Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


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mucho en eso, y no estaba seguro de que le gustase demasiado.

      —Probablemente comparta habitación con mi madre.

      —Qué asco. Es como… faltarle al respeto a tu padre o algo.

      Ahora Ruby sí que lo había molestado, porque ese pensamiento lo había perseguido durante los últimos meses. Pese a todo, sintió que tenía que salir en defensa de Boyd.

      —Ya han pasado cinco años desde que mi padre murió. Creo que mi madre tiene derecho a ser feliz —dijo a la defensiva—. Sea como sea, la casa en la que vivíamos con papá se quemó, y ahora vivimos en una de alquiler. Todas nuestras cosas se quemaron, las cosas de papá y…

      —¡Eh! Solo lo decía.

      —Ya, y todos van a decir lo mismo, pero me da igual. Me gusta Boyd.

      —Pero… ¿se va a morir también? —Ruby tiró la colilla y la aplastó con el zapato.

      —Cállate. Venga, que vamos a llegar tarde a clase.

      —Ya llegamos tarde —respondió ella—. Deberíamos habernos quedado en Pizzaland.

      —La pizza era un asco. Vamos, ahora tengo informática y no quiero perderme la clase. —Sean recogió la mochila y se la colgó del hombro. Las palabras de Ruby rebotaban en su cerebro, chocando contra las paredes de su cráneo. Le había hecho la única pregunta que le aterrorizaba contestar.

      La muerte.

      ¿Cuándo volvería a llamar a su puerta?

      * * *

      Marianne O’Keeffe cerró el portátil. Escribir dos mil palabras no estaba mal, aunque fueran una basura. Había escuchado que era algo universal, que los primeros borradores siempre eran terribles. Al menos, los suyos lo eran. Tal vez por eso todavía no le habían publicado ningún libro.

      El hombre llegaría en cualquier momento. Habían fijado la cita hacía semanas, pero tenía que asegurarse de que Kevin estaría en el trabajo, así que había llamado a la oficina hacía media hora para confirmar que la visita podía seguir adelante.

      Se echó un poco de su perfume más caro detrás de las orejas, Million. «Como nunca vas a ganar un millón…», le había dicho Kevin las últimas Navidades, al entregarle el caro perfume en un cofre de regalo.

      —Lo ganaré si me salgo con la mía —masculló mientras se rociaba el pelo y las piernas, por si acaso. Hizo una mueca frente al espejo al pensar que Kevin ni siquiera había pagado el precio total. El muy roñoso. Había encontrado la etiqueta de «Descuento de 50 por ciento» en la parte de atrás de la caja. Estaba segura de que la había dejado ahí a propósito.

      Sonó el timbre y comprobó su aspecto una vez más. Blusa blanca de algodón con una camisola roja de seda por debajo, pantalones apretados de cuero negro, y sus botines negros con un tacón de cinco centímetros. En sus diecisiete años de matrimonio, Kevin casi nunca la había halagado por su aspecto o estilo. Pero ella sabía que era guapa, así que podía irse a la mierda.

      Corrió a abrir la puerta.

      —Hola —dijo el joven—. ¿La señora O’Keeffe?

      Traje azul oscuro y zapatos marrones. Cómo odiaba esa combinación, pero suponía que era la moda.

      —Llámeme Marianne. Entre.

      El hombre llevaba la tarjeta con su nombre colgada al cuello con un cordón. Aaron Mohan. Tenía que admitir que el nombre le sentaba bien. Seguro que a su paso se mojaban muchas cosas.

      —La cocina es el lugar más cómodo para hablar —comentó ella mientras lo guiaba por el estrecho pasillo hasta la amplia estancia con electrodomésticos incorporados. La verdad es que sospechaba que Kevin había puesto micrófonos en el cuarto donde trabajaba. ¿Paranoia? Tal vez.

      —¿Té, café?

      —Un vaso de agua fría me iría bien. La cafeína me pone hiperactivo —rio Aaron. Marianne pensó que sonaba un poco nervioso.

      —¿Del grifo está bien?

      —Sí, gracias.

      Marianne llenó un vaso. Kevin no permitía que compraran agua embotellada. «Demasiado plástico arruina el ecosistema», repetía una y otra vez. Como si lo supiera todo sobre el tema. Kevin no sabía una mierda de nada, pero le gustaba aparentar que era un experto en todo.

      —Aquí, siéntese. —Condujo a Aaron hasta el módulo central de la cocina, y el joven le ofreció una silla. Qué encanto.

      —Tiene una casa preciosa. Las ventanas en voladizo extragrandes de la fachada son muy elegantes —dijo—. ¿Es de nueva construcción?

      —Tiene unos dieciocho o diecinueve años. Yo diseñé la mayor parte, con la ayuda de mi padre. —Pero omitió que el dinero también era de su padre—. La pinté y redecoré el año pasado.

      El joven miró la pared.

      —Vaya. ¿Es de sesenta y dos pulgadas?

      Marianne miró el televisor de pantalla plana.

      —No tengo ni idea —rio.

      Aaron pasó la mano por la encimera.

      —¿Granito?

      —Cuarzo —respondió ella, consciente de que estaba impresionado.

      —Puedo comenzar de inmediato —dijo el joven mientras se aflojaba el nudo de la corbata y se desabrochaba el último botón de la camisa blanca. ¿Lo estaba haciendo sentir incómodo? Marianne esperaba que no.

      —¿Hace mucho que trabaja para la empresa? —Un poco de charla insustancial.

      —Eh…, entré después de terminar la universidad, hace años, cuando tenía veinticuatro.

      No parecía lo bastante mayor para haber terminado la secundaria, menos aún la universidad, pero Marianne supuso que debía de estar en la treintena.

      —¿Le gusta el trabajo?

      —No está mal —dijo, y bebió un poco de agua—. El sueldo es decente. Pero me gradué en Historia y Lengua. Me gustaría dar clases en algún momento.

      —¿Por qué no lo hace?

      El joven se removió incómodo en el taburete.

      —Envié mi currículum a varios colegios, pero como nadie me llamó ni para hacerme una entrevista, tenía que ganarme la vida de alguna manera. Así que aquí estoy, tasando inmuebles para la agencia inmobiliaria de mi padre.

      —¿Por qué no le hicieron ninguna entrevista?

      —No se puede ser profesor sin experiencia, y no se puede conseguir experiencia sin un trabajo.

      —Un círculo vicioso.

      —Supongo.

      Señor, pero qué tierno era. Marianne se inclinó hacia él y le apretó la mano. Algo parecido al terror cruzó los ojos del joven. ¿De verdad era tan vieja y horrenda? Por el amor de Dios, solo tenía treinta y ocho años. Se apartó y señaló la carpeta sobre la mesa.

      Aaron se levantó y deslizó una tarjeta de visita sobre la encimera de cuarzo.

      —Le dejaré esto. Bien, ¿por dónde quiere empezar?

      Exacto, ¿por dónde? Marianne sonrió para sí misma. Esto iba a ser divertido.

      * * *

      Lo observó trabajar durante unos veinte minutos, midiendo de pared a pared en cada habitación, con una aplicación del móvil y un aparatito en la mano que emitía pitidos. Reservó su cuarto para el final.

      Lo condujo hacia su habitación, caminando sobre la alfombra peluda, y anunció:

      —Y este es el dormitorio principal. Disculpe el desorden.

      No


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