ARGENTUM. Martiniano Pujol

ARGENTUM - Martiniano Pujol


Скачать книгу
que invierto en vos es porque creo que te estás embarcando en algo serio, con una función social importante, así que un traje para ocultar tu identidad, sí, pero disfraz de payaso al cotillón, flaco.

      —Parááá, no pensaba en ponerle tubos de neón, pensaba en un discreto, “Ag”, el símbolo de la plata.

      —Se le puede poner algo de eso en el traje, vemos, en blanco con bordes celestes, así Argentum queda bien argento.

      —¡Pensás en todo, chavón, si Batman existiera tendría un pijama tuyo! —Lo abraza, lo levanta y lo sacude entre risas.

      —Bueno, basta, dejate de joder y andá sacando bichos de a uno que los vamos escaneando a ver cómo evolucionaron, y sacá ese noticiero que me cansó.

      Enrique se acerca a los cobayos y cuando pasa por la tablet, le dice:

      —Pongo el canal local de fondo, ¿te parece?

      —Bueno, dale, y vení que te sigo contando del traje que falta.

      Cuando cambia de canal se escucha en la transmisión “TOMA DE REHENES EN EL BANCO MUNICIPAL”.

      Iván se da vuelta súbitamente en dirección a Enrique y la tablet. Enrique levanta la vista, lo mira fijo y con una sonrisa de costado le dice:

      —¿Estrenamos?

      Capítulo 4

      La policía cercó el lugar, con las esquinas bloqueadas, solo las fuerzas de seguridad están frente al banco, apostados detrás de las patrullas. Argentum aterriza con su flamante traje nuevo sobre el techo de un local de ropa que estaba justo enfrente, a espaldas de los oficiales, se arrodilla, se asoma por la carga y escucha las conversaciones, no se pude mandar a lo bruto, no sabe cómo es el panorama en el interior.

      Escucha a uno de los oficiales decirle a un compañero y un hombre de traje gris:

      —El comando ya salió para acá, está en camino, se van a encargar ellos.

      El otro oficial mira por encima del hombro del primero y anuncia:

      —Llegó el comisario.

      —Buen día, Ramírez, póngame al tanto —dice el comisario, un hombre alto, panzón, calvo y con bigotes, todo el cliché.

      —Buen día, comisario —contesta Ramírez muy respetuoso—. Estamos acá con el gerente del banco, tiene acceso a las cámaras con su celular.

      —Muy bien, gracias por su colaboración, señor, pero no puede estar acá por si hay tiroteo, déjenos el celular y vaya detrás de la barricada, por favor —dice el comisario agradecido, pero firme.

      —Disculpe, comisario, no lo tome a mal, pero por razones de seguridad, no le puedo dejar el celular —responde el gerente algo avergonzado.

      —¿Desconfía de la policía, señor?

      —No, no, no, por favor, déjeme que le explique, es un teléfono corporativo, no es mi teléfono personal, para ver las cámaras pide un código cada 5 minutos, y esos códigos no se los puedo dar, protocolos del banco, comisario, sepa entender.

      —Bueno, bueno, está bien —dice el comisario, al que la tecnología lo supera—, no tenemos tiempo para esas cosas, Ramírez, póngale un chaleco al señor si se va a quedar.

      —No hay chalecos, señor, o sea, no tenemos de sobra para el civil.

      —¡Por Dios! —se queja el comisario juntando las manos—. Explíqueme qué pasa ahí adentro y después acompañe al señor afuera del perímetro.

      —No se preocupe, comisario, cuando armamos la barricada apareció una vecina, nos mostró los mensajes de su celular, la hija está adentro escondida en un escritorio con puertas abajo, dice que el delincuente es uno solo.

      —¿Se podrá confiar en esa fuente?

      —Sí, comisario, lo confirmamos con las cámaras —le dice Ramírez—, es un masculino solo, tiene encañonado al oficial de seguridad, todos los rehenes en el piso y a uno de los empleados lo obliga a poner el dinero en un bolso.

      “¡Qué suerte que es uno solo!”, piensa Argentum agazapado en el techo. “Si alguna vez se complica, que se complique cuando tenga más cancha”.

      Por el frente vidriado ve al ladrón detrás del policía de rehén, el arma le apunta al cuello.

      “¿Qué puedo hacer?”, se pregunta cuando de pronto:

      —Argentum, ¿me escuchás? —Argentum se da vuelta y no hay nadie, mira para todos lados... y nada.

      Se escucha una risa y...

      —Soy yo, boludo, pará de mirar para todos lados que no estoy ahí.

      —¿Iván?

      —No, Jesús, pelotudo, sí soy yo, escuchame, te fuiste de raje y no te terminé de contar, en la parte lumbar te puse una radio y un celular, en la capucha tenés manos libres, ¿qué tul?

      —Ya sé que sos un genio, pero casi me matás del julepe. ¿Cómo sabés que miraba para todos lados?, ¿me pusiste una cámara? —pregunta Enrique que ya no sabe qué esperar de Iván.

      —No, te estoy viendo por la tele, en el edificio de la manzana de atrás se plantó el noticiero para enfocar el frente del banco, y tenés razón.

      —¿Con qué?

      —Necesitás capa, se te marca todo el ocote.

      —Dejame de joder ahora, salvo que se te ocurra algo, ¿qué sabés?

      —Tenés que hacer algo ya, los del noticiero dicen que podés ser un cómplice, ya te va a caer la cana encima, vos desde ahí no ves porque el banco es más alto, pero en el techo hay una claraboya, mandate por ahí.

      —Bueno, si la policía me ve no importa, apenas el chorro mire para otro lado… ¡AHORA!

      ¡FUSH! Argentum salta al techo del banco, no puede romper la claraboya con un bombazo de energía, no quiere hacer ruido y perder el efecto sorpresa, la tiene que arrancar silenciosamente, la toma de los costados y tira hacia arriba, está amurada como para sacarla con su fuerza natural, por lo que comienza a aumentar la energía de a poco y TRAC, logra desprenderla casi sin ruido, pero le quedaron doliendo los dedos.

      La policía se empieza a alborotar, ya alguien dijo que desde el noticiero hablan de un encapuchado que entró por el techo. El ladrón ve más movimiento que hace unos instantes y le grita apuntándole a una de las rehenes, sin dejar de sujetar al oficial por la espalda:

      —¡Ey!, vos, abrí la puerta, y que ni se te ocurra salir, siempre de este lado.

      —No, no, por favor —dice la rehén entre sollozos. Era una clienta del banco, gordita y cachetona en sus 40, con rulos y ojos que mostraban mucho miedo.

      —Hacé lo que te digo, carajo —le grita el maleante exaltado.

      —Colabore, señora, por favor, no lamentemos víctimas —le ruega el oficial con el brazo izquierdo del delincuente alrededor de su cuello.

      La señora de rulos asiente, todavía con miedo en sus ojos, pero también con empatía hacia el rehén principal, y obedece.

      Argentum se asoma apenas por la escalera que da al hall de la planta baja, donde está toda la acción, hacia la derecha tiene la línea de cajas, con los rehenes en el suelo contra los mostradores, a la izquierda el frente vidriado del banco, y de frente contra una pared, el delincuente apuntándole a la señora y el policía mirando el arma.

      La señora se levanta, toma el barral de la puerta de blindex, y siempre enfrentando su cara contra el vidrio, da pasos hacia atrás en un arco hasta que la abre.

      El delincuente obliga al policía a acompañarlo al medio del hall, y grita bien fuerte desde adentro, hacia la puerta, a los policías apostados en la vereda de enfrente:

      —¿Qué mierda


Скачать книгу