Feminismo Patriarcal. Margarita Basi

Feminismo Patriarcal - Margarita Basi


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lesbiana sigue manteniendo relaciones de sumisión y opresión, aunque no viva en pareja con un macho alfa, porque está vinculada al mundo y en su día a día recibe el mismo mensaje paternalista, misógino o agresivo, como tantos heteros, simplemente por no querer encajar dentro del molde en el que el poder patriarcal insiste en encasillar a todos los colectivos, aunque cada vez con menos éxito.

      Quizá una lesbiana no sufra la «subyugación» en sus relaciones personales, de pareja o sexuales, pero se sentirá igualmente «sometida», como la mayoría de las mujeres heteros, cada vez que emprenda cualquier actividad fuera del amparo íntimo y privado, es decir, en la esfera pública social.

      En cambio, las féminas heteros que conviven o se relacionan en ambos entornos, públicos y privados, con la heteromasculinidad dominante sufren por partida doble: no solo el menosprecio y la supremacía heteromasculina, sino también la ignorancia absoluta de ser ellas mismas quienes consienten su propio sometimiento por creerlo una forma de cuidado y protección más que un desprecio hacia su dignidad.

      Y es esta forma «inconsciente» pero latente en el propio sentimiento de identidad de las mujeres heteros la que carcome lenta pero implacablemente la autoestima y el orgullo propio en todo ser humano. Un vil engaño por parte del poder heteropatriarcal y una irresponsable renuncia femenina, con la que esta se desentiende de su poder para entregárselo al hombre conquistador, seductor, seguro e independiente. ¿Por qué? ¿Para qué?

      Por cultura, educación, maternidad, costumbre, protección, habito, pereza, vicio… Para sobrevivir, tener mejor calidad de vida, no sentirse sola, tener a quien responsabilizar de sus carencias, traumas y apegos…

      ¿Quién sabe qué misterios encierra la mente de una mujer sometida al poder heteropatriarcal? Ni siquiera Freud pudo responder a esa pregunta.

      Lo que sí puedo afirmar a estas alturas de la historia es que no voy a aceptar, como sentencian muchas feministas, que la única responsabilidad de la opresión femenina (así como de las injusticias sociales que conlleva el heterocapitalismo creado, eso sí, por la heteromasculinidad) es exclusiva de los hombres.

      A lo largo de este trabajo desentrañaré las conductas, conscientes o no (pero al fin y al cabo hábitos y conductas femeninas), que retroalimentan la ingeniosa maquinaria de la heteromasculinidad normativa con las que las mujeres heteros aceptan y consienten las creencias que el patriarcado les transmite y con las que ellas, irreflexivamente, inoculan en sus hijos el veneno machista en el que se basan las categorías femenino y masculino devolviendo una y otra vez su poder al hombre.

      CAPÍTULO 4

      ¿QUÉ QUEDARÍA DE LA «MASCULINIDAD» Y DE LA «FEMINIDAD» SI LAS DESPOJÁRAMOS DE SU POLÍTICA Y DESNATURALIZÁRAMOS SU IDEAL?

      En una sociedad patriarcal como la nuestra, es comprensible pensar que el sentido de identidad que tengan las mujeres de sí mismas puede resultar más borroso y desfigurado que el que posean los hombres de sí mismos.

      Este mundo tan masculinizado facilita e incluso aplaude aquellas actitudes y creencias que se identifican más con la razón que con las emociones y sentimientos. En este sentido, creo que al hombre le ha sido más fácil construirse una imagen masculina que sea coherente con sus valores y condición de hombre que a una mujer levantar una imagen femenina que sea acorde con sus cualidades.

      Por algo él ha sido quien ha creado las bases que aún imperan en nuestras sociedades, en las que la fuerza, la competitividad, el ansia de conquista, la racionalidad, los reglamentos y el pragmatismo son sus principales señas de identidad. El hombre siempre ha sentido un especial orgullo por serlo, algo de lo que la mujer carece en su condición de fémina.

      Sin embargo, los varones han hallado mayor dificultad a la hora de acceder a su naturaleza interna, pues la gestión de las emociones no es precisamente su punto fuerte. Pero ¿para qué habrían de preocuparse por ello si en el mundo sigue imperando una ideología conquistadora, racional y agresiva, más que otra ética, solidaria y fraternal?

      Para las mujeres no ha sido fácil vivir en un mundo que todavía las trata con condescendencia paternalista, cuando no con violencia y agresividad.

      La fémina, lejos de unirse a otras para defenderse de esa humillación, eligió doblegarse al poder masculino creyendo que era la única forma posible de sobrevivir en un mundo hostil para ella. En cambio, también podía haber optado por otro camino: el de la lucha por defender su dignidad. Una elección que quizá la hubiera llevado a acercarse más a su verdadera identidad femenina.

      No lo hizo. Y desde entonces la mujer solo tiene un espejo en el que mirarse para reconocerse: el que le presta el hombre. Así lo confiesa Simone de Beauvoir en su célebre ensayo El segundo sexo.

      A las mujeres no les bastó su capacidad de amar y cuidar, o su sabiduría emocional para impedir que los valores masculinos (tanto cualidades como defectos) atravesaran su frágil y débil autoestima quebrando su genuina identidad durante siglos.

      En esa continua dualidad vive una mujer hoy día. Teniendo que reprimir su pulsión de cuidar y darse a los demás sin los límites que el amor propio impone a un ser humano adiestrado en ese fin, y la responsabilidad con la que la mujer se obliga a sí misma a ser dura, pragmática y resolutiva en el mundo de los hombres patriarcales.

      Porque, en el fondo —no nos llevemos a engaño—, el trabajo profesional que casi todas las mujeres ejercen en el ámbito social y público es un calco del que reproducen en el entorno privado. Porque sus ambiciones profesionales casi siempre acaban relegadas o destruidas por el cuidado de la familia.

      A continuación, expongo las razones o pulsiones más influyentes con las que una mujer y un hombre se identifican como tales. Algo que bien puede ampliarse a otros colectivos de identidad, puesto que todos ellos también han bebido y siguen haciéndolo de las fuentes, hasta ahora únicas, en las que la sociedad ha vertido aquellos referentes y categorías con los que nosotros hemos construido o deconstruido nuestra identidad.

      Cuando utilizo los términos «masculinidad» y «feminidad», lo hago sabiendo que ambos son constructos culturales, políticos y universales, absolutamente artificiales, a pesar de haberlos interiorizado hasta el punto de creer que son naturales e innatos como parte inherente a nuestra biología humana.

      Porque, aunque hoy día muchas personas puedan elegir la identidad sexual o de género que no les ha tocado en herencia biológica, tan solo tienen una en la que reafirmar su identidad. O se es macho o hembra. Cualquier cosa híbrida, mixta o de nueva generación que se aparte de estos conceptos binarios es básicamente rechazada y denostada.

      Es más, el trans que se somete a una operación de cambio de sexo, incluso aquel que mantiene sus genitales desde su nacimiento, pero se identifica con el género contrario, busca reproducir los mismos estereotipos y clichés del binomio femenino-masculino, ya que no hay ninguna otra opción más.

      ¿Qué clase de libertad es aquella que limita y encorseta las posibilidades infinitas de expresión humana abocando a miles de seres humanos a arrancar de su cuerpo las partes que ellos piensan hirientes y defectuosas, cuando lo único perverso, deficiente y macabro es el propio sistema sociopolítico, económico y capitalista al que todos, sin excepción, seguimos votando y preservando su continuidad?

      Un hombre homosexual tiene mucho en común con uno hetero, salvo la diferencia en su preferencia sexual, porque ambos han sido educados en los mismos valores: el vigor y potencia sexual como signo de virilidad y la ambición profesional como seña de conquista del entorno.

      En cambio, una mujer lesbiana, al igual que una hetero, ha sido culturalmente programada para servir antes que para explorar y adueñarse del mundo. Así que, aunque muchas lesbianas crean que están en otra esfera aisladas del sometimiento heteromasculino, lo cierto es que la mayoría de ellas reproducen los mismos esquemas profesionales que sus compañeras heteros, con la única diferencia de que estas últimas siguen sometidas en sus propios hogares cuando los compartan con parejas heteromasculinas dominantes.

      Los pilares principales sobre los que la fémina edifica y siente su identidad femenina son dos: las relaciones personales y sentimentales, sobre


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