Colgada en Nueva York. Erina Alcalá
pero al momento supo dónde estaba. Se puso unas mallas limpias y otra camiseta, y le preparó el café. Cuando salía del dormitorio, estaba listo.
—¿Con azúcar?
—Solo.
—Esa es mi taza.
—¿Manías?
—Sí. —Rio él.
—Espero que no se me rompa.
—Tendremos que comprar otra igual. —Y sonrió.
Se tomó el café y cogió su maletín.
—¡Hasta la noche, Nerea!
—¡Hasta luego!
Ese hombre estaba demasiado bueno. Vivir sola con él iba a ser un problema para ella tan enamoradiza, pero claro, un hombre así, tendría mujeres a montones.
Eso sí, era cercano y bueno, al menos con ella, y respetuoso.
La dejaba libre hacer el trabajo. Esperaba no arrepentirse.
Volvió a llamar a su amiga y nada, no contestaba. ¿Dónde se habría metido?
Menos mal que Taylor la confundió; la otra chica encontró otro trabajo y ella tuvo la mayor suerte del mundo, aunque sabía que no iba a ser su futuro, no iba a ser limpiadora. Si su madre se enterara, la mataría.
Pero con suerte sería un lugar donde estar con un buen sueldo hasta encontrar un trabajo de profesora, que es lo que su madre siempre le aconsejaba, que se dedicara a escribir novelas, eso que no lo dejara, pero que al menos diera clases, que le encantaba también. La cocina era una afición. Ella también lo sabía.
Pero mientras no hubiera otra cosa, tendría que quedarse en casa de Taylor. Ya iría enviando currículum hasta encontrar lo que necesitara.
Iba a hacer una lista —después de la limpieza—, de todos los institutos cercanos. De momento descansaría y a ver si aparecía Andrea por algún lado.
Le dolían todos los huesos, también iba a hacer un poco de ejercicio, aunque fuese correr avenida arriba y abajo. De momento le quedaba limpiar esa casota que tenía el señorito Taylor. ¿Para qué querría una casa como esa si venía de trabajar a las diez? Además, con solo dos dormitorios, el otro era para el servicio y una cocina que hacías ejercicio nada más darle la vuelta a la isla.
Los ricos no sabían en qué gastarse el dinero, la verdad.
Se hizo el desayuno. A media mañana, tendría que buscar un hueco para recoger los trajes del tinte, o antes o después de comer, ya vería.
Con gusto se acostaba de nuevo un par de horas, pero quería terminar la casa cuanto antes para poder llevar su vida como quería, hacer ejercicio en cuanto le pusiera el café, volver, desayunar, la casa, un par de horas y ponerse a escribir. Comer y hacer la cena y escribir, enviar currículum y así serían todos los días.
Más adelante saldría los fines de semana a conocer la ciudad, cuando tuviera algo de dinero, ya se había gastado parte en el vuelo y no quería quedarse sin nada.
Solo tenía lo que había ganado en esos dos años descontando lo que se había gastado en ropa y en salir, así que tenía que mirar bien en qué se gastaba el dinero que tenía y que iba a ganar de momento en ahorrar algunos meses.
Esa era la solución, ahorrar unos meses, ya tendría tiempo de salir después. Además, ahora no tenía ganas de salir, sino de avanzar en el trabajo de las novelas, tenía una buena racha y no iba a desperdiciarla.
—Bueno, ya basta, a trabajar —se dijo.
CAPÍTULO DOS
Bueno, ya no iba acostarse, quería terminar de limpiar todo, así que se preparó un buen desayuno y empezó por la habitación de Taylor, ordenando todo por colores y en plan militar. El vestidor y el baño. Quitó hasta el nórdico, las cortinas, toallas y sábanas. Hizo la colada y como nuevo todo. La perfumó y cerró las ventanas.
Y cuando tuvo su habitación lista, se metió en la de invitados, e hizo lo mismo. Las puertas, ventanas y suelos.
Solo quedaba el suyo y el despacho, pero iba a salir a por los trajes y luego haría los aseos y el despacho, la comida y poco más.
Al día siguiente haría la suya.
Al volver, se preparó un sándwich de pavo y una coca cola, necesitaba energía.
Hizo lo previsto, ducharse y lavarse el pelo y se tumbaría de nuevo.
Ya al día siguiente su suite y el siguiente ya empezaría después de un repaso a escribir.
Esa noche pasó como la anterior, hizo una ensaladilla rusa y filetes de pollo empanados.
Y a él le encantó y se tomó cerveza. Se metió en el despacho como siempre y ella se marchó a la cama.
Y por fin terminó la limpieza.
Ya era cuestión de darle a todo un poco cada día, en unas dos horas, hacer la compra un día a la semana, ir al tinte y preparar la cena.
El resto del tiempo era para ella. Así que se hizo un plan, ya que su amiga ni aparecía.
Iba a correr por las mañanas, se traería la ropa del tinte y la compra el día que tocara, dos horas de limpieza, y sobre las once se pondría a escribir sus novelas.
Dedicaría hora y media a buscar editoriales, aunque no era tan importante como buscar institutos privados para dar clase de castellano y enviaría su currículum allí. Porque en Amazon ganaba un sueldecito.
Escribiría, prepararía la cena y así transcurrían sus vidas durante esas dos semanas que pasaba con Taylor.
Este estaba contento con ella, de cómo tenía arreglada la casa tan grande y de la comida.
El primer sábado y el domingo no salió de casa, tan solo fue a correr y por la tarde a dar un paseo.
Taylor dijo que salía de la ciudad el sábado temprano, y que volvería el domingo por la noche, así que tenía la casa para ella sola. Llamó a sus padres y se dedicó a escribir y adelantar la novela que había empezado en Málaga. Ya le quedaba corregirla y enviarla a la plataforma.
Taylor no le dijo dónde iba, tampoco tenía que darle explicaciones. Seguro que se había ido de fin de semana con alguna mujer. Seguro que sí. Era un hombre elegante, educado al menos con ella, simpático y demasiado trabajador, no se quejaba, y a veces bromeaba con ella.
Nerea estaba contenta con él, no le preguntaba lo que gastaba, le encantaba la comida que le hacía y siempre alababa cómo estaba la casa y cómo olía. Pero a pesar de haber ido a la universidad, nunca se fijaría en una chica como ella, tenía veintinueve años, cuatro más que ella, seguro que le gustaban las mujeres altas y guapas a rabiar.
¡Ag! ¡Qué rabia no estar a la altura de un hombre como ese! A veces Taylor quería hablar durante la cena en castellano y ella lo corregía, sobre todo en los verbos.
Vino el domingo por la noche, ya cenado y tarde. Ella lo oyó entrar solo, sobre las doce. Ya estaba acostada.
Por la mañana…
—Recuerda que este viernes tenemos la pequeña reunión.
—Sí, lo sé, me tienes que dejar la lista.
—Te la hago esta noche. Te dejaré tres mil dólares en efectivo, ten cuidado.
—¿Tres mil?
—Sí, el champán es caro.
—Bueno, intentaré ahorrar en otras cosas.
Ya sabía que el viernes no trabajaría en la novela, se dedicaría enteramente a la limpieza de la casa, iría a la compra y se metería en la cocina.
Pero el martes, a eso de las doce, estaba escribiendo una novela nueva cuando Taylor la llamó desde el despacho. Nunca