Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


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el aire. Lottie Parker miró hacia su derecha. Grace Boyd, con los ojos vidriosos, tenía la vista fija al frente y el rostro cubierto de lágrimas. Se mordía las uñas. Las gotas que le caían por la nariz reposaban sobre su labio superior, y Lottie sintió deseos de coger un pañuelo y limpiárselas. Pero permaneció inmóvil, rígida.

      Pese a que era la última semana de mayo, el océano Atlántico envió un tornado de aire frío hacia la costa oeste que atravesó la liviana chaqueta veraniega de Lottie. El cementerio, en lo alto de la colina, estaba a merced de los elementos. Sus altas cruces célticas lucían motas de musgo verde, y una incluso tenía conchas incrustadas en su punto más alto. Los escasos árboles se inclinaban suplicantes ante el viento. Los arbustos de brezo púrpura frotaban sus hojas contra los morros de las cabras, que acariciaban con el hocico la hierba algodonera. Habría sido una escena idílica de no ser por la tristeza.

      El cura roció agua bendita sobre el agujero de dos metros donde ahora reposaba el ataúd. Indicó a los parientes más cercanos que hicieran lo mismo. Lottie se quedó sola unos instantes mientras los demás avanzaban. Cogieron un puñado de tierra con la pala y la dejaron caer sobre la caja de madera con su cruz de latón. Grace se rezagó, y entonces cogió un lirio de la corona de flores y lo arrojó en las profundidades de la tierra abierta. Sus pétalos blancos iluminaron la oscuridad del fondo.

      Desde el mar llegó otra brisa cortante. Lottie se estremeció. Los recuerdos del entierro de su marido Adam reaparecían desnudos y descarnados. El potente olor de los lirios le obstruía las vías respiratorias, y se llevó la mano a la boca y se cubrió la nariz. Pero no derramó ni una lágrima. Demasiadas lágrimas habían brotado de las profundidades de su ser durante años, y ya no le quedaban más para compartir.

      —En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… —El cura finalizó las plegarias, y Lottie dio un paso atrás para permitir que el flujo constante de vecinos ofreciera sus condolencias a la familia.

      De pie, junto a la zarzamora espinosa que marcaba el borde del acantilado, dejó que la brisa del océano le azotara el rostro y recibió agradecida la caricia de la naturaleza. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí cuando escuchó unos pasos de alguien que se acercaba caminando por la hierba suave. No se volvió. Tenía los ojos fijos en la inmensidad del agua y el horizonte difuso en la distancia. Por un instante, deseó poder viajar en silencio sobre la espuma blanca de la cresta de una ola que la llevara a algún lugar lejos de allí.

      Cuando sintió una mano acariciar la suya y apretarle los dedos, se giró. Boyd apoyó la cabeza sobre el hombro de Lottie, mientras rodeaba con fuerza los hombros de su hermana con el brazo que le quedaba libre.

      —Le hemos dado una despedida muy bonita a mamá —dijo él—. Ya se ha acabado, Lottie.

      Ella le rozó la frente con los labios, y depositó un tierno beso.

      —No, Boyd, esto solo acaba de empezar.

      * * *

      Grace Boyd estaba acurrucada en el rincón del saloncillo del pub. Estaba desolada, anormalmente callada, y seguía mordiéndose las uñas.

      —No sé qué hacer con Grace —susurró Boyd a Lottie cuando esta apareció con dos vasos de agua con gas. El sargento cogió uno antes de que la multitud creciente del pub empujara el codo de Lottie.

      —Vamos fuera —dijo ella.

      Ya en la calle, bajo la luz del sol, inspiró el fresco aire marino.

      —Leenane es hermoso. Aquí es donde grabaron El prado, ¿no?

      —Sí. Mamá tiene…, tenía la fotografía de Richard Harris colgada en la pared del salón.

      —No sé qué decir, Boyd. —Pese a haber sufrido tanto dolor en su propia vida, Lottie descubrió que no tenía ni idea de cómo reaccionar ante el de otra persona.

      —Dime qué hacer con Grace.

      La inspectora acercó una silla desde una mesa de madera salpicada de excrementos de pájaro y le indicó a Boyd que se sentara. Ella se apoyó contra la mesa mientras él limpiaba la silla con la mano.

      —Es difícil —dijo Lottie—. Grace siempre ha vivido con vuestra madre. Quedarse sola será un gran cambio para ella.

      —Esa es la cuestión. —Boyd bebió un sorbo de su pinta—. No creo que pueda vivir sola.

      Lottie se fijó en su vaso.

      —¿De dónde has sacado eso?

      —Estamos en un bar, Lottie.

      —No deberías beber durante el tratamiento.

      Hacía cerca de seis meses, a Boyd le habían diagnosticado un tipo de leucemia crónica, y aunque estaba mejorando y le habían reducido el tratamiento, su salud era una preocupación constante. Tenía el sistema inmunológico débil, y era susceptible a las infecciones. A Lottie le inquietaba que el estrés de la muerte de su madre perjudicara su recuperación.

      —El médico me dijo que podía tomarme una de vez en cuando —dijo el sargento con petulancia—. Deja de preocuparte. —Bajó la cabeza—. Grace trata de ser independiente, pero sabemos que no se la puede dejar sola. Necesita que alguien cuide de ella.

      Lottie extendió la mano y le levantó la barbilla para mirar sus tristes ojos avellana.

      —Tu madre era genial, y la echaremos mucho de menos. Ha sido un shock para vosotros. Especialmente para Grace. —Y entonces, pronunció las palabras que sabía que Boyd quería oír—. Tal vez deberías llevártela contigo a Ragmullin.

      —Tendré que echar a Kirby. —Boyd sonrió con tristeza.

      —De todos modos, ya va siendo hora de que se busque algo, y si mi hermanastro Leo consigue el dinero de Farranstown House, podemos comprar una casa juntos, y Grace puede vivir con nosotros.

      Pensó en la pugna constante con los abogados sobre los documentos legales que no comprendía. Ella solo quería firmar y conseguir el dinero, pero las cosas nunca eran tan simples. Leo Belfield había aparecido en su vida después de un caso difícil en el que su verdadera ascendencia familiar había salido a la luz. Todavía intentaba asimilarlo.

      Boyd la miró por encima de su pinta.

      —¿Harías eso por mí?

      —Sabes que haría cualquier cosa por ti.

      —Pareces un personaje de una novela romántica.

      —Sí que te las conoces, ¿eh?

      —Listilla —dijo él con una sonrisa. Era la primera vez en mucho tiempo que veía esa chispa de picardía en sus ojos.

      Dejó el vaso y la tomó de la mano. Lottie sintió que el calor de su caricia se le filtraba hasta la sangre. Recorrió con la mirada el agua centelleante de la bahía hasta llegar a la frondosa vegetación en las laderas de las montañas que custodiaban la ensenada.

      —Ya sé que estás enfermo, Boyd, pero me haces muy muy feliz.

      En el interior del pub oyeron un estruendo y el tintineo del cristal al romperse. El murmullo de la charla se detuvo durante un segundo de aturdido silencio antes de que un grito perforase el aire.

      —Esa es Grace —dijo Boyd mientras se levantaba de la silla, pero Lottie ya había entrado en el bar, donde reinaba el caos.

      Había un semicírculo de cuerpos sudorosos en un rincón del sofocante pub. Se abrió paso a codazos entre las hileras de mirones. Hecha un ovillo sobre el banco, con las rodillas pegadas al pecho, Grace Boyd lloraba y sollozaba, con el pelo revuelto y los brazos arañados.

      —Alejaos de mí, todos —gruñó apretando los dientes.

      —Eh, Grace, ¿por qué no vamos fuera? —propuso Lottie mientras se acercaba a la desolada y desgreñada joven.

      —Solo le he preguntado dónde vivía —dijo un hombre—. Se le ha ido la


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