterior) al tener que pasar más tiempo en el hogar y no precisamente en su «cueva» haciendo lo que les gusta. Y las mujeres tampoco pueden sentirse femeninas (en el sentido de percibir un entorno afín y coherente en valores a sus necesidades de fémina) porque el mundo profesional está cimentado en reglas e ideologías puramente patriarcales. Así que, para compensar la falta de masculinidad que necesitan para soportar estas reglas del juego, las mujeres se masculinizan. (Hay un capítulo más adelante sobre esta cuestión).
C. APEGO EMOCIONAL HACIA EL HOMBRE
La mujer no es autónoma ni independiente. Y la razón de ello es que continúa creyendo que los derechos logrados por sus antepasadas feministas —y que la hacen ciudadana de pleno derecho— son compatibles con los privilegios machistas que ella misma consiente y permite.
La mujer no vive si no es para igualarse y compararse con el hombre en las ocasiones que le conviene. Pero, cuando no le interesa que la vean en igualdad de condiciones, mantiene una distancia a mi modo de ver injusta e hipócrita con la que perpetúa esa imagen borrosa, pasiva y manipuladora con la que la mayoría de los hombres la identifican, aunque sean pocos quienes se atrevan a reconocerlo.
El apego más dañino que convierte a una mujer en un apéndice del hombre es, sin duda, el emocional o sentimental. Las féminas siguen «cazando» hombres para subsistir, crecer y evolucionar como mujeres. Y no se plantean a priori ninguna otra forma de prosperar como seres humanos. No confían en el poder femenino que les aportarían otras mujeres con las que podrían formar familias, centros de negocio, etc.
Porque son capaces de entregar a un hombre su propia vida y confiársela sin crecer antes como seres humanos responsables y autónomos (supongo que si así fuera no pondrían en manos de ellos una responsabilidad que les compete a ellas). Las mujeres creen que aman a los hombres por su naturaleza generosa y romántica, pero la verdad es otra. Lo hacen porque no se quieren a sí mismas.
Así como el hombre tiende a buscar en la mujer un modelo de objeto sexual o servilismo, la mujer siente atracción hacia el varón por representar para ella el mejor sujeto en el que verter su insaciable necesidad de darse y entregarse a cualquiera que no sea ella misma.
Y, en ese tipo de correspondencia, ambos crean uno de los vínculos más fuertes y poderosos a la vez que tóxicos y nocivos.
Las mujeres forman familias que en muchos casos las forzarán a reducir o a abandonar su trabajo profesional. Si no es así, las desquiciarán como personas y madres por el tremendo esfuerzo doméstico que casi siempre recae sobre ellas. Y acabarán por tener una relación de pareja basada en el compañerismo (en donde no quedará un ápice de pasión, lo que inevitablemente conllevará enterrar sus necesidades sexuales), si no acaban abocados a una separación o divorcio, lo cual desequilibrará emocionalmente a los hijos, aumentando, si cabe, el sentimiento de culpa ya habitual en una mujer.
Sin embargo, y según demuestran las estadísticas en plena era tecnológica del siglo xxi, el número de mujeres que disminuyen sus jornadas laborales o renuncian a su profesión o que sufren violencia machista por parte de sus parejas ha aumentado considerablemente en la última década y no deja de ir a más.
Menos mal que no existen estadísticas que visualicen la cantidad de mujeres y hombres infieles en sus matrimonios, o los que aún mantienen relaciones sexuales satisfactorias con sus parejas después de diez o más años de matrimonio.
D.