Otra historia de la ópera. Fernando Sáez Aldana
representaba con mucho éxito la Elektra del dramaturgo y ensayista vienés Hugo von Hofmannsthal. El flechazo artístico entre ambos fue inmediato y, con la decisión de transformar la obra teatral en ópera, nació una de las colaboraciones entre un operista y su libretista —o viceversa— más felices y fructíferas de la historia. En los veinte años siguientes a Electra vendrían El caballero de la rosa, Ariadna en Naxos, La mujer sin sombra, Helena egipcíaca y Arabella, hasta que un accidente cerebrovascular fulminante acabó con la vida de Hofmannsthal poco después del funeral de su hijo, que se había suicidado dos días antes. Aunque Strauss siguió componiendo hasta cinco óperas más, libretísticamente hablando ya nunca levantaría cabeza.
Hugo von Hofmannsthal (1874-1929)
La abundante correspondencia entre Strauss y Hofmannsthal revela la excelente relación que los unió, en general, y el grado de compenetración y minuciosidad que alcanzó su colaboración artística:
En la página 77 de Elektra necesito una larga pausa después del primer grito de Elektra: «¡Orestes!». Intercalaré un intermedio orquestal delicado y estremecido mientras Elektra observa a Orestes, al que acaba de recuperar (…) ¿Podría usted añadirme un par de versos antes de pasar al tono sombrío que comienza con las palabras: «No, no debes tocarme», etc.?
Tres días después, Hofmannsthal remitió a Strauss ocho versos que el músico calificó de «maravillosos», y en su carta de respuesta añadió:
Es usted un libretista nato; es éste el mayor cumplido de que soy capaz, pues para mí es mucho más difícil escribir un buen texto de ópera que una buena pieza teatral.
Sin embargo, para el compositor de poemas sinfónicos Richard Strauss parece que la música no sólo debía ser prima, sino incluso sopra le parole. En un ensayo de Electra, el músico rugió desde el podio exigiendo a la mayor orquesta reunida en un foso hasta entonces que tocase todavía más fuerte, pues aún oía vociferar a Clitemnestra…
Tras el paroxismo de Electra, el músico comunicó al libretista que la próxima sería «una ópera de Mozart». En principio iba a llamarse Ochs —apellido del barón, que significa «buey»— pero al final se impuso un título que a Strauss no le gustaba, El caballero de la rosa. Pero a Pauline, su esposa, sí. Y quien manda, manda.
Boito y Verdi
Entre los estrenos de la primera ópera de Giuseppe Verdi (Oberto, Conde de San Bonifacio, 1839) y la última (Falstaff, 1893) transcurrieron 54 años. Tras el gran éxito de la tercera (Nabucco, 1842), Verdi compuso a un ritmo frenético diecinueve óperas durante dieciséis años, doce de ellos conocidos como «de galera». Tan solo en el quinquenio 1843-48 estrenó diez títulos. En cambio, en los últimos treinta y cuatro años de su carrera sólo produjo seis obras, las tres últimas (Aida, Otelo y Falstaff) en 22 años. Los motivos de esta progresiva deceleración no tuvieron que ver con un agotamiento de su inspiración lírica sino con el desahogo económico que le proporcionaron las en aquella época modernas leyes que regularon la propiedad intelectual y los derechos de autor. Como a Rossini tras el estreno de Guillermo Tell, después del de Aida (1871) al rico hacendado Verdi se le quitaron las ganas de componer más óperas. O, seguramente, la necesidad de hacerlo. El regalo de sus dos últimas obras maestras se lo debemos a dos ilustres personajes: el editor Giulio Riccordi y el compositor y poeta Arrigo Boito.
Arrigo Boito (1842-1918) y Giuseppe Verdi (1813-1901)
Boito nació el mismo año que Nabucco (1842) y por tanto perteneció a la siguiente generación de Verdi. Estudió en el conservatorio de Milán, descubrió el nuevo mundo operístico wagneriano al otro lado de los Alpes y cuando regresó al feudo de Verdi se adhirió al movimiento conocido como Scapigliatura (literalmente, «desmelenamiento»), un grupo de jóvenes que hoy denominaríamos progres. Intelectuales refinados, inconformistas e iconoclastas de la cultura imperante en Italia, los de la Scapigliatura arremetieron con osadía contra lo más sagrado, y en ópera no había nadie más consagrado que el autor de la exitosa trilogía romántica integrada por Rigoletto, El trovador y La traviata. En un exceso poético, propio del joven exaltado que era entonces, Boito proclamó en 1863 que el altar del arte lírico italiano que representaba Verdi —sin nombrarlo directamente— se encontraba «ensuciado como la pared de un burdel».
De cómo se vivía la ópera en el Milán de aquella época da buena cuenta el escándalo que produjo el estreno de Mefistófeles en la Scala en 1868. Acusada de «wagneriana», la única ópera de Boito tuvo que ser retirada por orden gubernativa tras las graves alteraciones de orden público que se produjeron en el estreno. Nadie podía imaginar entonces que Boito acabaría no solo rindiéndose de manera incondicional al arte del Maestro sino impulsando sus dos últimas óperas, para las que realizó un excelente trabajo de adaptación de sendas obras de Shakespeare. Las cerca de 400 cartas cruzadas entre Verdi y Boito que se conservan permiten conocer a fondo una de las relaciones más interesantes que han existido entre un compositor y su libretista. Más que amigos, el venerable anciano y el antiguo desmelenado que un día lo insultó acabaron siendo como un padre y un hijo.
Antes que Boito colaboraron con Verdi varios libretistas, entre los que destacan Franceso Maria Piave (Rigoletto, La Traviata, Ernani, La fuerza del destino, Simón Bocanegra), Salvatore Cammarano (El Trovador, Luisa Miller) y Temistocle Solera (Atila, Nabucco). Al tratarse de un músico con instinto teatral innato, casi todos los libretos de las óperas del maestro de Busseto proceden del teatro, con la excepción de Aida y La traviata.
EL LIBRETO CENSURADO
La censura intolerante de obras artísticas y literarias es tan antigua como la civilización occidental: ya el emperador Calígula prohibió nada menos que La Odisea de Homero por sus peligrosas ideas griegas sobre la libertad. Autores de la talla de Gustave Flaubert (Madame Bovary), James Joyce (Ulises), Charles Baudelaire (Las flores del mal), John Steinbeck (Las uvas de la ira), Henry Miller (Trópico de Cáncer), Oscar Wilde (Salome), Salman Rushdie (Los versos satánicos), George Orwell (Rebelión en la granja), Vladimir Nabokov (Lolita) y Camilo José Cela (La colmena) forman parte de una lista interminable de grandes escritores cuya obra ha sido objeto de prohibición por intolerancia política, social, sexual o religiosa.
Como espectáculo público basado en una obra literaria, la ópera no se ha librado del trabajo de los censores que, al servicio de sus amos, han intentado torcer la voluntad creativa de los compositores y sus libretistas en todas las épocas. Hoy puede sorprender que obras maestras como las mozartianas Cosí fan tutte o Las bodas de Fígaro tuviesen que vérselas con la censura imperial austríaca, pero ambas se consideraron subversivas por atentar contra los cimientos de un viejo orden social, basado en el poder absoluto del trono y el altar, que ya tocaba a su fin. Tres años después del estreno vienés de Le nozze di Figaro, estalló en París la revolución de las clases populares y la burguesía contra la aristocracia que el censor supo vislumbrar en el texto de da Ponte.
En la época belcantista, Maria Stuarda de Donizetti sufrió los rigores de la censura del reino de Nápoles, gobernado por la ultraconservadora dinastía de los Borbón-Dos Sicilias: una reina no podía ser ejecutada en un escenario, y menos aún si era católica y por orden de otra reina protestante. Veinticinco años después, quien tuvo que soportar la intransigencia de los censores napolitanos fue Giuseppe Verdi, ante el estreno de Un ballo in maschera. A Verdi le iban los argumentos derivados de obras teatrales marcadas por el escándalo, como Rigoletto (basado en El rey se divierte, de Victor Hugo, «inmoral y obsceno») o La forza del destino (del drama del