Colgada en Nueva York. Erina Alcalá

Colgada en Nueva York - Erina Alcalá


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qué hora?

      —A las siete en punto, cuando haya venido del gym y me haya duchado.

      —No hay café.

      —Pasado mañana, entonces.

      —Bien.

      Quién era, ¿Superman? Ella ya estaba agotada.

      Al final se dieron las buenas noches, ella recogió lo de la comida y de momento se marchó a dormir.

      Mañana no iba a poner alarma ni nada de nada.

      —Nerea…

      —Sí, señor.

      —Tienes el domingo libre y el sábado por la tarde, si no salgo, me dejas la cena.

      —¡Está bien!

      ¡Ah, Dios! ¡Qué felicidad!

      Lo sentía por la chica, pero ese trabajo con ese sueldo y poder tener una casa y escribir unas horas sus novelas en cuanto terminara la limpieza, era suyo. Y tenía para escribir sábados y domingo, perfecto.

      Había sido una suerte. Lo malo es cuando se enterara de que no era la chica, quería tener en sus manos ya su contrato; sabía limpiar, cómo no, sabía hacer de comer, comprar y, sobre todo, tiempo para seguir escribiendo sus novelas.

      Era perfecto.

      Y se quedó dormida a plomo.

      Al día siguiente, se levantó a las nueve de la mañana. Muy tarde para el horario americano, pero bueno, la casa era suya. Primero iba a salir a desayunar. Iba a mirar si había trajes para el tinte y hacer una buena compra que se le la llevaran mientras ella se traía lo necesario de la limpieza para la cocina que era lo primero que iba a limpiar, aunque todo estaba reluciente; solo había un poco de polvo.

      Llevó dos trajes al tinte y puso una colada. Tenía la cesta de la colada llena. La dejó puesta y salió primero al tinte y luego se metió en una cafetería a desayunar.

      Se había puesto unas mallas cómodas, unas zapatillas y una camiseta.

      Era mediados de abril y no tenía frío, hacía buena temperatura e iba a limpiar.

      Después de un buen desayuno, subió de nuevo la avenida y entró en el supermercado y preguntó si le llevaban la compra, así que estuvo un buen rato para llenar la nevera, más la lista de bebidas que le había dado Taylor. Llenó dos carros. Fruta, zumos, café, congelados, carne, pescado; todo para una semana al menos y algunos perecederos.

      Y la limpieza que se la llevó ella a casa y el portero la ayudó hasta el ascensor.

      —No se preocupe, si me van a traer la compra del señor Taylor.

      —¿Trabajas para él?

      —Sí, me llamo Nerea.

      Menos mal que era el otro portero, no el de la noche anterior.

      —Yo me llamo Marc, si necesita algo, lo que sea, aquí estoy.

      —Gracias. se lo agradezco. Que me suban la compra cuando lleguen.

      —Muy bien, señorita…

      —Nerea, Marc.

      Cuando llegó a casa, abrió el balcón para ventilar la casa, así como todas las ventanas y puertas. Se puso a limpiar la cocina. No tardó mucho, y aunque era enorme con la isla, taburetes y demás, solo tenía un poco de polvo.

      Abrió todos los cajones y puertas y los dejó abiertos para ventilarse.

      Cuando colocara todo, limpiaría el suelo de la cocina.

      Aún no le habían traído la compra y limpió la puerta de entrada. Como era bajita, buscó unas escaleras en el cuarto de la limpieza, que utilizó para la cocina. Limpió el salón enorme que tenía y la terraza, regó las platas y solo quedaba de todo el suelo del salón.

      Llegó la compra y empezó a colocar los enseres.

      Cuando acabó, eran las tres de la tarde y tenía hambre, así que se hizo una ensalada de pollo y un café.

      Iba a fregar todo ese suelo con una mopa y un líquido especial, ya que el suelo era de madera, excepto la terraza, que la limpió con la fregona. Y limpió los cristales del gran ventanal.

      Cuando terminó, estaba muerta. Recogió la colada, hizo la cama de Taylor y se metió en la cocina a hacer la cena.

      Al día siguiente recogería lo del tinte y haría las habitaciones.

      Casi en dos días podía terminarlo.

      Hizo una paella para dos y medio o tres, porque Taylor era un tipo alto y suponía que tendría hambre al llegar.

      La tapó, se dio una ducha y descansó.

      Ya no podía hacer nada más ese día. Estaba muerta.

      Dejó su suite abierta y se recostó en el sofá de su saloncito. No iba a poder escribir en dos o tres días, pero al menos iba pensando en la trama.

      Cuanto más a gusto estaba, le tocaron el hombro.

      —Nerea. —Ella saltó del sofá.

      —No te asustes, mujer, soy Taylor, acabo de llegar.

      —Me he quedao dormida, perdón.

      —No me extraña, la casa está perfecta y la nevera llena, y hay arroz, con una pinta…

      Ella sonrió.

      —¿Pongo ya la mesa?

      —Sí, comemos juntos.

      —Pero yo puedo comer aquí.

      —No me gusta comer solo. Venga, me doy una ducha y mientras pones la mesa del salón.

      —Voy.

      —Huele estupendamente la casa a limón.

      —Sí, es un ambientador que he comprado.

      —Pues me gusta cómo huele.

      —Me he gastado una pasta en el súper.

      —No pasa nada.

      —En el cajoncito de la entrada está el tique y el de la tintorería que lo he pagado por adelantado. Mañana lo recojo.

      —Habrás visto que tengo la ropa por colores.

      —No, hoy no he entrado a las habitaciones, mañana, y ya a diario voy dando un repaso. Y un día, a fondo.

      —¡Ah, vale!, pues intenta colocarme la ropa por colores.

      —De acuerdo.

      —Soy un poco maniático en el orden y, bueno, ya me conocerás.

      Ya quisiera ella conocerlo…

      —Firma el contrato. —Y sacó del maletín su contrato. Le dio uno y otro se lo quedó él.

      —Toma esta tarjeta. Es porque eres extranjera, por si te la piden, es un visado por trabajo, la das como señal de que trabajas aquí.

      —Vale.

      —Bueno, me ducho.

      —Pongo la mesa.

      —Solo para los dos.

      —Bien. —Ella cogió un mantel pequeño y puso la mesa preciosa, organizada, la ensalada en medio y la paella para echar en los platos, dos copas. Ella tomó agua y para él no había puesto nada, el pan, servilletas, los cubiertos en orden.

      Y cuando salió Taylor con un olor estupendo y con un chándal de algodón gris que no dejaba nada a la imaginación y una camiseta igual, pensó ella que iba a tener problemas. No era de piedra.

      —¡Madre mía, Nerea! ¡Qué mesa!

      —Sí, me gusta la decoración hasta para la comida, ¿qué va a beber?

      —¿Has


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