Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


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cosa en la pared se estrelló contra el suelo, aterrizando a sus pies. Dos ojos ciegos la miraban.

      Entonces, finalmente, chilló.

      3

      Lottie se despertó con su nieto profundamente dormido a su lado. La noche anterior, cuando había regresado de Galway, el pequeño estaba llorando en los brazos de Katie.

      —Estoy hecha polvo, mamá —había dicho Katie, con la voz tan fatigada como los sollozos del pequeño—. No sé qué le pasa.

      —Puede que le estén saliendo las muelas. —Lottie dejó el bolso de viaje detrás del sofá y cogió a Louis de los brazos de su hija—. ¿Qué te pasa, hombrecito? ¿Echas de menos a tu abuela?

      Como recompensa, obtuvo más lloros desesperados.

      —Le he dado una cucharada de jarabe hace media hora —dijo Katie—, pero no ha servido de nada.

      —Debes tener paciencia. —Lottie acunó al pequeño en su regazo y lo tranquilizó besándole su suave cabellera—. Vete a la cama, yo me encargaré de él.

      —Mañana por la mañana trabajas. No quiero que me eches la culpa si te tiene despierta media noche.

      —No te echaré la culpa —le aseguró Lottie.

      Ahora estaba despierta, le dolía la cabeza e iba a llegar tarde al trabajo. Salió con cuidado de debajo del cálido edredón y se dio una ducha rápida. Se puso los vaqueros negros y una camiseta blanca de manga larga. Le ahorraría tener que ponerse crema solar si el trabajo la obligaba a estar fuera.

      Louis dio unas vueltas, se volvió y siguió durmiendo profundamente con el pulgar en la boca. Tendría que despertar a Katie. Atravesó el descansillo de puntillas, llamó a la puerta y asomó la cabeza. El cabello largo y negro de su hija estaba desparramado por la almohada, que se movía cada vez que respiraba.

      —Katie, cariño, tienes que despertarte. —Apoyó los dedos sobre el hombro desnudo de su hija y, con delicadeza, la sacudió.

      —¿Eh? ¿Qué? ¿Qué hora es?

      —Pronto, pero llego tarde al trabajo.

      —Sabía que me echarías la culpa.

      —No he dicho nada de ti. Louis está dormido en mi cama, ve y acuéstate con él. Parece que ha descansado. Creo que simplemente le están saliendo los dientes.

      —Vale, vale. —Katie apartó el edredón y fue hacia el dormitorio de Lottie haciendo ruido al caminar.

      Al llegar a la puerta de Sean, llamó con más fuerza.

      —Sean. Hora de ir a clase.

      —Vale, vale —respondió su hijo de dieciséis años, calcando las palabras de Katie de hacía un momento—. Estoy despierto.

      Dudó ante la tercera puerta. Chloe, de dieciocho años, había dejado los estudios. Sus intentos de convencerla, sobornarla y las peleas no habían servido de nada, y entre lidiar con la enfermedad de Boyd y el mal humor de Sean, Lottie se había rendido. Chloe trabajaba a jornada completa en el pub Fallon, y parecía irle bien. Pero Lottie era inflexible: cuando llegara septiembre, su hija iba a completar su educación.

      Se alejó sin llamar, y bajó por las escaleras a pescar una tostada y comérsela en el coche.

      Esperaba que fuera una semana tranquila.

      4

      El dron era divertidísimo. Pasaba zumbando a tanta velocidad, que a los chicos les costaba seguirlo. Jack Sheridan estaba encantado con las imágenes que aparecían en su móvil, conectado al mando. Eran más nítidas que el mar Mediterráneo en plena época estival. Él sabía mucho de eso porque había ido a Mallorca de vacaciones el año anterior. Sin embargo, su amigo Gavin Robinson solo había ido a Connemara.

      —¿De verdad que tu madre cree que estamos usando el dron para un trabajo de clase? —preguntó Gavin.

      —Pues claro. Mi madre se cree todo lo que le digo. ¿La tuya no?

      —¿Estás de broma? Cada mañana me fríe a preguntas, me siento como un huevo.

      Jack rio.

      —Mientras no le digas dónde vamos antes del cole, todo irá bien.

      Desde el puente sobre las vías del tren, Jack giró la cabeza y miró hacia la ciudad que se extendía a su espalda, en una pendiente. Los chapiteles de la catedral parecían montar guardia, como si protegieran Ragmullin de monstruos malignos. Jack había oído a su padre hablar sobre monstruos malignos, y le habían advertido muchas veces que no hablara con extraños. ¿Qué se creían, que tenía cinco años o algo así? Los monstruos solo eran producto de la imaginación.

      El sol se elevaba rápidamente en el cielo, y Jack supo que el día sería tan cálido como el anterior. Se quitó la chaqueta y la metió hecha una bola en la mochila, antes de echársela a la espalda. Luego volvió su atención a las vías que descansaban a sus pies.

      —¿Qué hacemos, el canal o las vías del tren? —preguntó.

      Gavin ya bajaba por los empinados escalones hacia el lateral del puente.

      —Al canal fuimos el otro día. Pensaba que habíamos acordado que hoy iríamos a las vías.

      —Sí, pero no quiero que el puñetero cercanías atropelle a Jedi. —Había organizado una competición entre sus amigos para ponerle nombre al dron. Ahora que lo pensaba, no había sido realmente una competición, porque no había premio, y, de todos modos, él mismo había escogido el nombre.

      —El primer tren ha pasado hace rato —dijo Gavin—, y el próximo no llega hasta dentro de una hora. Vamos.

      Jack bajó los escalones detrás de su amigo. Tenía que admitir que, para tener once años, a veces Gavin hablaba como un adulto. Le ponía de los nervios, y a menudo pensaba en buscarse un nuevo mejor amigo, pero Gavin sabía cosas que él no, como el horario de los trenes, así que era bueno tenerlo cerca.

      Se aseguró de que la cámara del dron funcionara, comprobó que la tarjeta SD estuviera en su sitio para grabar, estabilizó el mando y envió a Jedi a recorrer las vías.

      —¡No dejes que gire por esa curva! —rugió Gavin—. Detenlo, capullo. Va a desaparecer. No lo encontraremos.

      —Estoy mirándolo en la pantalla del móvil, idiota. —Jack adelantó a su amigo, con un ojo puesto en la pantalla y el otro en Jedi, mientras el dron rodeaba una zarza y desaparecía de su vista.

      Cuando Gavin lo alcanzó, Jack redujo la velocidad y avanzó unos pasos, asegurándose de dejar medio metro de distancia entre él y las vías, solo por si Gavin se había confundido con el horario. No era probable, pero nunca se sabía lo que podía pasar. No quería que el tren de Ragmullin a Dublín se los llevara por delante y los hiciera picadillo. Puaj.

      —¿Qué es eso? —dijo Gavin, señalando la pantalla.

      —¿Qué es qué?

      —Haz retroceder a Jedi. Que vuelva sobre esa parte de la vía.

      Jack miró a Gavin y se fijó en que los ojos de su amigo se movían frenéticamente.

      —Me ha parecido ver algo entre dos traviesas —chilló Gavin—. ¿Estás grabando?

      —Pues claro. —Jack hizo que el dron volviera sobre sus pasos y estudió la pantalla.

      —Sobrevuélalo. Sigue grabando.

      —No soy idiota —dijo Jack. Dejó de caminar y observó con atención.

      —¿Jack? —A Gavin le temblaba la voz—. ¿Qué es eso que hay en las vías?

      Jack no tenía ni idea, pero le recordaba a uno de esos monstruos que se suponía


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