Ficción-historia. Juan José Barrientos

Ficción-historia - Juan José Barrientos


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hay duda de que Carpentier se burla de Blasco Ibáñez mostrándonos que a un hombre como Colón no le importaban doncelleces y que Beatriz simplemente no estaba a la altura de las ambiciones del genovés, a quien, si hay que presentarlo como amante, tiene que ser de Isabel, reconociéndole su verdadero tamaño no sólo a él sino también a la reina. La manera en que maneja el texto de uno de los más conocidos romances de García Lorca es una especie de guiño al lector que nos recuerda que no estamos después de todo sino ante un relato que ha sido escrito por alguien para divertirse y divertirnos. Paradójicamente, esta ruptura de lo verosímil contribuye a que aceptemos su versión de los hechos.

      Propósitos

      Tradicionalmente se ha dicho que Colón buscaba una ruta hacia la India y descu­brió América por error, pero Henri Vignaud, primero en monografías y luego en la famosa Histoire critique… que publicó en 1911, sostuvo que “no tuvo por fin llegar al Oriente, y sólo partió con el proyecto de descubrir la isla Antilla” (Gandía: 104); posteriormente, Charles Duff y Phillip Guedalla afirmaron en un libro que “fueron los judíos quienes costearon el primer viaje de Colón [porque] no ignoraban que serían expulsados y querían prepararse una tierra en donde emigrar”, así como que esta tierra ya era conocida por los normandos, y Colón sabía de sus descubrimientos. Alejo Carpentier combina estas ideas: en El arpa y la sombra Colón busca, no la isla Antilla, sino “una inmensa Tierra Firme… que se prolonga hacia el Sur [de la Vinlandia] como si no tuviera término” (71); no descartaba, es cierto, que fuera parte de Asia, pero sobre todo habló de ir a la India, porque era más fácil hallar apoyo para una expedición al Oriente que para un viaje a lo desconocido; en cambio, Blasco Ibáñez prefiere la tesis tradicional.

      El motivo de esta elección es claro. Se sabe que Colón creyó el planeta más pequeño de lo que es, porque se basó en las medidas del astrónomo Alfragano y pensó que las millas árabes eran iguales a las italianas, que son más cortas. Blasco Ibáñez se burla de que, al no encontrar Cipango donde la suponía situada, Colón no haya querido buscarla y dijera que “era preferible seguir la misma dirección de siempre, yendo a dar en derechura con la tierra firme del Gran Khan”, ya que “tiempo les quedaba para volver” (187). En el mismo tono menciona a Luis de Torres, “judío converso que hablaba varias lenguas y estaba reservado por el capitán general para figurar como intérprete de la embajada que enviaría al famoso ‘rey de reyes’, así que tocase en las costas de Asia” (169), pues “el Gran Khan de Tartaria, descrita por Marco Polo y Mandeville, en cuya busca iba Colón, había sido destronado en 1368 por la dinastía china de los Ming” y “Había dejado de existir ciento veinticuatro años antes” (161), de modo que Colón no sólo andaba despistado sino atrasado de noticias. De esta forma, el viaje se convierte en una comedia del error, pues, “Como siempre estamos propensos a entender en los demás aquello que llevamos en nuestro pensamiento, Colón encontraba al Gran Khan y a sus opulentas provincias en los relatos que le hacían los indios con palabras ininteligibles” (219).

      En cambio, Alejo Carpentier no se burla de Colón desde el siglo xx, sino que presenta sus ideas geográficas de modo que resultan coherentes. Estas se basan en la confusión de las millas árabes de Alfragano con millas italianas, así como en las relaciones de Marco Polo y otros viajeros, pero también en lo que Colón había sabido en Islandia. Por eso en El arpa y la sombra Colón sabe que viaja:

      a la Vinlandia remota —o a su prolongación meridional— que yo había presentado a mi dueña como provincia hacia mí avanzada de un reino señoreado por el Gran Khan o algún otro Príncipe de Indias, para quienes se me había dado cartas y, por si mi ficción resultaba cierta, llevaba a bordo a un Luis de Torres…. que dizque sabía hablar, además de la lengua hebraica, el caldeo y algo de arábigo (96).

      En alguna parte piensa que “esta tierra de Colba o Cuba lo mismo puede ser el extremo meridional de la Vinlandia que una costa occidental de Cipango” (117) y, aunque más adelante admite que “nada de lo visto en la tierra nuevamente hallada me indicaba que nos aproximábamos a Cipango o a provin­cia regida, siquiera, por un príncipe tributario del Gran Khan” (121), todavía en su segundo viaje, al acercarse a las Islas Vírgenes y a la de Puerto Rico, recuerda que “Más de cinco mil islas rodean, según las crónicas de los venecianos, el gran reino de Cipango” (143) y piensa que está en las inmediaciones de ese reino; incluso en su lecho de muerte habla de la “ruta a las Indias o a la Vinlandia meridional o a Cipango o a Catay —cuya provincia de Mangui bien puede ser la que conocí por el nombre de Cuba” (163). En suma, buscaba las tierras situadas al sur de las que descubrieron los escandinavos y que muy bien podían ser parte de Asia oriental. Sus viajes no le permitieron aclarar esto, y Blasco Ibáñez se burla de que anduviera desorientado, mientras que la actitud de Alejo Carpentier es completamente opuesta y su posición queda clara en una escena en que Martín Alonso le pregunta a Colón a dónde han llegado, y éste contesta que lo importante es haber llegado.

      Es un hecho innegable que Colón halló el Nuevo Mundo, y para Carpentier eso es lo que cuenta, pero en general Blasco Ibáñez trata de restarle importancia. Por eso escribe que “Sin Colón sólo se hubiese retardado el descubrimiento de la actual América unos pocos años”, debido a que “La navegación hasta el cabo de Buena Esperanza hacía inevitable el encuentro casual del Nuevo Mundo un día u otro” y la prueba es que “Seis años después del primer viaje de Colón, el portugués Cabral, que navegaba hacia el Asia, empujado por los vientos fue a dar sin saberlo con la costa de Brasil” (328). Es claro que Blasco Ibáñez polemiza con quienes han presentado a Colón como “un genio superior a todos sus contemporáneos” o “un ser providencial, poseedor de un secreto sólo conocido por él, hasta el punto que de haber muerto ningún otro hombre habría podido realizar su obra” (133); por eso recuerda que “no se vio aislado en medio de una ignorancia y torpeza generales”, sino que “tuvo que agitarse y mostrar impaciencia para que otros no se le adelantasen” (133-134). Sobretodo “Tenía miedo de que se le anticipasen los portugueses, que ya habían atravesado una gran parte del Atlántico en expediciones clandestinas” (133).

      Alejo Carpentier admite todo esto cuando hace recordar a Colón:

      cualquier noticia que me llegaba de navegaciones portuguesas, me tenía en sobresalto. De día, de noche, vivía en el temor de que me robasen el mar —mi mar— como temblaba ante posibles ladrones el avaro de la sátira latina. Este océano que contemplaba desde las empinadas costas de Porto Santo era de mi propiedad, y cada semana que pasara aumentaba el peligro de que me fuese hurtado (82).

      En el mismo capítulo en que se cuenta “cómo las carabelas fueron pasando entre islas que no han existido nunca”, Blasco Ibáñez relata “cómo [Colón] se vio próximo a morir en una terrible sublevación de sus marineros, inventada muchos años después” (178). De acuerdo con él, hubo “muchas murmuraciones, pero todas en voz baja” y debidas a que la tripulación no sentía el menor afecto por “un capitán que sólo habían conocido el primer día de la navegación” y que además de ser extranjero actuaba como “un aficionado”, pues en las naves mandadas por los Pinzones, “la gente marinera, toda de Palos y de Moguer, se mante­nía tranquila, sin desconfiar de la pericia de sus capitanes” (188). Esas murmuraciones permitieron que los panegiristas del genovés “inventasen una terrible conspiración y un ruidoso motín en el cual los marineros amenazaron de muerte a su jefe con las armas en la mano, y éste les pidió


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