Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


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a su novia había sido asesinada en acto de servicio. El marido de Lynch, Ben, podía quedarse con sus hijos.

      Por fin consiguió encender el puro, mientras Lynch intercambiaba unas palabras con uno de los agentes.

      —Apaga eso, Kirby —dijo ella—. Todavía nos queda un paseo después de bajar a la orilla. Debería haberme puesto los pantalones. —La detective comenzó a bajar las escaleras ubicadas en el lateral del puente.

      Los dos muchachos que habían hecho el nefasto descubrimiento estaban en medio de un grupo de uniformados.

      —Primero deberíamos hablar con los chavales —sugirió Kirby.

      —Ya se están encargando de ellos. Tengo los detalles. Vamos, holgazán.

      Si esas palabras las hubiera dicho cualquier otra persona, se las habría tomado como un insulto, pero había trabajado mucho tiempo con Lynch, así que rio para sus adentros y comenzó a seguirla. Tal vez las cosas podrían volver a la normalidad, ahora que la agente había vuelto al trabajo. Y esperaba que Sam McKeown se largara de vuelta a Athlone. McKeown había sido una buena incorporación al equipo como sustituto Lynch, pero tenía la costumbre de sacar de quicio a Kirby sin motivo.

      —¿Está muy lejos? —le gritó a Lynch mientras esta avanzaba por el borde cubierto de césped junto a las vías del tren.

      —Solo es un kilómetro. —El viento cálido de la mañana le hizo llegar la voz de su compañera.

      —¿Solo? —masculló Kirby. Encontró un pañuelo mugriento en el bolsillo y se secó el sudor que le goteaba por los pliegues de la piel del cuello.

      Al doblar la siguiente esquina, aparecieron los forenses vestidos con sus trajes blancos. Kirby correteó tras Lynch. La detective ya casi había terminado de ponerse el traje cuando él se unió al grupo de gente apiñada. Cogió un traje, pero antes de intentar ponérselo, se vio obligado a doblarse y colocar las manos en las rodillas.

      —¿Estás bien? —dijo Lynch.

      —Solo necesito recuperar el aliento.

      —Tal vez deberías apuntarte al gimnasio.

      —No tengo energía para eso. —Levantó la cabeza y observó a su compañera. Lynch había perdido casi todo el peso que había ganado durante el embarazo, y tenía la cara más delgada de lo que recordaba. Se llevó un dedo a sus fofos carrillos y pensó que tal vez la detective tuviera razón.

      —Ponte el traje y date prisa, por Dios —dijo esta.

      Se embutió en el estrecho traje forense, y se puso el gorro, los patucos y los guantes. Olió lo que les esperaba incluso antes de entrar en la cálida tienda. Se subió la mascarilla para cubrirse la nariz, pero, aun así, le dieron arcadas.

      —No es un espectáculo agradable —comentó Jim McGlynn, jefe del equipo forense. Kirby sabía que al hombre le gustaba picarse con la jefa, la inspectora Lottie Parker, aunque ni ella ni McGlynn lo admitirían jamás.

      —Oh, Dios mío —exclamó Lynch, y su frente palideció bajo el corto mechón de pelo rubio que se le había escapado de la capucha.

      —Joder, Jim, ¿qué es eso? —Kirby se quedó en la entrada de la tienda. Se sentía mareado. ¿Sería por el calor o por el puro? Tal vez el gimnasio no fuera tan mala idea. No, ni hablar. No podía permitírselo.

      —¿Quieres darme un momento? —McGlynn sonaba irritado.

      Una vez hubo recuperado el equilibrio, Kirby espió por encima del hombro de Lynch para ver mejor. Había un cuerpo, mejor dicho, parte de un cuerpo, encajado entre dos traviesas. Un torso descabezado. Le habían cortado las piernas a la altura de las caderas, y los brazos a la de los hombros. Era difícil determinar el sexo. Y era muy muy pequeño. La piel estaba putrefacta y rezumaba en algunos sitios, y en otros parecía estar…

      Se rascó la cabeza.

      —¿Estaba congelado?

      —Sí. Por el aspecto que tiene, lleva unas cuantas horas descongelándose. Puede que lo hayan congelado poco después de morir, así que tal vez tengamos suerte.

      —¿Suerte? —Kirby se moría de ganas de salir de aquella tienda del demonio.

      —Sí, detective Kirby. Congelar un cuerpo poco después de la hora de la muerte preserva el ADN y fibras. Puede que consigamos muestras para analizar, y, posiblemente, nos indique la causa del fallecimiento.

      —Bien, bien —dijo Kirby—. ¿Y la hora de la muerte?

      —No sabremos nada hasta que la patóloga forense haga su trabajo. ¿Dónde está? —McGlynn le lanzó una mirada acusadora.

      —Comprobaré si está de camino. ¿Crees que el torso es de una mujer?

      —Por el momento, sí.

      —¿Cuándo crees que la asesinaron?

      —Mi apellido no es Dios, así que ni idea. ¿Me dejas seguir trabajando o qué?

      Kirby aprovechó la oportunidad para escapar al aire fresco, y Lynch lo siguió rápidamente. Tenía la cara verde cuando se quitó la mascarilla. Se puso a hablar con un agente uniformado en la entrada de la tienda mientras se despojaba del traje y lo metía en una bolsa de pruebas marrón. Kirby se acercó a ella.

      —¿Te encuentras bien? —preguntó.

      —Sí —contestó su compañera con brusquedad—. Jane Dore debería llegar en una hora. —Se soltó le pelo y lo sacudió, como si quisiera evitar que su cabello quedase impregnado del hedor que inundaba el lugar—. ¿Qué diantre es eso de ahí dentro, Kirby?

      —No estoy seguro, pero diría que es el cuerpo de una niña.

      7

      Lottie, de pie frente a su nueva comisaria, no se sentía muy contenta. Ella misma había sido candidata para el ascenso después de que el comisario Corrigan se retirase oficialmente por motivos de salud. La última vez la habían pasado por alto en favor de David McMahon, que había ocupado el puesto de manera temporal, pero en esta ocasión, ni siquiera se había molestado en presentar su candidatura. McMahon había armado una gorda, y después de que lo suspendieran, pasaba el tiempo pateando guijarros en la playa de Dollymount mientras Asuntos Internos sacaba a la luz sus trapos sucios. Por lo que Lottie había oído, tenían suficiente como para llenar dos lavadoras. El karma, pensó. Con todo, seguía cobrando el sueldo, a la espera de la vista de su caso.

      Hasta el momento no había tenido mucho contacto con Deborah Farrell, que había ido escalando puestos rápidamente. Lottie se alegraba de que una mujer hubiera conseguido el puesto, pero no estaba segura de querer estar a las órdenes de esta en concreto. No se hablaba mucho de ella, así que su información dependía de las fuentes oficiales, que no abrían el pico.

      Deborah Farrell había llegado a Ragmullin hacía dos meses con un expediente intachable. Ambas tenían cuarenta y cinco años, pero Lottie le sacaba unos buenos ocho centímetros. Al menos era algo, se decía a sí misma. Aunque no es que fuera a servirle de mucho durante una entrevista en la que debía estar sentada. Los ojos de Farrell eran de color gris oscuro, y el pelo, de un marrón insípido, lo llevaba recogido en un apretado moño en la base de la nuca. No había ni un mechón suelto. Ni siquiera su cabello toleraba la insubordinación. Pero la camisa blanca del uniforme necesitaba un buen planchado, una de las charreteras del hombro se le había soltado y la corbata descansaba sobre el escritorio, hecha un nudo.

      La comisaria se pasó un dedo despojado de anillos por el cuello abierto de la camisa.

      —Inspectora Parker. —Era una afirmación, no una pregunta.

      —Esa soy yo, comisaria Farrell. —Lottie se irguió en la silla.

      —Podemos dejar las formalidades. ¿Te importa si te llamo Lottie?

      —En absoluto.

      —Al


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