Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


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mientras el dron sobrevolaba la cosa de la vía, y entonces observó horrorizado a Gavin vomitarse encima del uniforme escolar.

      5

      Por fin, Faye se calmó lo suficiente como para coger el teléfono y llamar a Jeff. Quince minutos después, estaba a su lado.

      —Pensaba que te habían asesinado o algo —dijo mientras la sentaba en el apestoso sillón de su tía.

      —No le quites hierro al asunto, Jeff. Esa…, esa cosa me ha aterrorizado. —Se limpió la frente con el pañuelo que Jeff le había puesto en la mano—. ¿Qué es? Dime que no es de verdad.

      —Probablemente sea falsa. Alguna broma.

      —Pero ha estado escondida detrás del enyesado de la pared desde Dios sabe cuándo. No creo que nadie fuera a poner una calavera falsa ahí, ¿no te parece?

      —A mí me parece que alguien lo hizo. —Se sentó en el suelo junto a ella—. De todos modos, ¿por qué tirabas la pared?

      —Estaba arrancando el papel y me he fijado en que el enyesado era diferente.

      —¿Cómo que diferente? —La voz de Jeff sonaba comedida, pero Faye pensó que había cierta crispación en ella. Intentó tranquilizarse admirando su rostro alargado, con la línea recta de su mandíbula y la suavidad de su mentón. Sus ojos azules la embelesaban en la semipenumbra. Quería que la abrazara fuerte para poder frotarse la nariz contra el suave algodón de su camisa, pero Jeff permaneció sentado en el suelo como un monje, con las largas piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Él tenía veintinueve, y ella, a sus veinticinco, estaba perdidamente enamorada de él.

      —Esa sección era más reciente. —Señaló el agujero en la pared—. Y cuando la he golpeado con la rasqueta, ha sonado hueco.

      —Y has tenido que liarte a martillazos con ella. ¿Por qué?

      Faye se encogió de hombros, cansada.

      —Lo siento. Pensaba que si había un espacio ahí, podríamos meter una estantería. —Su voz había recuperado un tono normal, aunque todavía le dolía la garganta de gritar—. Una baratita. Ya sé que no te gusta que me gaste el dinero que no tenemos.

      —No deberías haberte puesto a demoler la pared. ¿Ha venido alguno de los vecinos a investigar qué era el ruido?

      Ella sacudió la cabeza.

      —No. Supongo que la mayoría deben de estar en el trabajo.

      —Probablemente. —Jeff se levantó y se acercó a examinar el trabajo de demolición. Luego estudió la calavera que yacía en el suelo. Le dio un golpecito con el zapato—. A mí me parece falsa.

      —En ese momento, me ha parecido muy real. Es diminuta. Me ha pegado un susto de muerte.

      Haciendo gala de su metro ochenta de altura, Jeff comenzó a pasear en círculos.

      —¿Necesitas ir al médico?

      —¿Por qué lo dices?

      —Por el bebé. Has sufrido una conmoción y…

      —Jeff, el bebé está bien. Y yo también. —Se preguntó cómo conseguiría librarse de la imagen de la calavera aterrizando a sus pies—. Creo que deberíamos llamar a la policía.

      Jeff detuvo su ansioso paseo.

      —No, ni hablar. Menudo espectáculo montaríamos —rio antes de cogerle la mano y mirarla a los ojos con seriedad—. Es falsa. Probablemente, sea un resto de un Halloween de hace años. No hay que hacer perder el precioso tiempo de la policía por algo así.

      —Pero ¿quién la puso ahí, y por qué? —Faye sintió los dedos de Jeff masajearle la mano cubierta de polvo—. ¿Sabías que había un rincón secreto?

      Jeff la soltó y dio un paso atrás, con las manos en las caderas.

      —No. Puede que ya estuviera ahí antes de que mis tíos compraran la casa, pero sé que en algún momento quitaron un fogón.

      —¿Podrías averiguarlo?

      —¿Averiguar qué?

      Faye suspiró. Jeff estaba insoportable.

      —Averiguar cuándo enyesaron la pared y cuándo pudieron dejar allí la calavera.

      —No se lo puedo preguntar a nadie. Mis padres y el tío Noel murieron hace años, y la tía Patsy también está muerta.

      —Tiene que haber alguien más.

      —Yo soy el único que queda, y tienes que dejar de pensar en esa calavera. Voy a tirarla a la basura. Olvidémonos de todo esto. Vámonos a la ciudad a tomar un capuchino y un cruasán calentito.

      Faye se puso en pie de un salto y exclamó:

      —¿Cómo puedes pensar en comida cuando esa cosa que está tirada en nuestro salón podría ser la cabeza de alguien?

      No había pretendido levantar la voz, pero todas las células de su cuerpo le decían a gritos que esto era algo malo y que debían tomárselo en serio. El polvo se le metió en la garganta y comenzó a toser. Los ojos se le llenaron de lágrimas y trastabilló. Jeff la agarró del brazo con fuerza, y ella se tambaleó contra él.

      —Qué melodramática eres, Faye. Mírame. Te estoy diciendo que nos olvidemos del tema. Hablo en serio.

      Inmóvil, apoyada contra la pared para mantener el equilibrio, la joven observó cómo Jeff recogía la pequeña calavera.

      —¿Tenemos bolsas de basura en alguna parte? —Giró la calavera en la mano y metió los dedos en las cuencas de los ojos.

      —No creo que…

      —Ah, joder, Faye, ya basta. —Jeff respiró hondo y la miró—. Lo siento, siento haberte hablado así. Es horrible…, a mí también me ha afectado. Quédate aquí. Yo me encargo de buscar las bolsas de basura.

      Salió del cuarto con la calavera todavía en la mano, y Faye lo oyó abrir cajones en la pequeña cocina. Miró por la ventana para ver cómo el mundo seguía con su apresurada rutina. Los coches circulaban por la calle. Dos adolescentes se reían a carcajadas mientras se perseguían por la acera. Probablemente, estuvieran haciendo novillos, pensó. Un pájaro se posó en el cerezo del jardincito delantero. Lo observó muy concentrada, mientras el ave movía la cabeza. Lo que fuera con tal de no pensar en el cráneo sin ojos que había rodado a sus pies.

      En ese preciso instante, lo sintió por primera vez. Un aleteo, como una mariposa atrapada revoloteando en su barriga. Un ser diminuto creado por ella y por Jeff.

      Pero, por alguna razón, no le produjo alegría.

      6

      El detective Larry Kirby aparcó el coche de policía camuflado en el arcén junto al puente. Siempre había pensado que era un nombre muy poco apropiado, porque todos los niños y chorizos de la ciudad reconocían un coche camuflado a un kilómetro de distancia.

      Los agentes uniformados habían establecido un sentido único de circulación, e indicaban a los conductores furiosos que volvieran a bajar por la estrecha colina. Se habían detenido todos los trenes, lo que había provocado el caos en la estación, y habían tenido que contratar autobuses para transportar a los pasajeros. Kirby se colocó un puro apagado en la comisura de la boca, salió del coche y esperó a la detective Maria Lynch. Debía admitir que tenía un aspecto saludable y parecía muy en forma después de la baja de maternidad.

      —¿Y el diablillo duerme toda la noche? —preguntó el detective mientras mordisqueaba el extremo del puro.

      —Se porta mucho mejor que los otros dos. Huelga decir que Ben está encantado, porque no tendremos que compartir la juerga nocturna de salir de la cama con el biberón.

      —Bien,


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