ARGENTUM. Martiniano Pujol

ARGENTUM - Martiniano Pujol


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correo y vemos qué día se puede —responde Iván sorprendido, eso no suele pasar—. Bueno, espero que les haya gustado, ahora el profe tiene que seguir la clase y nosotros necesitamos cerrar el laboratorio para trabajar.

      Los alumnos van saliendo y Vanina da un último vistazo con lástima a los cobayos.

      —For the greater good —murmura. Iván la escucha y sonríe con empatía, él piensa igual.

      Cuando están solos Iván mira a Enrique:

      —Ya sé que no te gustan mucho las visitas si tenemos que hacerte los concentrados, pero siempre te gustó explicarles a los grupos, ¿qué te pasó que te colgaste?

      —No podemos presentar los efectos en el metabolismo de organismos sanos en la tesis. ¿Y si alguien usa la investigación para reproducir lo que me pasó a mí?

      —No escribimos nada sobre ninguna prueba de plata 115 elemental aplicada directamente sobre médula ósea. ¿Por eso te quedaste colgado?

      —Sí, pero hay sales que liberan el ion, sería similar, ¿o no?, ¿tenemos que eliminar todos los datos del nitrato que es muy soluble?

      —Nooo, tendrías que inyectarte litros, ¿o te parece que a alguien se le puede ocurrir inyectarse un metal radioactivo o una sal tan concentrada directamente en la médula?

      —No quiero que seamos el Feynman del siglo XXI —aclara Enrique

      —¿Perdón? ¿No querés parecerte a un físico premio Nobel mundialmente admirado?

      —¿Perdón?, te salió re-Moria, no, no quiero parecerme a alguien cuya investigación terminó en Hiroshima y Nagasaki, imaginate que hagan supersoldados.

      Iván piensa y asiente:

      —Mirá, te entiendo, pero quedate tranquilo, eso no puede pasar así nomás.

      —¿Estoy paranoico?

      —Un poco, no es tan fácil reproducir lo que te pasó, hay factores azarosos y algo de predisposición genética de tu parte, no es tan simple, tranquilizate que tenemos una buena tesis, en seis meses o un año nos doctoramos. Dale, etiquetamos los bichos y hacemos las pruebas, uno de control y dosis decrecientes de un mg por kilo para tumores de colon.

      Trabajaron hasta las 4 de la tarde y dejaron el laboratorio desordenado para ordenarlo al día siguiente antes empezar, en total querían esperar 24 horas antes de seguir.

      —Bueno, lo dejamos así y hacemos las primeras lecturas mañana —dice Enrique mientras agarra sus cosas—. ¿Me llevás?, vine a pata.

      —¿Y tu auto?

      —Tenía una rueda en llanta y me dio paja.

      —¿Paja?, ¿qué te hacés el pendejo?, paja, paja, dicen ahora a cada rato, a mí de chico me preguntaban qué tiene la escoba abajo y me ponía más colorado que la pibita de analítica que vino hoy a la mañana... ¿No habrás venido volando a plena luz del día, no?

      —No, vine en bondi, ¿no ves que estoy sin mi superjogging?

      —Decí que salimos temprano, si no te volvés en bondi de vuelta, me hacés desviar como 20 cuadras. Aprovecho y paso a ver a mi vieja.

      —Buenísimo, me queda cerca. —Iván lo mira con cara de pocos amigos, su madre vive al lado de Enrique.

      Iván y Enrique no tienen recuerdos sin conocerse el uno al otro, nacieron medianera de por medio. Iván se mudó cuando se casó a los 27 años. Enrique volvió a su casa familiar cuando murió su madre a los 30 y dejó de alquilar, ninguno de ellos tiene padre, ambos eran bomberos voluntarios y murieron en el mismo incendio. Iván y Enrique tenían 9 años.

      Iván estaciona en la puerta de la casa de su madre, detrás del auto de su hermana.

      —Está Nati —dice Enrique haciendo gesto de pechos grandes con cara de sexópata.

      —¡Es mi hermana, tarado! Ahora entro y le cuento los gestos que hiciste.

      —¡Se los hago en la cara, nabo!, la conozco desde que nació, fijate.

      Natalia los ve por la ventana y sale a recibirlos y saludar. Enrique baja rápido del auto para burlarse de Iván.

      —Natiii… —Y la abraza—, apretá que no explotan, son de plástico.

      —Despacio que son carísimas —dice Natalia como siempre riéndose de las payasadas de los dos—, entren que traje facturas.

      Para, Hilda, la madre de Iván, Enrique es como un hijo más, como lo era su propio hijo para su mejor amiga y vecina, que murió hace casi un año, dejando a Enrique huérfano. Ella lo adora, le dice “Quiquito” porque “Quique” le decía a su esposo. Así eran de tan amigas las familias que cada uno de sus padres les pusieron el nombre del otro a sus primogénitos, amigos de toda la vida y bomberos de corazón. De ahí el concepto de heroísmo que tiene Enrique, en el que solo se es héroe si hay riesgo. Natalia se llama así, porque a doña Elvira no le gustaba su nombre y no lo permitió.

      Desde que se casó Iván y se juntó Natalia, Enrique está para ayudar a la madre de Iván en lo que necesite, pero la vuelve loca con sus bromas.

      Hilda le reclamó a Iván que no llevó a sus nietos. Después de explicarle que la visita era inesperada pasaron el rato entre risas recordando travesuras de cuando eran chicos.

      —Miren esta foto —les dice Natalia a Iván y a Enrique volviendo de su antigua habitación—. ¿Se acuerdan?

      —No —dicen en simultáneo, Hilda se muerde el labio inferior sonriendo, ella sí se acuerda.

      —¿Qué hacés llorando arriba de un árbol? —le pregunta Iván.

      —Ustedes me hicieron subir y se fueron, me dejaron arriba, estuve como 10 minutos llorando hasta que me vio el tío Iván.

      —No me digas que mi viejo antes de bajarte te sacó una foto —le dice Enrique, a las carcajadas—. ¡Qué fenómeno!

      —Sus padres eran dos paparulos igual que ustedes dos —les dice Hilda resignada.

      Enrique se vuelve a su casa a las seis y media, Iván se va unos minutos después y al llegar a su casa se da cuenta de que Enrique dejó su tablet en el asiento del acompañante.

      “Se la olvidó por hacerse el gracioso”, piensa y la baja del auto entre sus cosas, ya está oscuro.

      Juega con sus hijos hasta la hora de la cena. Después se relaja en el sillón a mirar un poco de tele, con el irlandés en las rocas que tanto le gusta. Ve sobre el otro sillón su mochila y la funda azul de la tablet de Enrique, la abre, sabe la contraseña. Enrique no sabe que la sabe, pero nunca le preocupó esconderla de él. Abre la aplicación para rastrear el celular, Enrique tiene todos sus dispositivos vinculados. La ubicación es la del correo: “Carla”.

      Capítulo 3

      Enrique entra al laboratorio media hora tarde y bostezando, Iván lo saluda desde la oficina adjunta con sarcasmo:

      —Buenas tardes, licenciado Lercosh.

      —Cuánta formalidad, licenciado Tawson, ¿qué le pasa, no me dice más Quique?

      —Depende del bolazo que vayas a meter por el horario, ¿te acostaste tarde?

      —No, me dormí temprano, pero me quedé pegado nada más, aparte hasta las 9 siempre tomamos mate y leés el diario en la compu.

      Iván con la vista fija en la pantalla le retruca:

      —¿Sabés que te olvidaste la tablet en el auto por bajarte rápido a hacerte el vivo con las gomas de mi hermana, no?

      —¿Me estás jodiendo? ¿Desde cuándo te enojás cuando la cargo a Nati?

      —Nada que ver, no es por eso, con la tablet ubico tu celular, por eso me doy cuenta de que me mentís. A las diez de la noche estabas


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