Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


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atrás, dejad que respire. Que alguien traiga un vaso de agua. —Miró fijamente a la multitud—. Ahora.

      Por fin, el grupo se dispersó, y alguien le puso una pinta llena de agua en la mano. Se sentó junto a Grace.

      —Bebe un poco. Te ayudará a tranquilizarte.

      Se sorprendió al verla coger el vaso y beber un buen trago sin levantar la vista.

      —No hagas caso de lo que dicen. Qué sabrán los hombres del dolor, ¿eh?

      Grace comenzó a hipar.

      —Despacio. Solo sorbitos. Venga.

      —No soy una niña. —Los ojos de la joven refulgieron de rabia.

      —¿Quieres ir fuera? Mark está allí. Tal vez puedas contarle qué pasa.

      —Él no me entiende, Lottie. Nadie me entiende. Ni siquiera tú. —Grace se limpió la nariz con el dorso de la mano, como una niña.

      —Tengo bastante experiencia, ¿por qué no lo intentas?

      Grace sacudió la cabeza y le devolvió el vaso.

      —Quiero irme a casa. ¿Puedes llevarme?

      —Claro. —Lottie le pasó una servilleta de la mesa—. Sécate los ojos y vámonos de aquí.

      Grace se puso en pie y se limpió la cara. Arrugó la servilleta y se la guardó en el bolso.

      —Me caes bien, Lottie, y me alegro de que estés con mi hermano.

      —Eso es muy amable por tu parte, pero escúchame. Estoy aquí para lo que necesites.

      —Pero mi madre… La echaré tanto de menos… ¿Lo entiendes?

      —Perdí a mi marido, así que sí, lo entiendo mejor de lo que puedas imaginar. Ahora, larguémonos de aquí.

      —Me apetece mucho un plato de bacon y repollo. ¿Podrías cocinarme eso?

      Lottie gruñó para sus adentros. La pericia culinaria no estaba en su lista de talentos. Grace quería algo que su madre solía preparar. Algo para mantenerla viva en su memoria.

      —¿Cuál era el pub favorito de tu madre?

      —El Twelve Pins.

      —Bien, entonces allí es a donde vamos.

      —Eres muy buena, Lottie. —Grace sorbió por la nariz—. Gracias.

      El nudo en la garganta de Lottie se hizo más grande. Le resultaba difícil ser tan empática con sus propios hijos, así que ¿cómo es que podía hacer de madre de aquella mujer de treinta y tantos años? Incapaz de encontrar la respuesta, fue hacia Boyd, que estaba junto a la puerta.

      —¿Sabes cómo llegar?

      —Sí, jefa. —Guiñó un ojo a Grace, y el rostro de la joven se quebró en una sonrisa triste.

      —Y luego tengo que volver a Ragmullin —dijo Lottie. Bajó la voz y susurró al oído de Boyd—: Contigo o sin ti.

      2

      Lunes

      La casa de tres dormitorios de los años cincuenta, con un cuadrado de césped demasiado crecido y un camino agrietado que conducía a la puerta principal, era la segunda en una hilera de diez viviendas. Alguien había construido una rampa y una barandilla junto a los dos escalones de la entrada. Hacía dos años que la tía de Jeff, Patsy Cole, había muerto allí, en la cama, a los sesenta años. Pero eso no preocupaba a Faye. No creía en espíritus ni en fantasmas. Estaba feliz. Por fin tenía una casa que podía considerar suya. Una vez la hubieran reformado y decorado, podría escapar de su diminuto apartamento. Se pasó la mano sobre la camisa blanca de algodón y acarició emocionada el bulto todavía invisible que se ocultaba debajo.

      La llave giró con facilidad en la cerradura. Empujó la puerta para abrirla y pisó el linóleo gris, que exhibía líneas descoloridas a ambos lados producidas por la silla de ruedas de Patsy. Tendrían que quitarlo, pensó mientras avanzaba hacia el salón.

      La chimenea estaba en la pared que tenía enfrente. Los azulejos con motivo de piel de tigre revestían el hogar, y el papel pintado de flores estaba manchado de humo. Jeff ya había llevado gran parte de los muebles al centro de reciclaje, y casi toda la basura había ido a parar al vertedero. Ni siquiera había algo digno de llevar a una tienda solidaria. Los únicos muebles que quedaban en ese cuarto eran un viejo sillón y la harapienta alfombra naranja.

      Faye se detuvo junto a la ventana. Volvió a tocarse la barriga y sonrió. Su propia casa. Miró a su alrededor y decidió que lo primero que quitaría sería el papel pintado. Era estridente y estaba desvaído, ennegrecido y roto, y hacía que la habitación pareciera más pequeña de lo que era en realidad. Tenían planeado tirar la pared que separaba el salón de la cocina. Trató de imaginarse una zona abierta, pero allí, de pie, con el susurro de la lámpara de tres bombillas sobre su cabeza, se preguntó si funcionaría. La verdad es que era un espacio muy reducido.

      Sacó una rasqueta de un limitado juego de herramientas. En la cocina, llenó una palangana de plástico con agua amarillenta del grifo, y comenzó a humedecer el papel del rincón junto a la ventana. Al principio avanzó con lentitud, temerosa de hacer muescas en el enyesado, pero entonces, sintió una inyección de adrenalina que la obligó a liberar todas las paredes del horrible papel, y en solo una hora había llegado a la chimenea. Tenía los pies rodeados de pedazos de papel húmedo y mohoso que se le pegaban a los vaqueros y a las Converse blancas. No le importaba.

      El papel a la izquierda de la chimenea salía con más facilidad que en ninguna otra zona. Tiró de él con los dedos y se despegó en una sola tira. Golpeó la superficie con la rasqueta. Sonaba hueco. Golpeó en el lado derecho. Sólido.

      Dio un paso atrás y contempló la pared. El enyesado de las dos secciones tenía un aspecto diferente. Uno era más fresco que el otro. Se preguntó a qué se debería. Entonces, recordó que Jeff le había dicho que antes tenían un fogón en ese cuarto, pero que su tío lo había sacado y había instalado una chimenea antes de construir la cocina de atrás. Pensó que tendrían que librarse de la ampliación: el techo era plano y tenía goteras.

      Suspiró pensando en todo el trabajo que tenían por delante. Habían acordado realizar la reforma ellos mismos. «Será más barato», había dicho Jeff, «y no tenemos prisa». Pero ella sí tenía prisa. Quería mudarse antes de que llegara el bebé. Eso les dejaba menos de seis meses. Pensó que, si tiraban esa parte, tendrían una preciosa hornacina. Podría comprar una estantería en IKEA. Quedaría bien con la estufa de leña que ya había elegido. Un cosquilleo de emoción le llenó el pecho.

      En la cocina, encontró la caja de herramientas de Jeff, que era más grande. Cogió la maza y volvió al salón. «Ahora o nunca», pensó, y golpeó con el martillo en medio de la pared. Enseguida quedó cubierta de porquería, y una oleada de motas de polvo flotó frente a sus ojos. Debería haberse puesto las gafas protectoras. Dio un paso atrás para admirar su trabajo y suspiró. Solo había hecho un agujerito, pese a que tenía la sensación de llevar horas golpeando.

      Tiró de la placa de escayola con las manos para apartarla de la pared. Finalmente, consiguió arrancarla. Un agujero más grande se abrió junto a la vieja chimenea alicatada. Quizá los tíos de Jeff habían dejado allí dentro una cápsula del tiempo, pensó. Eso sería emocionante.

      De repente, los pelillos de la nuca se le erizaron bajo la coleta. Tal vez no debía tirar esa pared.

      Para librarse de la extraña sensación que la oprimía, volvió a coger la maza y golpeó de nuevo con todas sus fuerzas. El yeso se quebró, se rompió y se derrumbó. Agitó las manos a su alrededor, mientras tosía y farfullaba, intentando aclarar el aire, rezando para que el polvo no dañara al bebé que crecía en su vientre.

      Cuando las últimas motas hubieron desaparecido, dio un paso hacia delante y miró con los ojos entrecerrados al


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