Ficción-historia. Juan José Barrientos
también un artículo sobre “Colón en la pantalla” y otro acerca de la película El Dorado de Carlos Saura. De ahí el título Ficción-historia.
En 1993, Seymour Menton publicó un libro titulado La nueva novela histórica de América Latina (aunque no menciona ninguna escrita en portugués), en el que recoge varios artículos que había publicado en 1991 y 1992; la mayoría de los artículos que integran este libro aparecieron entre 1983 y 1988. Por el contrario, los artículos de Menton sobre El general en su laberinto y Noticias del Imperio aparecieron antes que los míos y cuando los leí me satisfizo comprobar que los míos eran muy diferentes.
Me parece que nuestros libros se complementan y enriquecen mutuamente. Tal vez no sea innecesario aclarar que mis trabajos podrían clasificarse dentro de lo que los alemanes llaman “Stoffgeschichte”, y los franceses “thématologie” o como el estudio de algunos casos de “hipertextualidad”, de acuerdo con la terminología de Gérard Genette, y que las distinciones básicas de Saussure (diacronía/sincronía y sintagma/paradigma) me permitieron estructurarlos.
Para terminar, aclaro que no he ordenado mis artículos de acuerdo con las fechas en que se publicaron, ni por las de publicación de las novelas que analizo, sino siguiendo la historia del continente, pues creo que todos los novelistas de que me ocupo participan de algún modo en una tarea común que es la de novelar nuestro pasado.
Colón, personaje novelesco
Después de que Fernando Colón escribió la vida de su padre, éste ha tenido entre sus biógrafos a George Washington Irving —Life and Voyages of Christopher Columbus, 1828—, Jacob Wassermann —Christoph Kolumbus, der Quichotte des Ozeans, 1929— y Salvador de Madariaga —Vida del muy magnífico señor don Cristóbal Colón, 1940—; además, algunos dramaturgos han puesto en escena su vida o su leyenda, como Lope de Vega en una comedia de 1604 y Paul Claudel en un ópera para la cual escribió la música Darius Milhaud.1 Por su parte, los historiadores han publicado innumerables tesis acerca del navegante. Alejo Carpentier adopta algunas de las más discutidas en El arpa y la sombra (1979), que escribió en respuesta a la ópera de Claudel, pero que también remite a muchas otras obras y sobre todo a una novela de Blasco Ibáñez, En busca del Gran Khan (1929).
El arpa y la sombra es por su forma una autobiografía —una falsa autobiografía, desde luego, al estilo del Yo, Claudio de Robert Graves, igualmente irreverente y divertida— porque aunque se compone de tres partes y sólo la segunda está en primera persona, ésta es la más larga e importante —la primera parte es una especie de introducción y la tercera un epílogo—, de modo que el relato es sobre todo un monólogo (interno) de Colón que relee y comenta sus notas de viaje mientras aguarda al confesor en su lecho de muerte; también en la ópera de Claudel el almirante recuerda su vida antes de morir, pero esta semejanza con la novela es puramente formal, porque la interpretación de la historia es completamente distinta. Alejo Carpentier hizo una adaptación radiofónica de la ópera en 1937 y no hay duda de que escribió en contra de Claudel, porque para este escritor católico el navegante es (como su propio nombre ya implica) una paloma mensajera —Colombo— que llevó el Evangelio —Christophoros— a nuevas tierras y que además reveló a los cristianos las verdaderas dimensiones de la creación, y en cambio él rechaza el carácter providencial de descubrimientos y procura explicarlo de manera materialista. Al bajar a Colón de su pedestal, Carpentier coincide con Blasco Ibáñez, pero sus motivos son diferentes, porque éste pretende poner al pueblo español en el lugar del genovés, mientras que él sólo quiere presentarlo como un hombre de carne y hueso, por lo que no es extraño que adopten a menudo tesis contrarias. Sus novelas se oponen además formalmente porque En busca del Gran Khan se limita al primer viaje, y en El arpa y la sombra se cuenta toda la vida de Colón; éste aparece en aquella novela casi siempre desde el punto de vista de otros personajes, es decir, desde afuera, en tanto Alejo Carpentier se decide por la perspectiva del propio protagonista.
Secretos
Según fray Bartolomé de las Casas, Colón hablaba de las tierras que habría de descubrir “como si este orbe tuviera metido en su arca” (Madariaga: 158), y esto ha dado lugar a que se piense que poseía un secreto, que no es sin embargo el mismo para todos los escritores. Toscanelli le envió al rey de Portugal un mapa con una carta (fechada el 24 de junio de 1474) en que le aseguraba que se podía llegar a Cipango navegando hacia el oeste desde Lisboa, y Jacob Wasermann piensa que Colón tenía una copia de ese mapa que había obtenido del mismo sabio florentino, mientras que Madariaga supone que se la había robado a los portugueses. También se ha dicho que Colón sabía que había tierras al otro lado del océano porque se lo había revelado antes de morir un náufrago español; ésta es la leyenda del piloto que durante un viaje de las Canarias a Madera (o a Inglaterra en otras versiones) había sido arrastrado por una tormenta hacia el oeste y había llegado a una isla muy extensa, de la que había logrado regresar; desgraciadamente, había perdido a la tripulación a causa de los trabajos padecidos y él mismo moriría después de contarle todo a la familia que lo había recogido en la isla de Madera o la vecina de Porto Santo. Por último, se asegura que el descubridor obtuvo en Islandia informes sobre el viaje de Leif Ericson a Vinlandia. De estas tres tesis, Blasco Ibáñez escoge la segunda, mientras que Carpentier opta por la tercera; ambas están bastante teñidas de chauvinismo.
Asegura el padre Las Casas que la historia del náufrago ya se escuchaba en La Española cuando él llegó allí en 1500 y la mencionan, entre otros historiadores, Oviedo (1536), Gómara (1553), el Inca Garcilaso (1609) y Orellana (1639) (Morison: 61-63). Aparentemente se forjó al calor de los llamados pleitos de Colón, y la nacionalidad del piloto moribundo era importante, porque con esta especie se trataba de desacreditar al almirante —el verdadero descubridor era entonces un español, del que el genovés se había aprovechado— y de justificar a la Corona, que se había negado a reconocer algunas obligaciones contraídas en las capitulaciones de Santa Fe con el navegante y sus descendientes. Blasco Ibáñez la maneja para quitarle méritos a Colón y aumentar los de los españoles: los marinos de Palos recuerdan “lo que le había ocurrido quince años antes a un piloto tuerto, vecino de la inmediata Huelva, las revelaciones del Piloto moribundo a alguno de la familia Pellestrello” (128). También en la ópera de Claudel aparece el náufrago, pero no se dice que fuera español, y el episodio tiene más bien el propósito de presentar a Colón como el elegido para el descubrimiento; además, el historiador Luis Ulloa reformó esta tesis a favor del navegante al afirmar que éste sabía que había tierras al otro lado del océano porque él mismo había estado en ellas y era el sobreviviente de un naufragio del que se habló después (Gandía: 149-156).
Alejo Carpentier no sólo da por hecho el viaje a Islandia que se le atribuye a Colón, pero que ha sido muy discutido —mientras Menéndez Pidal lo considera entre “lo poco cierto” (185, nota) que se sabe del navegante, Jacob Wassermann señala que no hay pruebas del mismo (17)—, sino que adopta una tesis “nórdica ” que resulta escandalosa en los países latinos, donde siempre se han resentido los esfuerzos por acreditar la saga de Leif Ericson como un intento de reescribir la historia para quitarles la gloria del descubrimiento de América; incluso en los Estados Unidos se escucharon millones de protestas cuando la universidad de Yale publicó un mapa de Vinlandia en 1965, y la indignación popular llegó a tal grado que un candidato a la alcaldía de Nueva York, donde había novecientos mil descendientes de italianos contra sólo treinta mil personas de origen escandinavo, tuvo que hablar, “no como si se hubiera educado en Yale (donde realmente había estudiado), sino como si Columbia University hubiera sido su alma mater”.2
La elección de Carpentier es indudablemente una provocación, pero no se reduce a eso, porque si Colón tenía un secreto, éste sólo podía estar relacionado para un escritor materialista con los viajes de los escandinavos, que son un hecho histórico comprobado, lo que no se puede decir del que se le atribuye al piloto moribundo; mapas como el de Toscanelli —que en El arpa y la sombra Colón llevaba consigo— no faltaban en esa época, pero ninguno de ellos le habría podido dar la seguridad de la información islandesa. Además, es posible que Carpentier adoptara la tesis “nórdica” porque recordaba la manera desapasionada y en absoluto chauvinista en que la rechazaron algunos escritores