Ficción-historia. Juan José Barrientos
Batallas que de las parábolas samaritanas” (126). Los partidarios de la tesis de que Colón era judío ya habían buscado pruebas “en su temperamento y en sus escritos” (Gandía: 103), y Alejo Carpentier retoma sus argumentos. Hay que agregar únicamente que con esta tesis hace verosímil la de la información islandesa, pues si bien Colón y el maestre Jacobo podían haber sido italianos, ya que en esa época no faltaban italianos radicados en Inglaterra que muy bien podían hacer viajes comerciales a Islandia, todo resulta más creíble si ambos son judíos, por la imagen que se tiene de éstos; incluso así se entiende mejor que Colón haya percibido desde un principio la importancia de la saga de Leif Ericson y que más tarde haya sabido sacarle todo el provecho.
Amores
Salvador de Madariaga, “obsesionado… por la idea de un Colón judío y por lo tanto calculador” (Heers: 86), lo hace frecuentar un convento de Lisboa en el que se impartía enseñanza a muchas nobles damas “a medida de los deseos del navegante más ambicioso” (Madariaga: 129) y en el que conoce a Felipa Muñiz, con quien se casó. Ésta era hija de Bartolomé Perestrello, que tenía el cargo hereditario de gobernador de la isla de Porto Santo, y Madariaga piensa que “el motivo principal que lo llevó a entroncar con los Perestrellos era precisamente la relación de esta familia con Porto Santo” (130); también Alejo Carpentier considera interesado este matrimonio, pero lo atribuye a que ella “estaba emparentada con los Braganzas, y ésta era puerta abierta… para entrar en la corte de Portugal” (80), que era, se entiende, lo que necesitaba Colón y no una isla, por muy bien situada en el Atlántico que estuviera; además, describe a Felipa como una viuda “de joven semblante y lozano cuerpo” (80), en lo que por lo menos en parte coincide con Jacob Wassermann, que la menciona como “una noble portuguesa de belleza excepcional” (24) y, aunque no la relaciona con la familia real, piensa que “Es probable que su mujer lo pusiera en contacto con personas de la corte” (27). Por un lado, Carpentier presenta como un hecho lo que Wassermann sólo conjetura, y, por otro, combina esta idea con la del matrimonio por interés, a la que agrega la de la belleza de Felipa, que es un detalle novelesco imprescindible.
De manera consecuente y muy semejante, Alejo Carpentier convierte a Colón en amante de Isabel y le da una interpretación materialista a la asociación “providencial” del gran hombre y la soberana, que es uno de los más importantes elementos del mito. Es cierto que hay una comedia (muy poco conocida) en la que el genovés se gana en el lecho el apoyo de la reina, pero en esa comedia sólo se menciona que eran amantes y de ningún modo se muestra esto en escena, mientras que Carpentier logra presentar de manera convincente sus relaciones.4 Por un lado, Colón aparece como un hombre “de apuesta figura, nobles facciones y nariz aguileña”, que además de tener “fácil la palabra” y “sin arrugas el rostro” se presenta rodeado por una aureola de aventura, por lo que incluso sus canas le daban “una cierta majestad, unida a la idea de experiencia y buen criterio” (87). Por otro lado, Isabel era una “mujer rubia, muy rubia, a semejanza de ciertas venecianas”(88) y, aunque acababa de cumplir cuarenta años, “sus ojos verdiazules eran de gran belleza, en su semblante tan terso y sonrosado cual el de una doncella, agraciado por un mohín irónico e intencionado, debido acaso a las muchas victorias que su aguda inteligencia le había valido en días de desacuerdos políticos y horas de grandes decisiones” (88).5 Además, “No era ya —esto lo sabían muchos— la reina enamorada de quien, inmerecedor de tal sentimiento, la engañaba, a vistas y a sabidas de sus fámulos, con cualquiera dama de honor, señora de corte, guapa camarera o garrida fregona, que le saliera al paso” (88). En suma, era una mujer atractiva y se encontraba más o menos abandonada. Por si esto fuera poco, el rey no hacía nada importante sin el consentimiento de ella, que era quien gobernaba de verdad, porque “A ella tenía que someter sus disposiciones y decretos, y a ella también sus propias cartas, leídas con tal autoridad que si a ella le desagradaba alguna, al punto la hacía rasgar por un secretario en presencia de su marido, cuyas órdenes —era cosa sabida— no eran tenidas en mucho, aun en Aragón y en Cataluña, en tanto que todos temblaban ante las de quien se tenía, en todo el reino, por persona de cuerpo más entero, ingenio más despierto, y de más grande corazón y sapiencia” (89).6 De esta forma se explica, en fin, que el genovés se convirtiera en amante de la reina. Sin embargo, Carpentier aclara que, si bien ella como mujer tenía interés en él y de noche le prometía el más completo apoyo a sus planes, de día olvidaba sus promesas, porque como reina no lo apreciaba igual. Naturalmente, él acabó perdiendo la paciencia y se marchó amenazándola con presentarle su proyecto al rey de Francia, pero ella lo hizo volver para comunicarle que le había conseguido un millón de maravedíes. Se los había pedido prestados al banquero Santángel a quien le había dado en garantía unas joyas que en realidad valían mucho menos. Además, ella las podría recobrar en cualquier momento “Y sin devolver el millón” (95), porque había expulsado de sus reinos a los judíos y bien podía el converso Santángel pagar un millón de maravedíes por el privilegio de quedarse donde tenía muy buenos negocios. Por lo demás, Colón no la había convencido únicamente con la amenaza de irse a Francia sino que además le había revelado su secreto, lo que había sabido en Islandia, es decir, que al otro lado del océano había tierras y que la expedición era a lo seguro. De este modo, Carpentier nos da una explicación materialista de los hechos y hace verosímil la tesis más atrevida de su novela.
La versión de Blasco Ibáñez es completamente opuesta. La decisión de patrocinar la empresa descubridora no es de la reina, sino de Fernando, que al principio no había podido disimular su asombro al escuchar las pretensiones de Colón, pues éste, entre otras cosas por el estilo, “pedía ser virrey y gobernador a perpetuidad de cuantas tierras descubriese viajando hacia Occidente, libres de soberano o que él pudiera conquistar, trasmitiendo dicho gobierno a sus hijos hasta sus más remotos descendientes” (99); sin embargo, Santángel lo convenció de que aceptara sus condiciones, argumentando que mal podría el genovés apoderarse de algún reino, “si llegaba a las tierras del Gran Khan con tres naos y un centenar de hombres” (103). Y de acuerdo con esto, Alejo Carpentier no sólo convirtió la decisión del rey en una decisión de la reina sino que para darle a ésta mayor fuerza eliminó el papel que desempeñaba Santángel. Hay además oposición en la manera de trabajar el episodio de las joyas, pues Blasco Ibáñez rechaza la leyenda; Isabel no pudo empeñarlas porque “Sus joyas estaban empeñadas hacía mucho tiempo, y era el mismo Santángel quien le había servido de intermediario con unos prestamistas de Valencia” (105). En cambio, Alejo Carpentier conserva el episodio, pero lo modifica para realzar la imagen de la reina; Isabel no tiene que entregarle sus alhajas a un usurero, sino que el judío es víctima de un préstamo forzoso.
También Blasco Ibáñez presentó a Colón como amante, pero no de la reina y tampoco de Felipa, una dama de la nobleza, sino de Beatriz Enríquez, que era hija de un labrador. Probablemente se conocieron por medio de los parientes de ella (Gandía: 12), pues aunque era huérfana no hay motivo para pensar que trabajaba en el mesón donde él se alojaba. Blasco Ibáñez opta por esta versión poco favorable, pero al describirla es algo más generoso: tenía veinte años y “Llamaba la atención entre las andaluzas de pelo retinto, ojos negros y tez morena, por su cabellera rubia, de un dorado pálido, por sus pupilas garzas” (72); incluso le concede “una virtud-agresiva”, ya que “sólo podía atender a los hombres ‘como Dios manda’, o sea cuando se acercasen con el buen propósito del matrimonio” (72), y en esto se opone a quienes suponen que era una mujer “de fácil disposición” (Madariaga: 228) para explicar que Colón no se casara con ella. Su importancia en la novela se debe a que es uno de los personajes por medio de los cuales lo conocemos. Ella lo mira dibujar mapas en la posada, le atrae su gentileza y acaba enamorándose de él. Los planes del genovés se aplazaban, y al verlo abatido ella se le entrega. Hay pruebas de que Colón siempre se sintió agradecido. Nunca se casaron, de acuerdo con Blasco Ibáñez, porque él no tenía papeles. La tesis de que era judío explica que no hubiera matrimonio. Se había casado en Portugal “cuando estaban adormecidos los odios religiosos y no escarbaban clérigos y escribanos en la documentación de cada individuo para conocer exactamente su origen” (91). Por su parte, Alejo Carpentier menciona también esta relación, pero de una manera distinta, ya que el mismo Colón aclara que:
De matrimonio no hablamos, ni yo lo quería, puesto que quien ahora dormía conmigo no estaba