Otra historia de la ópera. Fernando Sáez Aldana
Hoy incluso la mayoría de los buenos aficionados al género desconocen la autoría de las hermosas palabras que integran sus arias favoritas, y las fuentes más populares de información no ayudan a reparar este injusto olvido. Sirva como ejemplo lo que la enciclopedia generalista de internet Wikipedia dice de la conocida aria Una furtiva lacrima:
«Es una romanza para tenor incluida en la ópera L’elisir d’amore, compuesta por Gaetano Donizetti en 1832. Constituye el aria más célebre de la ópera, y la han interpretado a través de los años tenores de la más alta talla, como…»
Sigue una larga lista de famosos intérpretes, luego un resumen del argumento de la obra y finaliza ofreciendo el texto completo del aria, en italiano y traducido al castellano. Pero ni mención al autor del poema, Felice Romani.
LIBRETISTAS CÉLEBRES
Una lista exhaustiva de libretistas sería interminable, pero entre los más ilustres de la historia de la ópera sobresalen nombres como Lorenzo da Ponte (Mozart, Salieri, Martin y Soler), Eugène Scribe (Rossini, Auber, Meyerbeer, Donizetti, Verdi) Luigi Illica (Puccini, Giordano, Catalani), Francesco Maria Piave y Arrigo Boito (Verdi) y Hugo von Hofmannsthal (Richard Strauss).
Colaboraciones fructíferas
Las relaciones entre el compositor y el libretista no siempre fueron fáciles ni cordiales. Pero en todas las etapas del género operístico se han dado casos de pleno entendimiento y compenetración artística entre el músico y el literato, cuyo resultado son obras de la categoría del Don Giovanni de Mozart, El caballero de la rosa de Richard Strauss u Otelo de Verdi.
Scribe
Eugène Scribe dominó el panorama teatral de París durante la primera mitad del siglo XIX. Escribió centenares de piezas y rara era la semana que no estrenaba alguna, siempre con buena acogida del público. Cuesta trabajo creer que hoy estaría completamente olvidado si no fuese por su contribución directa o indirecta al libreto operístico.
Scribe trabajó para autores de la categoría de Donizetti (La favorita), Rossini (El conde Ory), Auber (Fra diavolo, La muda de Portici, Manon Lescaut), Meyerbeer (Los hugonotes, El profeta, La africana y otras, todas en colaboración con Émile Deschamps) o Verdi (Un baile de máscaras, Vísperas sicilianas). Otras óperas destacadas del repertorio, como L’elisir d’amore, La sonámbula o Adriana Lecouvreur, contaron con libretos escritos por otros (Romani, Colauti) pero basados en obras de Scribe.
Da Ponte y Mozart
La ópera es un invento italiano y hasta la irrupción del drama musical wagneriano ocupó sin competencia el trono mundial —léase europeo— de la ópera. En la edad de oro del género, el siglo XIX, los teatros programaban «ópera italiana», lo cual resultaba redundante, y si no lo eran hacían que lo pareciese obligando a traducir los libretos al italiano. En los grandes coliseos europeos el Fausto de Gounod, la Carmen de Bizet y hasta el Lohengrin de Wagner se cantaba en italiano (de ahí proviene el racconto del Caballero del Cisne). Aquella hegemonía del «italianismo» en la ópera favoreció la carrera de numerosos escritores italianos convertidos en afamados libretistas.
Uno de los más célebres del siglo XVIII fue Pietro Antonio Domenico Bonaventura Trapassi, más conocido como Metastasio. A su muerte en 1782 tomó el relevo un personaje de biografía novelesca, nacido Emanuele Conegliano, aunque más conocido como Lorenzo da Ponte. Hijo de judío converso, ordenado sacerdote católico y desterrado de la Serenísima República de Venecia por «libertino» (tuvo dos hijos con una amante) se trasladó a Viena, donde gracias a su condición de masón entró en contacto con «hermanos» de la logia vienesa entre los que se encontraba Wolfgang Amadeus Mozart.
Lorenzo da Ponte (1749-1838)
Da Ponte redactó casi una treintena de libretos para varios compositores, Antonio Salieri entre ellos, pero su fama y su prestigio se lo deben sobre todo a los que escribió para Las bodas de Fígaro, Don Juan (Il dissoluto punito, ossia Don Giovannni) y Así hacen todas (Così fan tutte, ossia La scuola degli amanti), las últimas óperas «italianas» de Mozart. Nadie como él, que trató a Casanova, podía describir mejor las andanzas de un dissoluto (libertino) como Don Juan.
En aquellos tiempos, la suerte de muchos artistas iba unida a la de sus patrones, y al morir el emperador José II su poeta oficial tuvo que emigrar de nuevo, primero a Londres y finalmente en Nueva York, donde redactó sus sabrosas memorias y falleció a los 89 años. Una vida de ópera.
El dúo Illica-Giacosa y Puccini
Etimológicamente, el melodrama (de melos = música con canto, y drama) es una obra dramática con intervención de la música para intensificar la emoción del espectador. Es un recurso empleado hoy sobre todo en el cine y, menos, en el teatro. Pero el término «melodrama» no puede significar lo mismo en una obra donde la música suena de principio a fin. Una ópera adquiere la calificación de melodrama cuando busca «tocar la fibra» del espectador, es decir, conmoverlo con argumentos y sobre todo con desenlaces de un sentimentalismo exagerado. Un buen melodrama es el que acaba emocionando hasta las lágrimas al espectador predispuesto y dotado de la sensibilidad adecuada. Y el maestro indiscutible en el arte de componer música lacrimógena fue Giacomo Puccini.
Todos los aficionados que acuden a una representación más de La bohème, Madama Butterfly o Il Trittico saben perfectamente que al final de la ópera Mimí acabará apagándose víctima de la tisis, Cio-Cio-San haciéndose el harakiri ante su hijito y a sor Angélica redimida por una visión mística. Pero pocos se librarán del agarrotamiento de garganta y el humedecimiento de ojos que, una vez más, tan conmovedoras escenas desencadenarán en su sistema emocional.
Por esta capacidad de emocionar que poseen sus óperas, Puccini ha sido tachado de hábil manipulador, aunque él afirmó que deseaba «captar la emoción del público haciendo vibrar sus nervios como las cuerdas de un violonchelo». No pudo dejar más claras sus intenciones al respecto cuando pidió a los libretistas de Turandot, Giuseppe Adami y Renato Simoni: «Prepárenme algo que haga llorar a la gente». La esclava Liú sería la encargada de intentarlo, pero lo tendría difícil después del buen hacer lacrimógeno de Mimí en La bohème o Cio-Cio San en Madama Butterfly. Además de estas dos piezas maestras del melodrama pucciniano, Manon Lescaut y Tosca fueron obra del tándem de libretistas Luigi Illica y Giuseppe Giacosa (un scapigliati), cuyas relaciones con Puccini fueron con frecuencia tensas y en ocasiones tormentosas. La razón fue que el maestro solía interferir en el trabajo de sus libretistas modificando sus textos e incluso añadiendo palabras de su cosecha.
Giacomo Puccini (1858-1924)
Hofmannsthal y Strauss
Se diría que Richard Strauss iba al teatro en busca de óperas. Así, en 1902 asistió en Berlín a una representación de Salome, el drama que el irlandés Oscar Wilde nunca hubiera podido escribir en Londres ni estrenar en París, a pesar de haberlo escrito en francés. En el «Pequeño Teatro» de Max Reinhardt se daba la obra, traducida al alemán por Hedwig Lachmann e interpretada por Gertrud Eysoldt. Al finalizar la función alguien le dijo a Strauss que ahí tenía un buen tema para una ópera y el músico le contestó: «Ya la estoy componiendo».
Richard Strauss (1864-1949)