Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


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sargento Boyd está de baja por enfermedad, pero tengo aquí una solicitud de reincorporación a tiempo parcial.

      —¿De verdad? —Lottie se inclinó hacia delante. Primera noticia.

      —Me gustaría saber tu opinión al respecto. Tengo entendido que Boyd y tú sois… íntimos.

      Lottie sintió el calor que le afloraba bajo la piel, y no pudo evitar el rubor. ¿Cómo podía gestionar la situación? Supuso que lo mejor sería contar la verdad.

      —Estamos prometidos, comisa… Deborah. —Dios, qué raro resultaba dirigirse a su jefa con esa informalidad—. No llevo el anillo. No me parece apropiado, ¿sabes? Porque soy viuda y todo eso. —¿Por qué se estaba excusando?—. A Boyd le diagnosticaron una leucemia el diciembre pasado. El tratamiento le ha afectado bastante, pero los últimos resultados muestran una mejoría.

      —¿Qué quieres decir con eso? —Farrell se pasó una mano por la barbilla, en un gesto casi masculino.

      —Ha respondido bien al tratamiento. Según su oncólogo, es lo mejor que podían esperar en esta etapa.

      —He oído que su madre ha muerto hace poco. —Farrell inclinó la cabeza hacia Lottie, bajó la mano de la barbilla y colocó ambos codos sobre el escritorio.

      —Sí —confirmó Lottie—. La enterraron ayer.

      —¿Cómo le ha afectado?

      Lottie reflexionó sobre la pregunta mientras se toqueteaba los puños de la camiseta desaliñada. La voz de Farrell era suave y tranquilizadora. Un tono estupendo para obtener información, tanto de testigos como de sospechosos. ¿En cuál de las dos categorías entraba Lottie? ¿Y por qué estaba allí, respondiendo preguntas sobre Boyd? Farrell podría haberlo hecho venir e interrogarlo, si le parecía necesario.

      —Sinceramente, está bien. —La inspectora se revolvió en su asiento, inquieta.

      —¿Crees que está en condiciones de volver al trabajo? —insistió Farrell.

      «Maldita sea», pensó Lottie. Ahora la estaba poniendo en una posición incómoda. Boyd había mencionado de pasada que había consultado con su especialista si podía reincorporarse a tiempo parcial, pero la verdad era que no le había prestado atención. Pensaba que sería bueno para su estado mental y emocional hacer de nuevo algo significativo, pero ¿estaba físicamente capacitado? ¿Cómo afectaría al equipo? Maria Lynch había regresado después de la baja de maternidad, y a Sam McKeown todavía no lo habían reasignado a Athlone. No quería perturbar el equilibrio. Pero, por otra parte, no soportaba ver sufrir a Boyd. La quimioterapia había producido algunos efectos secundarios. ¿Cómo podía ser diplomática?

      —Creo que esa pregunta debería ser para sus médicos —dijo al fin, haciendo un agujero en la fina manga de algodón. Los ojos de Farrell eran como dos balas a punto de alcanzarla.

      —Hm. Me interesaba la opinión de alguien cercano, pero ya veo que no quieres comentar el asunto por tu implicación emocional. Lo comprendo, y…

      —No, no es eso, de verdad —se apresuró a decir Lottie—. Lo cierto es que quiero dejar los asuntos personales a un lado y mirarlo de manera profesional.

      —Empiezo a dudarlo. —La actitud amistosa de Farrell desapareció, y su boca se comprimió y formó una línea recta.

      —¿Disculpa? —dijo Lottie.

      —No creo que esto vaya a funcionar.

      —¿Qué es lo que no va a funcionar? —Ahora estaba perdida, con las manos sobre el escritorio, casi rogando, porque sabía exactamente lo que iba a salir de los labios de Farrell a continuación.

      —El sargento Boyd y tú trabajando juntos. Estoy intentando darte una salida, pero no lo pillas.

      Lottie sacudió la cabeza. ¿Se había perdido algo de la conversación?

      —No estoy segura de entenderla, comisaria —dijo, dejando de lado esa chorrada de Deborah.

      —Pensaba que eras más inteligente. Me decepcionas.

      —Será mejor que me explique qué quiere decir —replicó Lottie, desafiante.

      Farrell cogió la corbata del escritorio y se la colocó en el cuello de la camisa. Sus dedos hábiles tardaron exactamente cuatro segundos en anudarla en su sitio, encogiendo con eficacia el cuello.

      —Puedes decirme que Boyd no está listo para volver al trabajo, ni siquiera a tiempo parcial; si no, o él o tú tendréis que cambiar de distrito. En este trabajo no hay lugar para las emociones. ¿Y bien?

      Lottie se puso en pie, resistiendo la tentación de decirle a Farrell que tenía la charretera desabrochada, y deslizó la silla bajo el escritorio. No pensaba caer en la trampa.

      —Creo que eso es algo que debe decidir usted. —Apoyó las manos sobre el respaldo acolchado, para intentar aquietar sus dedos temblorosos, y añadió—: ¿Algo más?

      —Eso es todo.

      La inspectora escapó por la puerta y se apoyó contra la pared. Cerró los ojos y esperó a que su respiración se normalizara.

      —¿Estás bien, jefa? —Kirby se acercó hacia ella con sus andares de pato.

      —¿Qué haces aquí? —preguntó Lottie.

      —La comisaria ha pedido el informe sobre el cuerpo del dron.

      —¿Qué es el cuerpo del dron?

      —Mierda, lo siento. Había olvidado que no sabías nada del tema. ¿Te pongo al día antes de hablar con…? —Señaló la puerta con la cabeza.

      Lottie lo agarró del codo con fuerza y lo arrastró por el pasillo.

      —Sí, más te vale que me pongas al día.

      8

      La primera tarea autoimpuesta del día para Kevin O’Keeffe era retirar los materiales reciclables y la basura del lavadero, y llevarlos a los contenedores de fuera. Se puso manos a la obra con ganas.

      Con unos guantes desechables puestos, levantó la tapa de la primera papelera y sacó la bolsa de plástico transparente. Golpeó el costado con suavidad para hacerla girar en la mano mientras observaba lo que había en el interior. Todo correcto. Restos de comida envueltos de cualquier manera en papel de periódico. La compañía de gestión de residuos todavía tenía que proporcionarles cubos marrones para los restos orgánicos, y por mucho que le doliera hacerlo, salió por la puerta de atrás y depositó la bolsa en el contenedor negro de basura. Cuando levantó la tapa, un olor a lejía emanó de su interior. Mantenía los contenedores impolutos, limpiándolos por dentro y por fuera con una manguera después de cada recogida.

      A continuación, abrió el pequeño cubo de reciclaje de dentro de la casa. Estaba vacío. Qué extraño. Sin duda, debería haber cartones, envases de comida y envoltorios de plástico de las bandejas de verduras. ¿Qué andaría tramando Marianne?

      De nuevo bajo el sol de la mañana, abrió la tapa del contenedor azul y percibió una vez más el aroma de la lejía. Allí estaba la bolsa que había esperado encontrar en la casa. Mientras la volvía a llevar al interior, se fijó en que algo goteaba y dejaba un rastro de líquido marrón a su paso. Volcó la bolsa y desparramó el contenido sobre el suelo de la cocina. Entre los papeles triturados y las cajas aplastadas, encontró el elemento conflictivo: una lata de Coca-Cola mal vaciada, aunque, para ser justos, sí que la habían aplastado.

      —¡Marianne! —aulló.

      —Aquí. —La voz venía del salón, donde la mujer se había montado un pequeño despacho.

      —¿Qué significa esto? —Kevin sostuvo la lata en alto.

      Marianne lo miró por encima del hombro, sentada frente a su escritorio. El sol entraba por la ventana e


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