Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


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canal. —Lottie se rascó la frente, tratando de pensar con rapidez. Todavía sentía el peso de las emociones del funeral del fin de semana—. ¿Quién interrogó a los dos niños? ¿Cómo se llaman?

      Kirby pasó las páginas de su libreta, pero McKeown obtuvo la respuesta después de pulsar un botón en su dispositivo.

      —Jack Sheridan y Gavin Robinson. Ya se les ha tomado declaración, todos los detalles están aquí.

      Lottie gimió. Percibía la hostilidad en el aire como si fuera un objeto tangible. Habría problemas entre los dos detectives.

      —Imprímelos, por favor. —Prefería trabajar en papel—. Los llamaré más tarde. —Al apoyarse sobre la pared con entramado de madera oyó un crujido, y rezó para que no fueran sus rodillas—. Y quiero informes puntuales del equipo aéreo.

      El iPad de McKeown pitó.

      —Qué rapidez —dijo.

      —¿Qué pasa?

      —Los del helicóptero han visto algo en el agua. En el canal, a doscientos metros de donde se encontró el torso.

      —¿Quién va a llamar a los de Irish Rail? —preguntó Lynch.

      —Hazlo tú. De momento, los trenes no podrán circular. Vamos.

      Lottie cogió el bolso y se metió el móvil en el bolsillo de los vaqueros. Sabía que era un cliché universal, pero solo podía pensar en que el caso había dado otro giro macabro.

      * * *

      Mientras caminaba por la orilla tan rápido como se lo permitía el sotobosque, Lottie miró por encima del hombro para asegurarse de que Kirby le seguía el ritmo.

      —¿Qué crees que está pasando? —preguntó la inspectora.

      —No entiendo por qué tiraron el cuerpo en las vías, donde era fácil que alguien lo encontrara.

      —Si lo hicieron durante la noche, es posible que creyeran que estaban más lejos de la ciudad.

      —No contaban con dos niños y un dron, ¿verdad?

      Lottie llegó al lugar y levantó la vista hacia el helicóptero que sobrevolaba la zona, agitando las cañas con sus rotores. McKeown ya estaba allí, y llamó por radio al equipo aéreo para que continuaran la búsqueda. El aparato dio un último giro en el aire y regresó siguiendo el canal.

      La inspectora escudriñó la maraña caótica en el medio del agua.

      —¿Es una pierna?

      —Eso parece —dijo McKeown—. El envoltorio se ha desintegrado. La piel está blanqueada por el agua. Es difícil saber cuánto tiempo lleva aquí.

      —¿Dónde está McGlynn?

      —Sigue donde encontramos el torso.

      —Pensaba que lo habían llevado a la morgue.

      —Sí, pero está registrando la zona en busca de pruebas.

      —Necesitaremos buzos para recuperar esta parte del cuerpo —dijo Lottie.

      —Yo puedo hacerlo. —McKeown sonaba como un chiquillo demasiado entusiasta que quisiera complacer a su profesora—. Pero aun así, necesitaremos a los buzos para continuar con la búsqueda, en caso de que haya más restos. Está muy oscuro y sucio.

      —No te metas —dijo Lynch—. Espera a que vengan los buzos con el equipo adecuado. Puedes pillar leptospirosis.

      Lottie miró a Lynch y a McKeown, y se preguntó cómo habían conseguido estar en sintonía tan rápido.

      —Levanta un cordón de inmediato, de lo contrario, tendremos a la puñetera Cynthia Rhodes husmeando por aquí. —Miró por encima del hombro, como si haber mencionado a la periodista pudiera hacerla aparecer. Pero sabía que era imposible. Después de una exclusiva reciente, Cynthia había escalado puestos, y había pasado de hacer reportajes de dos minutos en las noticias a conseguir un trabajo en televisión en horario de máxima audiencia. No tardarían en enviar una nueva plaga a Ragmullin, de eso no había duda.

      —Enseguida —dijo McKeown. Comenzó a desenrollar la cinta policial. Mientras Lynch lo ayudaba, Lottie se quedó junto a Kirby y observó fijamente el trozo de pierna que sobresalía en el agua estancada.

      —Parece de un niño —comentó en voz baja, y exhaló un suspiro de preocupación.

      —Es verdad. —Kirby se sentó en la orilla y se quitó los zapatos y los calcetines.

      —No puedes meterte en el agua. Como ha dicho Lynch, es…

      —No podemos dejar que siga ahí. Alguien tiene que sacarla. —Se quitó la chaqueta y se remangó los pantalones hasta las rodillas.

      —Hay más profundidad que hasta las rodillas, espera a los buzos —dijo Lottie, aunque entendía lo que motivaba a Kirby. No estaba bien dejar una parte de un niño en semejante lodazal.

      —Voy a meterme.

      La inspectora observó a Kirby adentrarse en el agua sucia. Las cañas susurraron mientras se movía, y una forma oscura se alejó nadando de la pierna y cruzó a la otra orilla. Algo lamió los tobillos de Lottie, y se encogió. Solo eran las cañas ásperas que se agitaban junto a sus pies con la suave brisa.

      Dio un paso atrás.

      —McKeown, pide a los forenses que se den prisa con la lona.

      —¿Debería haberme puesto guantes? —gritó Kirby.

      —Ahora no importa. Solo sal de ahí, rápido. Vas a pillar un resfriado… o cualquier otra cosa.

      Contuvo el aliento cuando el agua alcanzó el pecho del detective. Este se detuvo y, luego, levantó la extremidad con cuidado y regresó por el agua hasta la orilla. Lottie entró en acción, e indicó a los forenses que llegaban dónde dejar la sábana de plástico, y observó con impotencia mientras uno de ellos se hacía cargo de la pierna y la dejaba con respeto sobre el plástico. Se le formó un nudo en la garganta. «Maldita sea», pensó. Desde el diagnóstico de Boyd, le resultaba difícil controlar sus emociones. Sacudió la cabeza para recuperar la actitud profesional.

      —Que alguien le traiga una toalla a Kirby.

      —Joder, me estoy congelando.

      McKeown se encogió de hombros.

      —Deberías haberlo pensado antes de emular a Superman.

      Lynch rio disimuladamente.

      —Gracias, Kirby —dijo Lottie.

      El forense abrió una maleta grande de metal y ofreció a Kirby una toalla negra y un traje forense para que se cambiara.

      —Tengo una muda de ropa en el coche, gracias.

      Lottie se fijó en la pierna. La habían cortado a la altura de la rodilla, y las uñas del piececito estaban negras y amoratadas. Alrededor del tobillo se veían los restos de un calcetín, con una cinta raída de nailon rosa que en su momento debió de estar atada en un pulcro lazo.

      Sintió que se le encogían el corazón y la garganta. La visión de los restos del calcetín le produjo más angustia y náuseas que el olor a putrefacción y las marcas de los dientes de roedores en la carne endurecida.

      —Es la pierna de una niña —dijo.

      Corrió hacia los matorrales, esforzándose por no vomitar. Respiró por la nariz una y otra vez mientras parpadeaba furiosamente. A través de los arbustos veía las vías del tren, que discurrían paralelas al canal. La corriente de agua conducía a Dublín en una dirección y a Sligo en la otra. No sabía mucho sobre el canal, pero era consciente de que su profundidad variaba a lo largo de la ruta.

      —¿Habrá alguna esclusa cerca? —preguntó cuando regresó junto al grupo, que permanecía en silencio.

      —Sí, a unos ocho


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