Colgada en Nueva York. Erina Alcalá
he dejado encima de la mesa del despacho.
—Voy para el despacho.
—Son tres carpetas negras.
—Sí, aquí están.
—Mira bien los nombres que te doy.
—Sí son estas.
—Coje la tarjeta que te di para la compra, vienes en un taxi y me las traes, paga con la tarjeta y a la vuelta coges otro para regresar.
—Está bien, voy a vestirme e iré lo antes posible.
—Gracias, Nerea.
—De nada.
¿Qué iba a ponerse? Hasta ahora solo había utilizado mallas y chándal, pero no iba a ir así a su despacho. Se puso un vestido estrecho con mangas a la sisa, color verde como sus ojos. Por encima de la rodilla, estrecho. Se peinó, se dejó el pelo suelto caer por casi la cintura, ya que siempre tenía una cola alta más cómoda para el trabajo y para escribir, y se maquilló a la carrera un poco y se perfumó; se puso unos tacones altos verdes igual que el vestido y el bolso, las carpetas, la llave. Lo llevaba todo.
El portero le pidió un taxi y en media hora estaba en la empresa.
—¡Dios qué enorme!
Miró el nombre de la empresa en la entrada más amplia que una estación de tren y fue directa a los ascensores. Eran cinco pisos, pero pararía en el primero, el 20, ya le dirían dónde estaba el jefe.
En el 25. Debía ser su número de la suerte. Recorrió varios pasillos con cubículos y gente trabajando que la miraba. La recepcionista le había dicho dónde estaba.
Director. Esa era la puerta.
Llamó y le contestaron:
—Pase.
Y ella entró.
—Taylor —dijo ella.
—Pasa, Nerea. —Pasó, dejando un rastro de perfume fresco. Él la vio distinta, pero no hizo comentario alguno, aunque la vio preciosa y no le pasó desapercibido.
—¡Hola!, no he podido llegar antes.
—No te preocupes, llegas a tiempo. —La miró de arriba abajo y fue la primera vez que la vio como una mujer, preciosa. «¡Joder, Nerea!», pensó. Tenía unas piernas preciosas y estaba guapísima.
—¿No estaba fuera mi secretaria?
—No sé, Taylor, no la he visto, ni he preguntado. He visto el cartel de director en la puerta y he llamado. Ahí tienes las carpetas.
—Te presento a Jacob, mi abogado.
—Encantada, señor Jacob.
—Solo Jacob. —Y ella se sonrió. Era guapo también y Taylor se sintió incómodo.
—Bueno, me voy.
—Vale, nos vemos en casa. Toma un taxi para regresar.
—Vale. Encantada, Jacob.
—Lo mismo digo, Nerea.
Y salió del despacho. Cogió un taxi y se enfrascó de nuevo con sus novelas, aunque tomó algo antes. Luego, haría la cena.
Cuando Nerea salió del despacho…
—¿Quién es?
—Nerea, la chica que me cuida la casa.
—Esa chica no te cuida la casa, es demasiado fina, ¡qué suerte tienes, cabrón!
—Me cuida la casa, solo que hubo un error, es profesora de literatura, chef, y escribe novelas.
—¿En serio? ¿Qué tipo de novelas?
—Románticas.
—Cuando vaya el viernes, le digo cómo se llama para comprarlas, por si tiene algún pseudónimo.
—Por Amazon.
—Me da igual, es un bomboncito, me gusta.
—Olvídate, es mi chica.
—¿Tu chica de qué?
—De casa.
—Se irá, ¿lo sabes? Ha ido a la Universidad, es profesora, no se va a quedar a limpiarte la casa, amigo. Tiene más clase que eso.
—Sí, lo sé, tiene un buen currículum.
—Estará buscando algún empleo como profesora. Yo lo haría, ser profesora y escribiría en mi tiempo libre.
—Lo sé, vamos a lo nuestro.
—Tío. Es que está buena, es guapa, educada, me gusta. Ese pelo…
—Deja eso.
—¿Por qué? ¿No tiene días libres?
—Sí, el sábado por la tarde y el domingo entero.
—Ah, pues la invitaré el viernes cuando vaya.
—No creo que sea buena idea, Jacob.
—Es una mujer, tú tienes a Sonia, ¿o te gusta? ¡Te gusta!… ¡ Qué cabrón!
—Sonia es un pasatiempo y Nerea es la chica de la limpieza y no me gusta.
—Pues lo siento por ti si te gustan los pasatiempos, a mí Nerea, si no te gusta de verdad, la voy a invitar. Si me dices que te gusta, no la invito.
—No me gusta.
—Pues Nerea no es un pasatiempo para mí. No he pensado eso por un instante, me ha gustado de verdad, ha sido como… un flechazo.
—Anda, venga, aquí tengo las carpetas. Empecemos.
¡Qué guapo era el abogado!, iba pensando Nerea mientras iba a casa en el taxi. Había visto dos hombres guapos y ninguno estaba a su alcance. ¡Vaya mala suerte!
El viernes, cuando se levantó temprano, salió a desayunar fuera y con la lista de bebidas más la que ella hizo para los canapés, se trajo todo lo que iba a necesitar, hasta servilletas decoradas, unas flores para los rincones, y en un bazar encontró cazuelas y paellitas, que ya era raro.
Preparó toda la casa y tomó algo sobre la una.
Fue sacando las bandejas y colándolas en las mesas con las copas y servilletas en bandejas más pequeñitas, dejando espacio para las bandejas de la comida.
Una paella, unos cuantos solomillos al whisky con patatas y eso lo metería en las cazuelas y paellitas.
Ahora los canapés, pinchos, con jamón y queso, y aceite de oliva en pan, pinchos de melva con mayonesa y pimientos rojos cocidos, pincho de salmón con queso fresco, aceitunas en cuencos, verdes y negras.
Y los canapés se los inventó de queso de untar y de fuagrás, con gambas peladas, salmón, coco rallado por encima y virutas de chocolate, mezcla de dulce y salado. Y una guinda encima.
Eran preciosos metidos en las tartaletas.
Iba a sobrar comida, pero hizo cinco bandejas de pinchos, otras cinco de canapés y otras tantas de cazuelas con un tenedorcito y de paella igual.
Después, había comprado unos dulces pequeños de bocado y bombones de chocolate negro en la mesa de la cocina para ponerlos de postre, las bebidas preparadas y cuando lo tuvo todo, quedaba una hora; Taylor estaría al venir.
Se dio una ducha, recogió todo y repartió las bandejas, excepto la de los postres, la caliente y las bebidas, y se dio una ducha. Se hizo una cola alta, se maquilló, sus zapatillas, mallas y camiseta negras, y se había comprado un delantal precioso, negro con lunares rojos como las servilletas, los platitos y bandejas y tartaletas.
Las flores rojas y blancas repartidas en jarrones.
Pensó que todo estaba maravilloso. Y olía perfectamente.
Solo cabía esperar en su suite