Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


Скачать книгу
estremeció. No había muchas cosas que la asustaran, pero esas alimañas eran lo único que la hacían salir corriendo.

      La nevera, que le llegaba al pecho, dejó escapar un zumbido al abrirse. La luz inundó la cocina e iluminó las puertas laminadas de los armarios. Había hielo y escarcha pegados al fondo del congelador, y el cajón parecía completamente congelado. Tiró de él, pero no cedió, así que era lógico pensar que Jeff no había metido ahí la calavera. Paseó la vista por la cocina. Se moría de ganas de echarla abajo. Colores estridentes, polvo y suciedad. Cuando se pusieran a ello, necesitarían otro contenedor de escombros. La emoción le llenó el pecho mientras imaginaba la apariencia que tendría la casa tras la reforma.

      Jeff no llevaba la calavera encima en la cafetería, así que ¿dónde la habría puesto? Recordó que había ido al baño. Subió las escaleras con lentitud. Era la parte de la casa que más odiaba. Le producía una sensación siniestra que le recorría el espacio entre los omoplatos. Al llegar al descansillo, se detuvo y escuchó. El corazón le martilleaba en el pecho y su inocente bebé revoloteaba en su tripa. Las cuatro puertas estaban ligeramente entreabiertas. Tres dormitorios y un baño. Estiró un dedo y empujó la puerta del lavabo.

      El goteo del grifo de la bañera dejaba un rastro marrón cobrizo que llegaba hasta el desagüe. Las partes metálicas estaban oxidadas, y una manguera de goma agrietada seguía enganchada a uno de los grifos. Los hongos se extendían por toda la superficie de la cortina de ducha, que colgaba flácida. El inodoro olía como si nadie hubiera tirado de la cadena en años, pero Jeff lo había usado, ¿no?

      Con un ojo cerrado, Faye espió el interior del inodoro. El agua estaba limpia. De todos modos, tiró de la cadena. Error. Las tuberías del ático rugieron y repiquetearon cuando el agua se filtró ruidosamente del tanque a la cisterna. Faye sintió como si toda la habitación temblara tanto como lo hacía ella. Dio marcha atrás y cerró la puerta.

      Habían acordado que el cuartito pequeño sería para el bebé, y ellos usarían la habitación más grande porque daba a la calle, en la fachada principal de la casa. El tercer dormitorio, al fondo, tenía vistas al descuidado jardín para el que no había presupuesto.

      Al avanzar hacia el cuarto más amplio, le pareció oír un ruido procedente de la habitación pequeña. Se detuvo y contuvo el aliento mientras el corazón le latía con fuerza. No, solo eran las tuberías del ático. Dio otro paso más y volvió a oírlo. Se llevó una mano a la boca y otra al vientre. La bilis le subió por la garganta, y los puntos negros le nublaron la vista otra vez.

      —¿Hay alguien ahí? —dijo cuando recuperó la voz.

      Silencio.

      ¿Qué era lo que había oído? ¿El ruido de una pisada? «No seas tonta», pensó.

      —¿Hola? —repitió vacilante.

      ¿Debería salir corriendo o quedarse? Alargó la mano y empujó la puerta del cuartito para abrirla. No podía haber nadie allí. Solo Jeff y ella tenían las llaves, y habían estado entrando y saliendo día sí, día también, durante los últimos meses.

      Entró en el cuarto y gritó.

      El animal se abalanzó sobre ella y le arañó la cara con un zarpazo cruel. Las garras se le enredaron en el pelo y ella sacudió los brazos, tratando de desengancharlas. Y entonces, tan de repente como había aparecido, el animal huyó, y Faye se dejó caer contra la pared mientras todo su cuerpo temblaba. ¿Cómo había acabado un gato atrapado ahí dentro? La habitación estaba vacía, excepto por el viejo armario de madera prensada en el rincón. Había bromeado con Jeff diciéndole que, si lo ponían de costado, no cabría nada más en la habitación. Ahora parecía mirarla amenazante, con una de las puertas dobles ligeramente entreabierta. ¿Era ahí donde había estado el gato? Tal vez tenía gatitos y solo quería protegerlos. ¿Tal vez por eso la había atacado?

      Lo cierto era que no quería permanecer sola en la casa ni un minuto más, pero todavía sentía la comezón de una inquietud bajo la piel que le erizaba el vello de los brazos. Y quería encontrar la calavera.

      Agachada contra la pared, esperó, escuchando.

      Solo oía el repiqueteo de las tuberías sobre su cabeza y el goteo del grifo en el baño. Nada más aparte de su propia respiración.

      Se puso en pie y avanzó hacia el armario. La puerta entreabierta parecía desafiarla a mirar. Tiró rápido, demasiado rápido. El pomo se despegó y el clavo que lo sostenía en su sitio le atravesó la mano.

      —¡Mierda! —Miró la sangre que le brotaba de la mano. Ahora seguro que necesitaría la vacuna antitetánica. Estaba a punto de darse la vuelta y bajar por las escaleras, para salir al aire fresco, cuando algo dentro del viejo armario atrajo su mirada hacia el estante que había a la altura de sus ojos.

      La pequeña calavera.

      Las cuencas vacías la miraron fijamente.

      Se dio la vuelta y huyó.

      13

      —De verdad que odio el colegio, ¿tú no? —Sean Parker se apoyó contra el muro de la orilla del canal y le dio una patada a la mochila. El canal rodeaba Ragmullin, y le gustaba ese tramo porque no se podía ver desde la escuela, al final de la calle.

      Por debajo del flequillo demasiado largo, miró a su amiga, Ruby O’Keeffe. Tenía un cigarrillo en la boca y un mechero en la mano, y trataba de parecer guay, cosa difícil vestida con el uniforme. Su cabello oscuro lucía un corte bob por encima de los hombros, y tenía unas cuantas marcas de acné en las mejillas, pero Sean suponía que era guapa. Le gustaba, pero no de esa manera. Compartían el interés por los videojuegos, y se habían hecho buenos amigos al final del año pasado, cuando el colegio de Sean comenzó a aceptar chicas.

      —¿Quieres uno? —dijo Ruby, ofreciéndole el paquete.

      El chico negó con la cabeza mientras la miraba. Ruby era alta, pero le faltaba mucho para alcanzar a Sean, que medía casi metro ochenta. Había cumplido dieciséis años en abril, aunque su madre aún lo trataba como a un niño.

      —Ya sabes que los odio. Mi padre murió de cáncer, y ahora, el amigo de mi madre, su novio, tiene leucemia. —Sean bajó la vista hacia la hierba que había a sus pies para esquivar la mirada penetrante de Ruby.

      —¿Tu padre fumaba? —La chica se ató la fina chaqueta alrededor de la cintura. Sean sabía que le acomplejaba su peso, pero a él le parecía que estaba bien.

      —No.

      —Si no lo mataron los pitis, relájate un poco. —Ruby encendió el cigarrillo.

      Sean la observó echar humo por la comisura de la boca, lejos de él.

      —Boyd, el novio de mi madre, sí que fuma.

      —¿Sigue fumando a pesar de tener cáncer?

      —Tiene un cigarrillo electrónico, pero lo he visto fumar a escondidas un par de veces.

      —¿Te cae bien?

      —Sí.

      —¿No crees que está intentando…, ya sabes…, ocupar el lugar de tu padre?

      Sean no sabía por qué, pero ese comentario le molestaba más que el hecho de que Ruby fumara.

      —Nadie podría ocupar nunca el lugar de mi padre. Boyd lo sabe. Es un buen tío. Trata bien a mi madre, y a mí también. Me ve. ¿Lo entiendes?

      —Sí, lo entiendo. ¿Sabes?, eso es bueno; no debe de ser fácil vivir en una casa llena de chicas —dijo Ruby con una sonrisa pícara.

      —Y que lo digas. —Sean tomó una bocanada de aire fresco que capturó el aroma del humo del cigarrillo. Sus dos hermanas mayores lo estaban arrinconando poco a poco, consiguiendo echarlo de casa. Incluso su sobrinito Louis podía ser un grano en el culo a veces, sobre todo ahora que había empezado a caminar y a sacarlo todo de los armarios.

      —En


Скачать книгу