Feminismo Patriarcal. Margarita Basi
la que el hombre proyecta en ella a través del vínculo que ambos establecen. Y es ese lazo dependiente con el que la fémina atará no tanto los intereses y deseos de un hombre, sino los suyos propios, quedando estos relegados a un segundo plano por esa tendencia, genética o cultural que tiene la mujer a darse antes a los demás que a ella misma.
Es decir, la mujer creará un mundo propio alrededor del hombre, pues ella es consciente de que depende de él para sobrevivir y prosperar. Y, aunque la profesión sea un puntal cada vez más importante en la vida femenina, las relaciones sentimentales o maternales serán generalmente prioritarias.
La mujer de hoy día, a mi parecer, trabaja más por necesidad económica y emocional (quedarse en casa, aun sin necesidad de trabajar para ganarse la vida, es una opción poco atractiva por el agobio y tedio que supone una vida sin ocupación) y no tanto porque busque con ello una independencia y una autonomía totales con respecto al hombre. Es decir, que si la gran mayoría de las mujeres trabajan fuera del hogar, no lo hacen con el fin de realizar y desvincular sus proyectos existenciales de los de «sus parejas» o de aquellos con los que la sociedad «patriarcal» trata de arrinconarlas y aislarlas, sino que lo hacen para sobrevivir o vivir con mayor confort.
Y no quiero decir que el hombre no trabaje con esa misma motivación también, sin embargo, para él la profesión engloba, casi siempre, su único leitmotiv existencial (por mucho que hoy los padres estén entregados a sus familias y colaboren afectiva y físicamente en el sostén de la familia). Por algo, cuando llega la jubilación, el hombre no sabe bien qué hacer con su vida y suele entrar en un periodo de ansiedad o depresión hasta que no se conciencia de esa nueva situación. El hombre ha sido adiestrado en los valores de la competitividad, la agresividad y la conquista, no así la mujer.
Es mucho más fácil que una mujer sin hijos ni pareja, pero con un buen trabajo, sienta durante su época fértil un vacío emocional que un hombre en esas mismas circunstancias. La razón no es otra que la de haber ido incorporando en su esquema cerebral una serie de conductas a lo largo de su historia sobre cuál ha de ser el «buen modelo» según el que una mujer debe comportarse. A lo que hay que sumar también una advertencia que le recuerda constantemente lo que ocurriría si se apartara de esos estereotipos femeninos: ni más ni menos que la pérdida del interés y el beneplácito masculino.
Hasta que la mujer no se deshaga de ciertos privilegios machistas y, primordialmente, de esa pulsión enfermiza que no es generosidad, sino sacrificio (que surge cada vez que una mujer cede su propio respeto y dignidad para ofrecérselo a quienes no van a corresponderla en igual medida ni condiciones debido a esa inopia perpetua en la que vive sumida y de la que parece no querer despertar), no dejará de ser su propia esclava y ser vista como tal por el heteropatriarcado.
Mientras la mujer permanezca en «una minoría de edad existencial», como parece ser el caso, su renuncia a tomar las riendas de su vida no solo la invitará a la inacción con la que otros decidirán por ella a través de obtener el máximo de privilegios en detrimento de los femeninos, sino a ejercer un perverso «maltrato contra sí misma», que la abocará una y otra vez a repetir conductas masoquistas mientras creerá firmemente ser un ejemplo de virtud femenina con el que el heteropatriarcado se congratulará y beneficiará sin necesidad de mover un dedo.
Y en esa «esquizofrenia emocional» vive continuamente una mujer.
¿Para qué preocuparnos si las mujeres están tan bien adoctrinadas que, cuando alguien trata de hacerles ver la injusta manipulación en la que la sociedad masculina dominante las tiene engañosamente atrapadas, estas se revuelven como fieras salvajes negando tal blasfemia y recreándose aún más, si cabe, en interpretar fervorosamente los clichés y ademanes que las acercan a su feminidad alejándolas de su humanidad?
Las mujeres no construyen su identidad teniendo en cuenta su poder e independencia sexual, desligada del apego sentimental hacia el varón, ni tampoco en su capacidad para criar a sus hijos de diferentes formas, como puede ser conviviendo junto a otras mujeres (además del padre) en época de gestación y crianza. Y ni mucho menos confían en ellas y en otras mujeres o en hombres con una identidad de género femenina, que piensen y sientan de una forma más afín a la de ellas para así sobrevivir, progresar y emanciparse económicamente.
El hombre construye su sentido de identidad sobre dos cuestiones principales: el sexo y la profesión. Las relaciones personales, familia y pareja adquieren un papel más relevante cuando el hombre alcanza la edad madura. Y, aunque un hombre tenga una familia propia antes de los treinta años, su principal referente con el que identificarse y exponerse ante el mundo será el valor que tiene para él su potencia sexual y su profesión.
Sin embargo, y según explican muchos psicólogos y antropólogos especializados en la «masculinidad», la fuerza más intensa y visceral que mueve a un hombre a la hora de intensificar y preservar su identidad masculina es la que le impele a rechazar y a distanciarse lo más posible de la identidad femenina. Aquella que pudiera contaminar su virilidad, pues es una lucha que libera cada día y que solo llega a su fin en la ancianidad (o si llega a descubrir su animus femenino a través de conectar y aceptar su parte vulnerable, como las emociones y sentimientos). Ellas luchan por encajar en los patrones masculinos reproduciendo algunas conductas masculinas que, a la vez, recriminan en los hombres, y ellos pelean afanosamente para que la energía confusa, convulsa y emotivamente femenina no los atrape y los transforme en peleles sin poder de decisión ni voluntad.
Mientras las féminas buscan referentes en la masculinidad para sentir su verdadera identidad, los hombres se apartan de ellas como de la peste. El mayor miedo que puede sentir un hombre es que otros varones descubran en él rasgos o ademanes femeninos. Algo que en una mujer no ocurre. De hecho, hay muchas mujeres que están despertando su agresividad entrenando en deportes como las artes marciales (aunque más como una moda o forma de eliminar el estrés que como medio para defenderse de posibles agresiones), algo que hasta hace poco era exclusivo para hombres. O también dejando emerger su parte masculina a la hora de expresarse con contundencia o para denunciar su incomodidad ante comentarios machistas. Algo que aún, por desgracia, es interpretado por muchos hombres como síntoma de histeria propio de quien pierde los papeles. A veces las mujeres hemos de aguantar incluso comentarios misóginos como los que relacionan estos «arrebatos» de locura a nuestra menstruación o, peor todavía, a la carencia de sexo.
Para el hombre, el sexo y la potencia sexual son sus prioridades durante la adolescencia, juventud y buena parte de su vida adulta. A algunos, incluso, les obsesionará de por vida. El sexo es la medida en la que los jóvenes miden su incipiente virilidad debido, como es lógico, a la eclosión hormonal que la testosterona produce en su cuerpo y en su mente. Más tarde, y sin dejar que el sexo siga siendo vital como expresión de su identidad viril, la profesión se convierte en pilar imprescindible en ese camino de reafirmación de la identidad.
Así como para la mujer la profesión es una prioridad secundaria (ya hemos dado las razones anteriormente), pues todavía hay muchas féminas que relegan su carrera profesional para dedicarse al cuidado familiar, para el varón es la herramienta más poderosa con la que se identifica como individuo en la sociedad.
Cuando conocemos a un hombre por primera vez este suele rebelar de inmediato, incluso sin preguntárselo, cuál es su profesión. Y probablemente pasará horas explicando anécdotas y detalles, casi siempre anodinos y aburridos para nosotras, con los que él se sentirá totalmente identificado. Sin embargo, una mujer, en general, dedicará pocos minutos a ello, ya que aquello que de verdad la identifica son los detalles vivenciales, emotivos y más personales de su vida, provengan de su vida laboral o personal. Incluso, en los pocos casos de mujeres que tienen profesiones de relevancia, estas prefieren hablar de cualquier otro tema que no sea el laboral en su tiempo de ocio.
Esta reacción, bastante usual en la manera en la que hombres y mujeres sienten la profesionalidad como signo de identificación personal, se comprende bien cuando analizamos la educación en la que un varón ha levantado su identidad y que lo adiestra en la creencia de ser no solo el principal puntal económico familiar, sino que lo lleva a identificarse y a valorarse por la jerarquía o valía profesional antes que por la personal. Eres aquello en lo que trabajas y lo que obtienes por ello, lo demás no es importante.
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