Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


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hombre estampó la lata sobre el artículo en el que Marianne estaba trabajando, giró la silla hasta quedar detrás de ella y le colocó una mano enguantada en la base de la nuca. Apenas la rozaba, pero sintió cómo ella se apartaba y agachaba la cabeza, para quedar fuera de su alcance. Le pellizcó la piel con más fuerza y le tiró de los pelillos del cuello.

      —Yo me encargo del reciclaje, no tú, y este es el motivo. —Dio un golpecito a la lata que goteaba.

      —Kevin, no seas ridículo. La bolsa estaba llena, así que la he sacado fuera.

      Él sintió el calor subirle por el cuello y abrasarle las orejas, como si se hubiera quemado con el sol. Apretó los puños. Le sudaba la piel bajo los guantes sintéticos. La voz de Marianne le crispaba los nervios. Sonaba como un piano desafinado. Aguda. Antinatural. Estridente.

      —¿Hay algo ahí dentro que quieras ocultarme? —preguntó—. ¿Algo que estés escribiendo que no quieres que vea? ¿Por eso lo trituras todo?

      —Por supuesto que no. Estás siendo irracional.

      Kevin conocía muy bien las señales. Marianne pretendía mangonearlo, pero se estaba acobardando. Sonrió con suficiencia y le apretó el cuello más fuerte. Desde la base, deslizó sus dedos entre el pelo de Marianne y le giró la cabeza, obligándola a mirarlo.

      —Ya sabes que nunca soy irracional, cariño.

      —Por favor, Kevin. Me haces daño.

      Él sonrió. Sabía que no le hacía daño, pero si quisiera, podría.

      Se inclinó y señaló la página.

      —¿De qué va?

      —Es algo en lo que estoy trabajando, ya lo sabes. Por eso tengo que triturar las páginas. No quiero que lo lea nadie antes de que esté terminado.

      —¿Estás escribiendo sobre mí? —No le extrañaría que se estuviera inventando mentiras asquerosas.

      —Como sabes, escribo ficción.

      —Eso no te impediría convertirme en alguna especie de monstruo, ¿verdad? —Rio nervioso. No debería preocuparlo de esa manera con los sinsentidos que escribía.

      —Sabes que no haría eso. Basta, Kevin. Ahora me estás haciendo daño.

      Él retiró la mano. Marianne dejó caer la cabeza y se llevó la mano al cuello. Dedos largos con las uñas pintadas de rojo brillante.

      Kevin dio un paso al frente y le agarró la mano.

      —¿Para quién es esto?

      —¿Pero de qué diablos hablas…? ¡Au!

      La había abofeteado sin darse cuenta. Ella tenía la culpa.

      —Quítate esas uñas. —Se alejó de ella sin disculparse. Cuando consiguió respirar con normalidad y que su voz no sonara chirriante, añadió—: En el futuro, vacía las latas y los tetrabriks, y lávalos antes de aplastarlos. Yo me encargo de sacar la basura y del reciclaje.

      —No pensaba…

      —Nunca piensas, ¿no es cierto? A menos que sea para inventarte un argumento de mierda para un libro que nunca se publicará. Déjalo ya. —Caminó hacia la puerta, y luego se volvió y la miró fijamente hasta que ella le devolvió la mirada—. Te lo digo en serio, Marianne. Ya es hora de que vendas ese portátil en eBay y te olvides de esas ideas estúpidas. Nunca serás escritora.

      Regresó al lavadero para terminar su tarea matutina. No pudo evitar sentirse satisfecho consigo mismo. No le había dejado pasar ni una lata mal vaciada. Con suerte, eso sería un buen augurio para el resto del día.

      9

      Cuando Jim McGlynn concluyó el examen alrededor del cuerpo desmembrado, y la patóloga forense Jane Dore pudo echar un vistazo al mismo en la escena, trasladaron el torso a la morgue del hospital de Tullamore. La patóloga había dicho que tendría que esperar a que se descongelara del todo en el depósito, en condiciones estériles. Kirby puso a Lottie al día sobre los sucesos de primera hora, y la dejó leyendo las declaraciones de los dos chicos.

      En la sede central, abrió una lata de bebida energética y dijo:

      —Nos llamarán cuando la patóloga esté lista para comenzar con la autopsia.

      —¿Dónde están los dos testigos? —preguntó Lynch mientras se desplomaba en la silla y se descalzaba bajo el escritorio.

      —Han prestado declaración y sus madres se los han llevado a casa. La grabación del dron está en la sala de pruebas.

      —Pobres niños.

      —No tan pobres. Tenían un dron, es un juguete caro.

      —Ya sabes lo que quiero decir. —Lynch se cruzó de brazos.

      —Puede que esto te ponga de mejor humor. —Kirby aporreó el teclado con sus dedos regordetes—. He conseguido que los del equipo técnico pongan la tarjeta SD del dron en un USB. Está listo para echarle un ojo.

      —¿No podías hacerlo tú mismo?

      —Ya sabes cómo soy con la tecnología. ¿Quieres verlo o no?

      —Claro. —Lynch se acercó rodando sobre su silla y metió las piernas bajo el escritorio de su compañero.

      De repente, Kirby se sintió cohibido por su olor corporal, y deseó haberse escapado a los vestuarios para echarse un poco de desodorante. Ya no tenía sentido preocuparse, pensó, y abrió el enlace en su ordenador.

      —Tienes que darle al play.

      —¿Quieres darme un momento?

      —Hablas como McGlynn.

      —Entonces, todo ha vuelto a la normalidad —rio Kirby.

      Las imágenes eran sorprendentemente claras. Kirby siguió la línea de las vías desde el aire, e imaginó a los chicos corriendo detrás del dron mientras miraban la pantalla del móvil, ajenos al horror que estaban a punto de descubrir.

      —Páralo ahí. —Lynch señaló la pantalla y Kirby se arrepintió de no haber dejado que se encargara ella. Encontró la tecla correcta y apretó pausa.

      —Esto es a unos cien metros de donde se halló el cuerpo —dijo él.

      —Lo sé, estoy tratando de familiarizarme con el terreno. ¿Cómo pudo alguien llevar un cuerpo, un cuerpo congelado, tan lejos? No hay carretera. Es básicamente una vía de tren que atraviesa el campo.

      —Si lo miras desde aquí, el canal está a la izquierda, y hay un camino de sirga para los paseantes. Tal vez transportó el cuerpo por el camino, o en barca.

      —Una barca es una posibilidad factible —reflexionó Lynch—. De esa manera, no dejaría rastro. ¿Y si lo tiró desde un tren en marcha?

      —¿Qué pasa, demasiadas hormonas del embarazo?

      —Ese comentario me ofende.

      —Oh, lo siento. —Mierda, ¿había dicho algo políticamente incorrecto?

      Maria Lynch rio y se recogió el pelo con una horquilla.

      —Te estoy tomando el pelo. Pero tienes razón, es imposible que alguien pudiera ocultar un cuerpo congelado en un tren antes de tirarlo por la ventana.

      —Qué pequeño es. Joder, Lynch, estoy seguro de que es una criatura.

      —Siento curiosidad, ¿cuánto tiempo estaría ahí tirado? —comentó ella mientras un agente uniformado repartía carpetas por los escritorios de los detectives—. Esta mañana han pasado dos trenes antes de que los chicos lo descubrieran. He ordenado que interroguen a los maquinistas, para averiguar si vieron algo en las vías. También tendremos que hablar con los pasajeros.

      Kirby hojeó


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