Antigüedades y nación. María Elena Bedoya Hidalgo

Antigüedades y nación - María Elena Bedoya Hidalgo


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el último suspiro de la Belle Époque hasta el momento en que la Primera Guerra Mundial (1914-1918) cambió por completo la geopolítica internacional. Desde la agonía del siglo XIX, María Elena Bedoya ofrece una mirada crítica sobre los museos de la región andina de Colombia, Ecuador y Perú con un enfoque poco común en la literatura especializada de esos países sudamericanos: la práctica del “coleccionismo de antigüedades”. Esa praxis transcurrió en un contexto de varios entrecruzamientos, como la paulatina consolidación de los Estados nacionales, la “crisis modernista” de la Iglesia católica ante la impronta del liberalismo y el racionalismo y la institucionalización académica del “pasado precolombino”. Todo ello en un ambiente de continuas negociaciones, tensiones y disputas entre los afanes del coleccionismo privado y el interés público en la esfera educativa y científica.

      Los gobiernos de esos países compartieron la curiosidad metódica por el pasado, al mismo tiempo que se mantuvieron en sintonía doctrinaria con el progresismo industrializador y la educación racionalista occidentales. Con ese gesto abrieron una brecha entre el pasado precolombino y el presente nacional. Pero ¿de cuál nación hablamos? ¿En cuál de esos pasados afianzarse?, ¿en el de los incas?, ¿en el de los cañaris?, ¿en el de los aimaras, los chibchas o los muiscas? ¿El pasado de las cordilleras andinas, o el de los litorales del Pacífico y el Caribe? ¿El pasado precolombino, el colonial o el nacional republicano?

      Durante gran parte del siglo XIX, las antigüedades circularon como simples curiosidades hasta que un “mercado trasatlántico” las demandó como piezas de colecciones para los museos de Europa y los Estados Unidos. Ello, a su vez, convergió con un interés genuino por construir un territorio local o nacional en la región de los Andes.

      El punto de partida temporal, de la investigación de Bedoya, sugiere la trama: la participación de estos países en la Exposición Histórico-Americana de Madrid, en 1892, como memoria conmemorativa del cuarto centenario del “descubrimiento de América”. Paradójicamente, los países sudamericanos, al igual que México, se sumaron al proceso de construcción de la identidad española en su lucha por contrarrestar la influencia panamericanista de los Estados Unidos.

      En particular, la autora destaca la “diplomacia zalamera” que acompañó al gobierno conservador de Colombia que regaló a la monarquía española el Tesoro de los Quimbayas en agradecimiento por su intervención favorable en el tratado de límites fronterizos con Venezuela, en 1891. Se trata de una “política del favor” que la mentalidad oligárquica lleva a cabo con el regalo de objetos confeccionados en metales preciosos o de diversa índole. Ese “tesoro” se expuso en el Museo Arqueológico Nacional de España desde su donación, en 1893, hasta 1945, año en que fue trasladado al Museo de América de Madrid. La colección donada consta de 122 piezas de orfebrería de oro de objetos corporales y piezas de uso ceremonial.

      Mientras el gobierno colombiano se autodespojaba de su tesoro, la respuesta mexicana fue por completo distinta. La misma exposición colombina sirvió para consolidar el Museo Nacional, cuyo director, Francisco del Paso y Troncoso (1889-1892), le imprimió un mayor enfoque arqueológico e histórico, junto con una nueva sección de antropología y etnografía. En los Andes, en cambio, el uso de las antigüedades de la nación como regalos para congraciarse ante la monarquía española o el papa León XIII muestran una “diplomacia zalamera” poco articulada con un proyecto de Estado nacional.

      Pero no todo estuvo perdido. Bedoya aborda con meticulosidad el surgimiento de lo que denomina “intelectuales-coleccionistas”, como Federico González Suárez y Vicente Restrepo, quienes movilizaron la creación de academias, instituciones y museos con los que se produjo un discurso de lo nacional imaginado. El ambiente en que transcurren estas acciones es contradictorio y complejo.

      El fin de siglo sudamericano estuvo inmerso en luchas fratricidas entre los bandos liberales y conservadores. La guerra del Salitre o guerra del Pacífico, que enfrentó a Chile contra Perú y Bolivia (e involucró a Ecuador y Venezuela), entre 1879 y 1884, así como la guerra de los Mil Días en Colombia, de 1899 a 1902, cuyo epílogo dramático fue la separación de Panamá, en 1903, enmarcan la dificultad para establecer un consenso no únicamente sobre el pasado, sino también sobre el futuro de esas naciones. Antigüedades y nación viene a contribuir a la discusión sobre las tradiciones inventadas de los países latinoamericanos.

      Al respecto, conviene recordar la obra del historiador mexicano Edmundo O’Gorman, quien propuso, en 1958, la tesis ontológica de la “invención” de América, en lugar de su “descubrimiento” por Cristóbal Colón. Sin proponérselo, desató un proceso deconstructivo en la historiografía sobre la colonización del imaginario de las Indias Occidentales1. La cultura material del Nuevo Mundo quedó inscrita en un conjunto disperso de “objetos de extrañeza” que formarán parte del coleccionismo de la modernidad temprana de Europa occidental. De ahí que la investigación sobre las representaciones sociales que se manifiestan en las expografías o los museos —como lo hace Bedoya— resulta útil para el conocimiento de la difusión de los saberes, es decir, de la relación entre pensamiento y comunicación. El estudio de los museos de historia natural, históricoantropológicos o de arte, en las Américas, constituye un auténtico crucero de conceptos sociológicos y hasta psicológicos. Se interconectan lo que se observa como “objeto curioso”, “objeto extraño” o “desconocido”, con las recreaciones que ese “otro” hace del nuevo orden clasificatorio —antropocéntrico— de la naturaleza.

      Desde esta perspectiva del coleccionismo y los museos, la noción de imaginario devino en una construcción de sistemas clasificatorios (conceptos, taxonomías, genealogías) de gran eficacia y coherencia, tanto en su elaboración como en sus diversos usos. El “imaginario” cameralista de los siglos XVI-XVIII sobre las cosas de América no solo significó que “fueran la imagen de…”, sino también una incesante recreación, principalmente indeterminada, de formas/imágenes, en virtud de las cuales solamente podrían “referirse a algo”. Se abre así una distancia entre las cosas y las palabras que las significan, según su contexto de uso. De ahí que el “imaginario” no tiene tanto un objeto que referir, sino solo deseos proyectados. Y estos, quizá, pueden interpretarse mediante el simbolismo. A partir de este terreno de las relaciones simbólicas entre campo de la cultura y reproducción social, los museos operan también como dispositivos de autoobservación, recreación y hegemonía (o dominación).

      En la historiografía contemporánea pos-O’Gorman, a la que pertenece Antigüedades y nación, el proceso de invención de un Nuevo Mundo no puede interpretarse más como un “descubrimiento”, ni mucho menos como “un encuentro”, sino como parte de la reinvención de Europa a partir de la necesidad de codificar una nueva otredad2. A partir de ese lugar, se construirá en la escritura histórica, arqueológica y etnográfica una frontera invisible de representaciones. Los extraordinarios relatos de aventureros y exploradores de aquellos tiempos de conquista y colonización simbolizan las alteraciones —las mutaciones— provocadas en una cultura por su no identificación con otra. Desde ese momento histórico, Europa reinventa para sí misma una visión “del otro” fundando una modernidad escriturística de la extrañeza. Incorpora “la otredad” en gabinetes de curiosidades, museos y exposiciones universales, e instala fronteras esencialistas en su territorio: primitivos y civilizados. Un ejemplo de ello lo encontramos en la Exposición Universal de París, inaugurada el 14 de abril de 1900, en una superficie de 120 hectáreas, en la que participaron más de 60 países y a la que asistieron unos 51 millones de personas. Se considera la exposición más grande hasta ahora realizada y estuvo dedicada básicamente a celebrar las glorias del pasado, fundamentalmente de Francia y el resto de Europa. Todo ello debía exaltar los avances tecnológicos y científicos de los países industrializados. El gobierno francés declaró que la exposición debía cumplir como un símbolo de paz y armonía para toda la humanidad. Aunque la mayor parte de las naciones que participaron en París eran europeas, también hubo pabellones de Estados Unidos, China y la mayoría de los países latinoamericanos. Sin embargo, como un recordatorio de dónde radicaba el verdadero poder, gran parte de la exposición incluía “pabellones coloniales” especialmente de Francia, Gran Bretaña, Portugal, Holanda y Alemania. El exotismo asiático o africano quedaba claramente diferenciado


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