Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


Скачать книгу
hacían volar el dron sobre las vías del tren en vez del canal. ¿Crees que el cuerpo podría estar allí desde hacía tiempo?

      —Lo dudo. —Lynch negó con la cabeza—. Estoy segura de que un maquinista se habría fijado si hubiera un torso dentro de un enorme bloque de hielo.

      —Pero esa es la cuestión, ¿no te parece? Si llevara tiempo allí, el hielo habría estado más derretido. La patóloga forense debería poder darnos una buena aproximación de la fecha en que lo dejaron junto a las vías, según el tiempo que tarda en derretirse un cuerpo congelado con este clima. Sigamos con el vídeo, a ver si vemos algo.

      Apretó una tecla y observó la grabación detenidamente, mientras el dron sobrevolaba la vía.

      —Es una pena que no vuele más cerca del suelo —dijo el detective—. Podríamos descubrir algunas pistas.

      Lynch no pronunció ni una palabra. Eso lo inquietó. Trató de concentrarse en la pantalla, pero le rugía el estómago, y el dolor de cabeza comenzó a palpitarle tras los ojos.

      —No sé cómo lo hacen los chavales para estar todo el día mirando pantallas. No llevo ni cinco minutos aquí y ya…

      —Para —dijo Lynch.

      —Yo solo…

      —La película. El vídeo o lo que sea. Detenlo. Retrocede. ¿Lo ves?

      Kirby se acercó más a la imagen borrosa.

      —¿Qué?

      —¿No te parece que todas las piedras entre las traviesas tienen un aspecto muy homogéneo?

      Kirby se encogió de hombros. No tenía ni idea de qué hablaba Lynch.

      —¡Tienes que verlo! Acerca más la imagen.

      —¿Cómo lo hago?

      —¿Me tomas el pelo? —La detective lo miró fijamente.

      Kirby clicó con el ratón un par de veces. La imagen se volvió más borrosa y pixelada, pero al fin vio lo que su compañera había descubierto.

      —Eso no es una piedra —dijo—. ¿Qué es?

      —No estoy segura, pero podría ser… —Lynch volvió a sentarse en la silla, con el ceño fruncido.

      —¿Lynch?

      —Tenemos que volver a las vías ahora mismo.

      —¿Qué es? —repitió el agente.

      Ella volvió a acercarse, con los ojos entrecerrados.

      —Joder, Kirby, es una puta mano.

      10

      El negocio de los seguros no era lo que Kevin O’Keeffe habría escogido, pero en la vida, las cosas no siempre salen como uno quiere. La aseguradora A2Z estaba ubicada en una calle comercial, y sus vecinos de la parte de atrás tenían un desguace. Había ruido tanto dentro, en la oficina diáfana, como fuera, gracias al estruendo de la maquinaria.

      —¡Llegas tarde!

      —Lo siento. —Kevin arrojó la bolsa del portátil bajo el escritorio y cogió los auriculares—. He vuelto a tener un problemilla con Marianne. —Se llevó la mano a la boca como si estuviera bebiendo. Era su excusa predilecta. Todos en la oficina creían que su mujer era una alcohólica empedernida, y esto le granjeaba la simpatía de sus colegas, aunque se preguntaba si su jefe, Shane Courtney, sospechaba la verdad. Courtney era más joven que él. Tenía treinta y pocos años, y llevaba la arrogancia tatuada en su boca remilgada y su mirada de acero. Kevin sintió la irritación en la piel cuando su jefe se dirigió hacia él a través del laberinto de escritorios.

      —Tiene que ver a alguien. Está afectando a tu rendimiento, Kevin. ¿No crees que quizá necesite ir a rehabilitación?

      Kevin asintió, mordiéndose las mejillas por dentro para evitar contestar.

      —Probablemente tengas razón, pero ¿has visto lo que cuestan esos sitios? Ni siquiera con tu sueldo podría permitírmelo.

      —No tienes ni idea de lo que cobro y, de todos modos, no soy yo quien necesita desintoxicarse. Has llegado tarde cinco veces este mes. Es inaceptable. Pon tu vida familiar en orden o no tendrás ningún salario.

      —Vale, vale…, perdona.

      Mientras regresaba a su despacho, Courtney dijo por encima del hombro:

      —Y todavía te queda mucho para alcanzar los objetivos del mes. Ponte las pilas.

      Mientras respiraba aliviado, Kevin notó el silencio a su alrededor. Sintió que le ardían las mejillas. Maldito Courtney. ¿Por qué tenía que echarle la bronca delante del resto del personal? Sacudió la cabeza e introdujo la contraseña en el ordenador.

      —¿Estás bien, Kevin?

      Miró por encima de la mampara del cubículo hacia Karen Tierney. La chica estaba en la veintena, y su belleza era poco memorable. Llevaba el cabello rubio recogido de cualquier manera en lo alto de la cabeza. La combinación de vaqueros azules, blusa roja y maquillaje pálido la hacía parecer la bandera de Estados Unidos. Y a veces, como ese día, podía ser una cotilla insoportable.

      —Estoy bien —masculló—. Tengo que ponerme a trabajar. —Aporreó el teclado con la esperanza de que su compañera captara el mensaje.

      —Vi a Marianne en el supermercado el fin de semana. No tiene buen aspecto, para nada. La verdad es que deberías hacer lo que ha sugerido el señor Courtney.

      —¿Karen?

      —¿Qué?

      —Deberías ocuparte de tus asuntos.

      La cabeza de la joven desapareció tras la mampara y Kevin se puso a trabajar, mientras deseaba estar en cualquier sitio que no fuera atrapado en aquel antro plagado de fisgones. En cuanto accedió a la pantalla de inicio del ordenador, se colocó los auriculares y echó un vistazo a la aplicación de noticias nacionales. Eran útiles como tema de conversación cuando tenía un cliente difícil al teléfono. Los titulares de las noticias más recientes llamaron su atención y clicó.

      —Me cago en todo —dijo.

      —¿Qué pasa? —Karen volvió a asomar la cabeza por encima de la mampara, asiéndose al borde azul y enseñando sus uñas con diamantes engastados, tan falsos como sus pestañas.

      Le indicó con un gesto que lo dejara en paz y siguió leyendo que habían sobre el torso encontrado en las vías. El pitido de los auriculares anunció una llamada entrante. Se la transfirió a Karen. Mejor mantenerla ocupada mientras él leía las noticias.

      * * *

      El Bank, una de las cafeterías más nuevas de Ragmullin, estaba bastante vacía. Faye esperaba sentada en un rincón mientras Jeff pedía las bebidas. Regresó con dos cafés y cruasanes tostados rellenos de jamón y queso. A la joven se le revolvió el estómago.

      —No me entra nada.

      —Tienes que comer algo para sobreponerte al shock. —Jeff abrió unos sobrecitos de azúcar y los vació en la taza humeante—. Bebe.

      —De verdad que no puedo. —Faye se recostó en la silla, que era demasiado blanda y baja. Las rodillas le quedaban por encima del ombligo. Tenía ganas de vomitar—. ¿Qué has hecho con ella?

      —¿Con qué?

      Faye lo observó mientras se metía trozos de cruasán en la boca y el queso derretido se le pegaba al labio inferior.

      —Con la calavera —susurró.

      Jeff sopló el café antes de beber un trago.

      —Podría ser de un cuerpo. ¿Dónde está el resto?

      —Por favor, Faye, olvídalo.

      Ella se inclinó


Скачать книгу