ARGENTUM. Martiniano Pujol

ARGENTUM - Martiniano Pujol


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      Mientras comen, Enrique le dice:

      —Che, ¿y si le decís a esa Pistore que venga cuando vienen los japoneses?, tiene la edad de la hija de uno de los tipos y como les tenés que explicar de todo… matás dos pájaros de un tiro.

      —Tenés razón, es buena esa, ahora le mando un mensaje.

      —Hay que estimular a la gente con esa curiosidad científica, y medio que no la traté bien el otro día, “El aluminio es muy polarizante, ¿no cursaste inorgánica?”

      —Sí, cuando te bloqueaste temiendo que algún dictador haga supersoldados con tu accidente, que te vuelvo a decir, si fuese tan fácil lo haría conmigo mismo y volaría a tu lado.

      —¿Te gustaría? —pregunta Enrique.

      —¡Ni en pedo!, cuando me llevaste esa vez a caballito me cagué todo... No, dejate de joder, me subo a limpiar el tanque de agua y después tengo pesadillas del vértigo que me da… Aparte estar en la trastienda como hoy está muy bueno también, ¿o no? Me veo más ahí.

      —Y a mí me viene bárbaro tu cerebro de back up. —Levantan las manos y chocan los cinco.

      Capítulo 6

      Enrique llega a su casa, cansado y pensando qué decirle a Carla cuando la llame. Pone el bolso con el traje de Argentum entre el ropero y la mesita de luz, trae una zapatilla eléctrica y pone a cargar el traje, el celular, la radio y el cargador portátil, no saca el traje del bolso, solo los cables, se tira vestido a la cama y pone el despertador a las cinco de la tarde.

      —Lo pongo a las cinco, me despabilo y la llamo cinco y media.

      Carla es docente de primaria, a las cinco sale de la escuela. Es una muchacha muy bonita, con ojos verdes, pelo castaño con bucles y tez mate que le resalta los ojos. No es alta, más o menos de la altura de Iván, es flaquita y bastante voluptuosa, si se pone algo suelto pasa como rellenita, fue compañera del secundario de Adriana, en el mismo colegio que los chicos, pero ellas son 2 años menores.

      Suena la alarma, Enrique la pospone, vuelve a sonar y la vuelve a posponer, así unas cuantas veces hasta que se despierta sobresaltado. Agarra el celular y mira la hora:

      —Son las 6, no pasa nada, me despabilo y la llamo. —Pero ve que tiene un mensaje de las 4 que dice: “Enrique, ¿fue usted, verdad?”, se despabila de golpe—: ¿Alguien me reconoció?

      —No sé de qué habla, y no tengo su número agendado, ¿quién es? —contesta el mensaje.

      —Soy Icario, ¿lo puedo llamar?

      “¡EL CACIQUE!, me parecía muy cordial”, piensa Enrique y le responde:

      —Por supuesto, don Icario, cuando guste.

      El cacique es muy educado y tranquilo, como todo hombre sabio. En su pueblo, es la personalidad más respetada, mantiene viva la cultura tehuelche, en condiciones muy humildes. Cuando lo conoció hace unos 5 años, solo algunos jóvenes tenían celulares para cuando iban a la ciudad, no había señal en el pueblo.

      Suena el teléfono, Enrique atiende tratando de mostrar alegría:

      —Hola, don Icario, qué gusto saber de usted, veo que se modernizó.

      —Hola, querido Enrique, sí, mi hija medio que me obligó y me enseñó a usarlo.

      —Y veo que aprendió bien, manda mensajes y todo.

      —Sí. ¿Fue usted el del banco, Enrique?

      —Mire, don Icario, yo estoy muy agradecido con usted y no le puedo mentir, pero entienda por favor que no quisiera…

      —Ni a mi sombra, quédese tranquilo por eso, nadie lo va a saber por mí, jamás pondría en peligro algo tan bueno para mi tierra.

      —Gracias por comprender, don Icario.

      —Espero que usted entienda, Enrique, que cuando la madre tierra da un don hay que ser responsable y trabajar por el pueblo.

      —Lo mío no es un don, cacique, fue un accidente.

      —No hablo de usted, hablo de mí.

      —¡Ah!, por supuesto, usted sí —dice Enrique mientras piensa “me la había creído”.

      El cacique continúa:

      —La Pachamama me dio el poder de controlar la energía para curar a mi gente, pero es mi responsabilidad ayudarlo, m’ijo.

      —Usted me ayudó mucho, don Icario.

      —Falta, necesito que me vuelva a ver.

      —¿Le parece?, ¿no sabe hacer videollamadas?

      —No —responde seco—. Necesito que viaje hasta acá y me vea, ¿se dio cuenta del papel que prendió fuego en el banco?

      Enrique se sorprende con el comentario.

      —Sí, sí, tengo un temita con el calor.

      —Cuando la energía no es calor, es luz; venga a verme, se va a quedar 4 días, la parte más difícil ya la sabe.

      —Bueno… eh... sí, cuando usted pueda, don Icario, me hago un lugarcito y lo veo.

      —Lo espero mañana, después de la siesta.

      —¿Mañana?, cacique, tengo que trabajar.

      —No se preocupe que va a poder, mañana después de la siesta —le contesta el tehuelche y cuelga.

      —Hola. ¿Hola? ¿Don Icario? —Enrique está sorprendido, curioso de las enseñanzas de don Icario, pero piensa “¿1700 km?, no tengo tanto ATP preparado para un vuelo tan largo... a ver si Iván hizo...”.

      —Hola, Iván, tengo que hablar con vos.

      —Y hablá, bolas, ¿qué pas…? ¡Gaspar!, ¡¡no te sientes arriba de tu hermano!!

      —¿Qué hace mi ahijado?

      —Se sienta arriba del chiquito…

      —Igual que el padre.

      —Dale, marmota, ¿qué te pasó?... ¡Felipe, no! Le está tirando de los pelos a tu ahijado ahora… ¡soltá! ¿Podés creer que se estaban portando bárbaro, se va a bañar la madre y me vuelven loco? —Se escuchan gritos de los nenes, se nota que Iván no tiene el celular en la oreja—. ¿Querés venir a comer y hablamos acá?, se están matando estos dos.

      —Dale, me baño y voy.

      Enrique llega a la casa de Iván 8 y media y como siempre para en el camino a comprarles cosas a los nenes, compró dos camioncitos de juguete y golosinas.

      Estaciona el auto en la bajada del garaje, sabe que a Iván le molesta, aunque ya haya guardado el suyo, pero ya no le dice nada, hay bromas que con el tiempo pierden efecto, pero él las hace igual.

      Se acerca a la reja para tocar el portero y escucha: “¡Vino el tío Quique!”, su ahijado salta agarrado de la ventana que da del living al jardín seguramente parado en el sillón que hay debajo. Se escucha que Iván grita algo de adentro y Gaspar replica:

      —Dice mi papá que está abierto.

      —¡Vení a saludarme, entonces! —dice mientras ya cierra la reja desde el lado de adentro.

      Gaspar corre por el jardín para abrazarlo, Felipe de un año y medio se cae en el umbral tratando de seguirlo y se pone a llorar. Aparece Adriana corriendo y Enrique la tranquiliza:

      —No se golpeó, Adri, quedate tranquila, cayó con las manos, llorón como el padre nomás.

      —Ah, bueno —dice mientras levanta a Felipe a upa—. ¿Cómo andás, Quique?

      —Bien, porque voy a comer lo que seguro me cocinaste con mucho amor... Y vos pará de llorar que no te pasó nada.

      —No, Iván prendió el fuego, hay asado.


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